AUTOR : JON LAUKO
Reseña del arabista Camilo Álvarez de Morales
Jon Lauko, que ya se había dado a conocer como autor de obras de intriga, lo hace ahora, con acierto, en el mundo de la novela histórica, que aborda con solvencia, seriedad, fidelidad y amenidad. Para ello ha sabido utilizar un estilo de marcado acento oriental, empleando giros y expresiones islámicas y trayendo siempre como referencia cronológica el calendario lunar musulmán.
En la supuesta traducción castellana de un texto andalusí del siglo XII, llevada a cabo por los arabistas Asín Palacios (el Padre Asín), González Palencia (el tío Ángel) y García Gómez (Emilito), titulado El jardín de los naranjos, con el subtítulo El sable de la dinastía (que en árabe sería Sayf al-dawla), se va contando la historia de la familia de los Banū Razīn, narrada a quien escribe la obra por el último de sus miembros conocidos, Abū Bakr `Atīq Ibn Razīn.
El escriba transcribe cuanto `Atīq le va describiendo, arrancando de los sucesos ocurridos en la Península, desde la llegada de los musulmanes, cuando el territorio que dominen pase a llamarse al-Andalus, hasta la aparición de Almanzor, en los años finales del siglo X, bajo cuyo gobierno se desarrolla la última etapa próspera de al-Andalus, que muy pronto daría paso a la gran revuelta interna, que la historia conoce como fitna, que azotaría a todo el territorio hasta concluir con la desaparición del califato y el surgimiento de los reinos taifas, ya en el siglo XI.
La conquista de Hispania por los musulmanes no fue improvisada. Estuvo bien planeada desde Damasco y un hecho que puede avalarlo fue la presencia de grupos familiares acompañando la entrada de los guerreros del Islam. No quiere decir que cada hombre de armas trajera consigo su propia familia, pero no fue algo excepcional. Es indudable que la presencia de muchos elementos militares, hombres solos llegados a la Península, propició el enlace con mujeres indígenas, nunca al contrario, pero aquellas uniones no debieron pasar de un umbral puramente físico, sin que alteraran la esencia del concepto y de la estructura familiar musulmana.
Este hecho iba a determinar que la sociedad andalusí se inclinara por la orientalización y no por la hispanización, a pesar del mayor peso demográfico hispano-godo. Dentro de sus peculiaridades, se enmarcó en el ámbito general del Islam en un grado sensiblemente mayor que en el de la hispánica. Es dudoso que los andalusíes se consideraran más cerca de los hispanos que de los orientales o de los magrebíes, musulmanes como ellos.
Volvamos a El jardín de los naranjos. Es la historia de la vida en un rincón de al-Andalus, en la sierra de Albarrracín, en donde se emplazó la familia de los Banū Razīn que estableció allí su señorío y dio nombre a la comarca. Aunque de origen beréber, pronto se integraron en la sociedad andalusí y llegaron a establecer un dominio claro en ese rincón turolense. Su importancia política se debe a los años transcurridos entre la conquista y el final del califato. Cuando a comienzos del siglo XI surgieron los reinos taifas, el de los Banū Razīn fue uno de ellos, pero tuvo una vida muy corta y tras un año (1013-1014) fue absorbido por el imperio almorávide.
El espacio geográfico donde se desarrolló el Albarracín musulmán se ubica en la zona occidental de la actual provincia de Teruel, en la parte central del sistema Ibérico y en la parte alta del Jiloca. Zona de tierras altas, montañosas, regadas por las aguas de los ríos Guadalaviar, Gallo y Cabriel, su economía se basaba en la arboricultura y la ganadería de las zonas montañosas y los cultivos hortelanos de los valles.
En los años en que la familia se fijó allí, pertenecía a la cora o provincia de Santaver, y a la capital se le daba el nombre de Santa María al Šarq, o Santa María de Oriente, y con este nombre de Santa María se mantuvo hasta el siglo XIX, como Santa María de Albarracín.
Dentro de la organización político-militar de al-Andalus, tres grandes zonas cubrían las fronteras con territorio cristiano. Fueron las llamadas Marca Superior, Marca Media y Marca Inferior. El término “marca”, en árabe ṯagr, daría lugar al arabismo tagareno o tagarino y al topónimo zegrí, que aún se conserva en algunos lugares de España, entre ellos Granada. Santa María estaba situada en la Marca Superior, en Aragón, que ocupaba tierras de Tudela, Huesca, Zaragoza , Barbitania y Lérida.
Hasta que el califato se consolidó en el siglo X, las Marcas vivieron, en gran medida, al margen de Córdoba, ocupándose de sus propios problemas, enfrentados al poder central si era preciso. Para resolver sus asuntos buscaban alianzas con francos y cristianos hispano-godos o con otros musulmanes, con cualquiera que les sirviera de ayuda en cada trance. Ello obligaba a los emires cordobeses a realizar incursiones de inspección y a colocar allí a miembros de la corte y soldados que procuraran mantener abierta la relación de la Marca con la corte. Cada una de ellas verá la hegemonía de un personaje o de una familia, que vivían de espaldas a la autoridad del emir. En un momento determinado llegaron a contabilizarse hasta treinta jefes de insurrecciones. La mayoría tendrían una vida y una actividad efímeras, sin pasar de la categoría de vulgares bandoleros, que fueron absorbidos por otros insurrectos de mayor entidad o dominados por tropas leales a Córdoba.
Antes y después de su consolidación, siempre fueron tierras de vida dura y espíritu levantisco, muy militarizadas, pero, al mismo tiempo, su carácter de tierra compartida les daba una gran riqueza cultural y social. Por allí pasaban gentes de toda procedencia, unos se afincaban por más o menos tiempo, otros simplemente pasaban; unos eran pacíficos y colaboraban con los allí asentados, otros se iban pronto. Todos traían noticias nuevas, modos de vida nuevos, también, a veces, lenguas nuevas, prácticas religiosas o médicas a veces nuevas y, casi siempre, distintas.
La sociedad la integraban los dominadores musulmanes, árabes y beréberes, los hispano-godos convertidos (muladíes) o los que mantenían su fe cristiana (mozárabes), junto a pequeños grupos judíos.
Zona de conflictos bélicos, era, al mismo tiempo, lugar de relaciones económicas, a mayor o menor escala, y de contactos humanos, de modo que todo tipo de situaciones se daban en ella con un sello propio.
En el ámbito religioso, la proximidad de las dos orientaciones, la islámica y la cristiana, favorecía el cambio de fe y hay testimonios de musulmanes que se iban a hacerse cristianos y de cristianos que marchaban a abrazar el Islam. No era, sin embargo, la tónica.
La influencia mutua se reflejó, también, en el atavío diario, en la adopción de modas, incluso en el intercambio de modelos de armas o de equipamiento militar.
Los periodos de tregua favorecieron unos modos de tolerancia mutua, alterados esporádicamente por acciones guerreras, pasadas las cuales la vida volvía al anterior estado de “normalidad”. Fue un mundo que se reflejó, de modo específico, en una literatura concreta, con los romances fronterizos como ejemplo más conocido.
En la guerra entre los musulmanes y los cristianos de estas tierras limítrofes apenas hubo batallas campales. La mayoría de las veces los encuentros consistían en incursiones rápidas en territorio enemigo (“algaras” árabes y “cabalgadas” castellanas) en las que se buscaba la destrucción de una zona, el botín o la captura de cautivos con los que negociar luego. Como ejercicio militar característico de los andalusíes figuraba la aceifa o expedición de verano, a la que debía su nombre (ṣayf, verano). Junto a estas acciones, se realizaban, de modo organizado y metódico, las talas y los asedios, cuyo objetivo era rendir plazas por el hambre. Muy raramente aquellos encuentros degeneraban en batallas campales.
Era, en definitiva, un lugar vivo, en el que continuamente aparecían y desaparecían gentes, unas para quedarse, otras con presencia efímera. Los que se quedaban traían consigo nuevas formas de vida, y, además, información.
Hasta allí llegaban los ecos y las consecuencias, a veces también los protagonistas, de los durísimos enfrentamientos entre árabes y beréberes, la llegada de los ŷunds sirios venidos para poner paz, la batalla de Poitiers, que iba a frenar el avance musulmán en Europa, las incursiones de Carlomagno,
La obra de Jon Lauko refleja perfectamente el ambiente de las tierras de frontera, con la rapidez de las acciones, la dureza de la vida y, en medio de todo ello, la aparición de nombres de la mayor importancia en la historia de al-Andalus. Entre lo que se relata en el supuesto siglo XIII y lo que corresponde a los siglos VIII al X, desfilan árabes y beréberes, francos, hispano-godos, muladíes y mozárabes, guerreros, eruditos, filósofos, médicos, políticos. El médico cordobés Abū l-Qāsim al-Zahrāwī, conocido en Europa como Abulcasis, autor de uno de los escasos tratados sobre cirugía existentes en la medicina árabe medieval, el místico murciano Ibn `Arabī, el botánico malagueño Ibn al-Bayṭār, llamado el Dioscórides español, el granadino Rabī b. Zayd, el famoso obispo Recemundo que, siendo mozárabe, desempeñó importantes misiones diplomáticas con `Abd al-Raḥmān III. Recemundo simboliza el fenómeno de progresiva arabización sufrido por la comunidad mozárabe en un espacio de tiempo no largo. Su contacto diario con los muladíes y con los árabes y la atracción que los más letrados de entre ellos sintieron hacia la cultura árabe, les hicieron adoptar pronto la lengua y los usos dominantes, aunque mantuvieran sus creencias religiosas.
Siguiendo esta línea de información El Jardín de los naranjos incluye de manera detallada el proceso de levantamiento de los muros defensivos, las empalizadas, los andamios, utilizando piedra, cal, arena, paja, barro, madera, betún, adobe. Incluso se describen los árboles utilizados, su procedencia y las características de su madera, todo lo cual evidencia el buen conocimiento del autor.
Junto a ello, noticias eruditas que nos cuentan cómo se fabricaba una rosa de los vientos o un reloj de sol, referencias sobre astrología o alquimia y prácticas médicas llevadas a cabo, sobre todo, por parte de monjes mozárabes, de igual modo que ocurría en Córdoba con los monasterios cristianos que, hasta que se conoció en al-Andalus la ciencia oriental a mediados del siglo VIII, fueron los únicos centros de saber a los que los musulmanes peninsulares acudían.
Veremos, también, la injerencia de los genios en la vida de Santa María de Albarracín representados por el ŷinn , el “genio” por excelencia, el ser sobrenatural más presente en el mundo islámico, creado por Dios de una llama sin humo; la mención de los ángeles Mīka’il, a cuyo cuidado está la lluvia y los medios de subsistencia, y Ŷibrīl, transmisor del mensaje divino, creados a partir de la luz del fuego.
Y, además, escenas cortesanas en las que aparecen personajes que traen relatos que recuerdan los de las Mil y una noches, con la presencia del ave rujj y otros sucesos de gran parecido con las peripecias de Simbad, o la aparición del ajedrez y la descripción de partidas jugadas como si se tratara de un batalla.
Ahora callo para dejar que hablen los protagonistas de la historia que narra esta obra, que deben estar llamando al lector como Jon Lauko dice que las piedras que caían de la alcazaba, desprendidas por el viento del invierno, sonaban en la puerta de la casa como aldabonazos de llamada de la fortaleza para que se sacaran a la luz los manuscritos.