Autora: Ana Alcolea.

Recuerdo vagamente que aquel libro había llegado a mis manos de una manera extraña: alguien me lo había regalado porque yo se lo había pedido. Como ya entonces era una romántica sin remedio, seguramente quería tener un recuerdo suyo de aquellos días, y le pedí que me lo regalara. Lo compramos, bueno, lo compró en una tienda de antigüedades, de esas que mezclan objetos valiosos con burdas imitaciones.

Solo de la edad de los libros se podía estar seguro allí dentro: a nadie le interesaba falsificar las fechas del papel impreso, y entonces menos que ahora, que todo lo escrito se puede reducir a un disco tamaño rosquilla, o a un lápiz de memoria que abulta lo que una horquilla.

No sé por qué me quedé mirando aquel libro entre todos lo que había. No era caro, de hecho era uno de los más baratos, valía dos mil pesetas, así que no me suponía ningún cargo de conciencia pedírselo a mi acompañante. Además, era de Virgilio, al que había traducido en el instituto y luego en la universidad.

Las tapas eran de pergamino, y manchas marrones de tiempo habían oscurecido lo que antaño había sido una piel marfileña. Lo mismo que empezaba a ocurrir con mis manos, que perdían su blancura casi original.

Hojeé las páginas: sí, allí estaban Las Bucólicas y La Eneida. Busqué esa escena que, a pesar de los años, aún me emociona, aquella en la que Dido, “como la cierva herida”, o “qualis conjecta cerva fagitta”, corre hacia una cueva para refugiarse de la tormenta. Allí se encuentra con Eneas y comienza la tormenta de verdad: no la atmosférica, sino la de dos cuerpos que truenan de placer y que generan más fuego que los rayos. Todavía hoy me sube un escalofrío por la espalda cuando imagino el episodio, y me vienen recuerdos que creía perdidos para siempre, pero que han quedado guardados en algún recoveco de mi frágil memoria. Sí, yo también fui Dido alguna vez.

Acaricié aquella piel y me acerqué el libro a la cara. Lo olí. El polvo me hizo estornudar, pero seguí aspirando su olor. Un olor a tiempo pasado, a hojas muertas, a quien sabe qué más.

Lo abrí por la primera página, luego pasé a la segunda. Alguien había escrito algo con una vieja caligrafía. Sí, había un nombre, una fecha y una cifra: “Toribio León, 1812, cinco reales”. En el mismo año de las Cortes de Cádiz, alguien había adquirido aquel librito que tenía yo en mis manos, y había pagado cinco reales que debían de haber sido toda una fortuna. El libro había sido editado en 1796, así que tenía ya dieciséis años cuando Toribio lo compró.

Me pregunté quién sería aquel Toribio. Le di la vuelta a la hoja. Allí había algo más: toda la página estaba escrita en una tinta marrón que el tiempo había ido desvaneciendo. No pude leer todas las palabras casi diluidas en el papel, pero sí algunas: “Este Virgilio es de Toribio León […] que, ni cura ni fraile, ni tampoco francés, que es un pobre estudiante que lo ha menester”.

Así que el primer propietario del libro había sido un estudiante. Me conmovió aquel muchacho que se habría gastado todos sus ahorros en un volumen para aprender latín. Pasé mis manos por las hojas, pensando que él también lo había hecho casi doscientos años antes. Me dio un voluptuoso escalofrío. Fue entonces cuando decidí que quería poseerlo y se lo pedí a mi acompañante.

Salimos de la tienda, y yo llevaba mi Virgilio en la mano. Seguía acariciándolo. Quería aspirar lo que en él quedaba de la presencia de Toribio León, fuera quien fuera quien había existido tras aquel nombre.

Ya en casa, volví a abrirlo y a pasear mis dedos entre las páginas marchitadas por los años. Llegué a la última. También allí había algo escrito, esta vez en latín y con la misma caligrafía, pero más estilizada. Era evidente que Toribio había aprendido la lengua de Roma con aquel librito: “Acepi gradum bachalari in Filosophia, anno MQCCCXXI”.

¡Nueve años! Nueve años había tardado en traducir Las Bucólicas y los once libros de La Eneida.

Imaginé a Toribio sentado en su escritorio, junto a una ventana, con el tintero, la pluma, la luz de una vela, papeles en blanco que se iban rellenando de frases en latín… Y al otro lado de la ventana, la juventud y el tiempo pasando ante sus ojos.

Me imaginé a Toribio cual Fausto haciendo un pacto con Mefistófeles después de acabar sus estudios, con las sienes ya blancas y las manos arrugadas. Lo imaginé intentando vivir lo que no había vivido por estar dedicado a Virgilio, y a una Dido tan cenicienta como su Cartago.

Lo vi vender su libro, el que le había acompañado durante nueve años, tal vez para poder pagar un rato de placer que ofrecerle a su carne ajada. No. Mefistófeles no le había visitado. Tampoco lo ha hecho conmigo. No hay pacto que valga: mis manos se parecen cada vez más al pergamino de las tapas del libro de Toribio. Estas manos que siguen acariciando y oliendo sus hojas cada vez más secas.

Hoy lo he abierto por la primera página. Hay algo que no existía en tiempos de Toribio. Aquel que me lo regaló escribió una dedicatoria. La firma es ilegible. Y yo ya no recuerdo su nombre.

Autora: Ana Alcolea Serrano.

Nació en Zaragoza, en 1962. Es licenciada en Filología Hispánica y diplomada en Filología Inglesa. Desde 1986, es profesora de secundaria en un instituto. Ha vivido en Teruel, Cantabria y Alcalá de Henares. Pasa largas temporadas en Noruega. Le gusta viajar y siempre lo hace con un cuaderno en el que toma notas y apuntes que luego recrea en sus novelas. Sus primeros recuerdos vienen de su primer viaje a Italia, un país al que vuelve siempre que puede. Su obra es de literatura infantil – juvenil. Fiel a su profesión, pronuncia frecuentes charlas en colegios e institutos, y publica artículos didácticos sobre teatro (sobre todo del “clásico” español) y sobre lengua y literatura. Algunas de sus obras son: Donde aprenden a volar las gaviotas, El retrato de Carlota, El medallón perdido y Cuentos de la abuela Amelia. Ganadora del Premio Cervantes Chico 2016.

 


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