Autor: Silvestre Hernández.

Mis escritos han llegado a millones de personas, y el último libro que terminé el año pasado ha sido un éxito de ventas en todo el país. Sin embargo, y a pesar de todo ello, sigo siendo un escritor  absolutamente desconocido.
Ocasionalmente participo en algún certamen de novela y de relato, sin que hasta el momento haya obtenido ninguna mención de consideración; siempre con el sueño de lograr dedicarme algún día a escribir y dejar a un lado mi absurdo trabajo actual.
El gerente de la empresa sabe perfectamente que debe dejarme asistir a todos los eventos en los que me veo involucrado a lo largo del año, un goteo continuo de ausencias que, sumado a la carencia absoluta de tareas que debo realizar en mi lujoso despacho, crean la desconfianza, cuando no la envidia malsana, de muchos de mis compañeros. Lo cierto es que a la inmensa mayoría de ellos tan siquiera los conozco, del mismo modo que para ellos debo ser un compañero fantasma.
Lo que peor llevo es la desconfianza, cada día mayor, de mi esposa, que no acaba de entender, y mucho menos aceptar, mi continuo viajar de aquí para allá, a lo largo y ancho de todo el país. Aunque lo que más le intrigan son mis salidas al extranjero. Ella acepta de mal grado que no pueda acompañarme a ninguno de mis viajes, pero, como es lógico por otra parte, no acaba de entender el porqué.
Como tantas otras veces, esta mañana he llamado a mi jefe para decirle que no iba a acudir a la oficina. Él sabe perfectamente que no tengo por qué darle ningún detalle sobre mis motivos para ausentarme. Tampoco mi mujer debería preguntarme por qué vuelvo a marcharme deprisa y corriendo, algo que últimamente se ha convertido en una rutina demasiado frecuente, una costumbre que cada vez me es más difícil de argumentar. Claro que ya cuando nos casamos le advertí que, de vez en cuando, debería realizar algunos viajes cuyo destino no le podría explicar, pero en los últimos meses me he embarcado en una vorágine de salidas que ni yo mismo logro organizar de manera adecuada. Supongo que Marianne, mi esposa, debe imaginarse que trabajo como espía para el Centro Nacional de Inteligencia, o algo similar: nada más alejado de la realidad.
En cuanto a mis amigos, me dejan ya por imposible. Me he convertido en el personaje más impuntual y olvidadizo que nunca antes hayan podido echarse a la cara. Lo de olvidadizo me lo he ganado a pulso, aunque algunas de mis amistades comienzan a sospechar que solo se trata de excusas repetitivas que ocultan detrás alguna verdad incómoda: me temo que piensan que no me complace estar con ellos y que me evado de nuestras reuniones porque prefiero dedicarme a otros quehaceres: mi colega Arturo llegó a preguntarme la otra tarde si me veía con alguna amante, y Olivia dejó caer la posibilidad de que yo mantuviera relaciones homosexuales a escondidas de ellos y de mi mujer. Es desatinado, pero me veo en la imposibilidad de explicarme y, en consecuencia, no sólo no aclaro nada sino que sus elucubraciones se intensifican más y más.
Ha sido una suerte que aún consiguiera un asiento de clase preferente en el Ave con destino a Madrid ya que me han convocado a una reunión esta misma mañana. Pensaba dedicar el día a descansar, a ir con mi mujer a visitar a sus padres, y pasar la tarde con mis amigos. Además, hoy retransmiten un buen partido de fútbol por televisión. Incluso tenía previsto acostarme más tarde de lo habitual para iniciar el borrador del próximo relato. Sin embargo, a las cinco de la mañana me ha despertado intempestivamente el móvil de mis desvelos. Marianne no entiende por qué llevo siempre encima dos teléfonos móviles, y aún menos el motivo por el cual no debe llamarme más que a través del aparato familiar. Ella desconoce el número del otro móvil, como tampoco lo conocen mis amigos ni el director de la  empresa.
Entiendo perfectamente que tanto secreto, tanto sigilo, deba mantener a mi mujer, a mis amigos, incluso a los compañeros de la oficina, en especial a mi secretaria Matilde, con la mosca tras la oreja. Sin embargo no puedo actuar de otro modo o, de lo contrario, todo mi mundo se vendría abajo en un santiamén.
Mi trabajo real es muy arriesgado y debe mantenerse bajo el más estricto secreto ya que, en el supuesto de que alguien lo desvelara, si simplemente alguien sospechara de mí, sería rápidamente sustituido por otro escritor.
En cuanto he subido al vagón de tren, he buscado el número de mi reserva y me he dejado caer a plomo sobre el asiento.
He extraído mi ordenador portátil de la bolsa protectora y, tras comprobar que no sucedía nada irregular a mi alrededor, me he dispuesto a escribir un par de folios. No necesitaba más allá de cincuenta o sesenta líneas para entregar a mi contacto, a Gerardo. Disponía apenas de dos horas para ultimar el escrito, tiempo más que suficiente si conseguía calmar mi mente y me acompañaba la suerte de que nadie me distrajera. Las ideas las tenía muy claras, eran similares a las de otras veces, y sólo debía añadir algunos argumentos que Gerardo me había adelantado por teléfono. Nada más llegar a Madrid apenas tendríamos media hora para repasar y ultimar el trabajo antes de pasarlo a la impresora.
Los últimos pasajeros se han ido incorporando paulatinamente a sus respectivos asientos, de modo que se me ha hecho difícil mantener la mente despejada: los traqueteos de las maletas, los saludos, las presentaciones, las inevitables llamadas telefónicas de última hora y, ¿por qué no?, mi propia curiosidad, han desviado completamente mi atención durante algunos minutos.
Por fin el tren ha iniciado su recorrido. Se suceden los mensajes por megafonía, una azafata avanza por el pasillo ofreciéndonos auriculares para escuchar la película que van a proyectar. Algunos pasajeros hacen cola en la puerta del retrete mientras que otros, con la urgencia plasmada en sus miradas, corren en busca de los lavabos situados en los distintos vagones con la esperanza de encontrarlos desocupados. A mi derecha, una madre, una abuela, y dos niños rubiales de corta edad y modales un tanto descontrolados, se gritan unos a otros como si se encontraran en una playa desierta en la que nadie más pudiera escucharlos.
Frente a mí se ha situado una pareja de enamorados que, tras saludarme amigablemente con un pequeño rictus de labios, se han enfrascado en musitarse tiernas palabras de amor y en acometer algún que otro achuchón acompañado de miradas lascivas. La chica me ha observado de reojo en cada ocasión en la que se disponía a iniciar una nueva incursión erótica, mientras que él cerraba los ojos y su rostro se enrojecía con la misma intensidad con que se le recargaban los pantalones.
A mi lado, en el asiento de pasillo, se ha acomodado un hombre canoso de mirada ansiosa, con manchas de orina recientes en los pantalones, procedente del lavabo del vagón. Se ha despatarrado en el asiento y, tras emitir un sonoro suspiro, que ha llegado a desvanecer momentáneamente el alejado paraíso en que se encontraba la pareja de enamorados, el recién llegado ha efectuado un gesto con la cabeza para saludarles y a mí me ha extendido la mano para que se la estrechara.
He iniciado un ademán para corresponderle, pero instintivamente he retirado la mano antes de tocar la suya. Un pensamiento inevitable ha enturbiado mi mente por unos microsegundos: “¿Se habrá lavado las manos?”
Enseguida me he percatado de la mirada de contradicción de mi compañero de asiento, de modo que he tratado de disculparme como he podido.
—Discúlpeme. Acabo de desayunar hace algunos minutos y aún no he podido lavarme las manos.
—No se preocupe. Yo tampoco. Acabo de ir al lavabo y había una madre, con tanta prisa para que su niño no se hiciera pis encima, que no paraba de urgirme a que saliera, sin dejar de aporrear la puerta en ningún momento.
No pude evitar dirigir la mirada hacia sus manos mientras una arcada procedente de lo más recóndito de mi estómago emergía hacia la garganta en forma de eructo.
La pareja volvió a salir de su aturdimiento y ambos me observaron con mirada recriminatoria.
Me sentí como un guarro.
—No sé qué me habrán puesto en el bocadillo que comí en el bar, antes de entrar en la Estación. Lo cierto es que sabía a rayos y ni siquiera me lo pude terminar.
Las miradas de mis compañeros de asiento, así como los gestos de disimulo de mis vecinas y las risitas descaradas de sus pupilos, me hacían ver con total claridad que nadie se tragaba mi absurda justificación. Sin duda, para todos ellos, el primer conocimiento que tenían de mí era que yo era un marrano. ¿Acaso podía deshacer aquel entuerto? Por supuesto que no, además, en cuanto bajásemos del Ave, muy probablemente, no volveríamos a coincidir en ningún otro momento de nuestras vidas. Otra cosa muy distinta sería si yo fuese el escritor famoso que siempre soñé ser: entonces sí que debería hacer cuanto estuviera en mis manos para deshacer la mala imagen que acababa de plasmar sobre la retina de mis compañeros de viaje.
Además, el tiempo transcurría inexorable, y yo debía terminar mis dos páginas de manera urgente e ineludible.
Hice un intento por concentrarme en la pantalla del ordenador, pero…
—Me llamo Cosme Gil y me dirijo a Madrid para entrevistarme con un alto cargo del Ministerio de Agricultura—comenzó a explicar el hombre de los pantalones manchados—. Voy en representación de un grupo de cooperativas de Teruel y pienso demostrarle que yo y mis convecinos  “existimos”  y necesitamos soluciones reales para los problemas del campo.
El chico de enfrente se abstrajo por unos momentos del cariñoso acoso al que voluntariamente había cedido, como si le interesara seguir escuchando las palabras del cooperativista; hecho que mereció una mirada de reprimenda de su chica y un excitante cachete sobre su verga henchida; de modo que fui yo el único que me veía en la obligada tesitura de escuchar al convecino.
—Espero que tenga mucha suerte y consiga unos excelentes resultados para el grupo al que representa.
Deseé en mi fuero interno que aquellas palabras fueran lo suficientemente acertadas como para ser amable, al mismo tiempo que dar por terminada la conversación. Sin embargo, no fue así.
—¿Y usted, para qué va a Madrid?
—Tengo que presentar un encargo que intento terminar en estos momentos.
—Vaya, sí que lo siento. No pretendía interferir en su trabajo. Siga, siga. Yo, mientras tanto, permaneceré en silencio.
—Gracias.
Las palabras de mi vecino fueron seguidas de un silencio solo interrumpido por las risas y gritos de los mozalbetes del compartimento. El vecino cooperativista se había callado, sí, Sin embargo, notaba su mirada fijada sobre la pantalla de mi ordenador y, de soslayo, pude observar como movía incesantemente los labios, como si se esforzara en silenciar unos pensamientos que se hubiese comprometido a no verbalizar.
No pude evitar girar la cabeza para observarlo, en un intento por lograr que se percatase de que su insolente mirada impedía que me concentrara en mi trabajo. Solo logré que el cooperativista creyera que se había vuelto a abrir la veda de las palabras.
—¿Es usted escritor?
—Lo intento, pero aún no he conseguido ser alguien famoso.
—Si me dice el título de alguno de sus libros, le prometo que voy a comprarlo, leérmelo y a recomendarlo a todos mis amigos.
Ahora era la chica quien me observaba con atención, y con cierta admiración en la mirada que provocó un rictus de contrariedad en su pareja.
No era la primera vez que me hacían aquel tipo de pregunta, ni tampoco la última en la que yo debía responder, muy a mi pesar, que aún no había publicado nada.
En cuanto lo hice sentí las irónicas sonrisas de los enamorados como dos dagas clavándose profundamente sobre mi vanidad. Era en momentos como aquel cuando sentía una imperiosa necesidad de confesar las miles y miles de páginas que habré escrito hasta ahora, pero ¿para qué?, si tampoco iban a creerme y, para colmo de males, podía engendrar un rumor, sobre algún importante personaje de este país, que se transmitiría de boca en boca, acerca de que no había escrito las memorias de su puño y letra y tuvo que recurrir a un “negro”, absolutamente anónimo, que alguien conoció durante un trayecto en el Ave, camino de Madrid. Este tipo de rumores, de maledicencias dirían los afectados, no podrían costarme más que disgustos y la pérdida de mi forma de subsistencia.
Una inmensa rabia surgió desde lo más hondo del corazón y un pensamiento aplastante surcó mi mente con la intensidad de un rayo: “algún día responderé a esta pregunta con el título de una novela, o de un buen relato, que habrá merecido un premio importante”.
Las siguientes cuestiones que me iba formulando mi vecino cooperativista, las fui respondiendo con un ligero movimiento afirmativo de la cabeza y un sonido gutural de baja intensidad que venía a decir algo así como: “humm hum hum”.
La nueva distracción estaba de camino. Sería muy breve, sin duda, e inevitable, por supuesto, pero se trataba de un nuevo lapsus de tiempo en el que no podría concentrarme en mi escrito.
—Billetes, por favor.
Fui a echar mano del bolsillo interior de mi chaqueta y ¡horror! Me puse de pie y rebusqué por todos mis bolsillos, en la bolsa del ordenador… Todo fue infructuoso: mi cartera no estaba allí. Por unos momentos pensé en que me la habían robado, pero recordé que, tras imprimir el billete, que había solicitado a través de Internet, dejé mi cartera y el folio impreso al lado de impresora.
—Su billete, por favor.
—Yo, no sé si va a creerme, pero lo imprimí esta mañana y me lo he dejado en casa.
—Voy a tener que cobrarle el importe del billete y una multa, y tiene usted suerte de que nadie haya reclamado su asiento.
—Es que tampoco traigo dinero. Me he dejado la cartera.
Me estaba convirtiendo en el espectáculo de todo el vagón, hecho que incrementaba por momentos el bochorno y mi nerviosismo hasta remontarme a épocas de adolescente, como aquella tarde en que mi madre me sorprendió masturbándome en el lavabo.
—Lo siento, pero deberá usted acompañarme.
Aquellas palabras sonaban a lo que eran: la amenaza de ponerme en manos de los agentes de seguridad del tren. Estaba completamente aturdido.
—Es que tengo que terminar un trabajo antes de llegar a Madrid, por favor, compréndalo.
—Lo siento mucho, señor, pero debo cumplir las normas y usted tiene que acompañarme.
No sé cómo lo había hecho el interventor, pero dos agentes de seguridad nos observaban desde el otro extremo del vagón.
—Además, es muy grave que usted viaje sin una documentación que acredite su identidad.
Por unos instantes pasaron por mi cabeza la osadía que tuve al colarme en el andén aprovechando la tumultuosa entrada de un grupo de estudiantes, del mismo modo que monté en mi vagón mientras el revisor ayudaba a una anciana a subir a la plataforma. En ninguna de aquellas dos ocasiones tuve necesidad de mostrar mi billete ni mi identificación, urgencias que ahora me iban a complicar la vida.
De pronto, mi vecino de asiento se levantó.
—Dígame cuánto cuesta ese billete, que se lo pago yo, y deje al muchacho en paz, por favor.
—No se trata sólo de una cuestión pecuniaria. En esta situación me veo obligado a retener al pasajero hasta que podamos comprobar su identidad y su equipaje.
La parejita de enamorados también había emergido de su pequeña luna de miel y salieron en mi defensa.
—No sea así, hombre — suplicó la chica.
—¿Pero no ve que es una persona decente? — añadió el joven.
—Sí. No le da vergüenza dudar de su palabra— gritó la abuela de los asientos contiguos—. Con la de maleantes que habrá por ahí que debería usted vigilar.
Hasta los niños empezaron a chillar para defenderme. Yo me sentía cada vez más avergonzado y aturdido.
Por fin, el revisor, sin mediar palabra, acudió al encuentro de los dos guardias de seguridad y habló con ellos durante unos instantes. Luego, prosiguió su camino por el resto de vagones mientras los dos vigilantes se situaban estratégicamente a ambos lados del pasillo. Seguro que, en cuanto llegásemos a Madrid, vendrían a por mí. Mientras tanto tenía la posibilidad de seguir escribiendo, pero mi mente era absolutamente incapaz de concentrarse. Me di por vencido y el resto del viaje lo efectué inmerso en una animada conversación con mis vecinos de asiento, e incluso con algunos de los pasajeros del vagón que se habían sumado a mi defensa.
Curiosamente, y sin haberlo pretendido en absoluto, por unos instantes, acaparé la atención de las personas que ocupaban aquel compartimento. La noticia se extendió con tal rapidez por todo el tren, que algunos viajeros de otros vagones se vieron motivados a acercarse para conocerme y mostrarme su apoyo incondicional.
Por megafonía nos anunciaron que en pocos minutos llegábamos a destino. Decidí telefonear a mi amigo Gerardo y explicarle la situación. Me dijo que no me preocupase, que lo importante era que le entregase mi escrito nada más llegar, puesto que apenas disponíamos de media hora para repasarlo antes de que tuviera que pasárselo al destinatario final para que lo leyera frente a los medios de comunicación.
En cuanto llegamos a la estación, los dos guardias de seguridad del Ave me pusieron a disposición de las dos chicas vigilantes que nos aguardaban en el andén, para que me condujeran hasta el Jefe de Estación. No sé qué estaba sucediendo, pero en pocos segundos me vi custodiado por decenas de pasajeros que venían detrás nuestro dispuestos a apoyarme.
En el otro extremo del andén, descubrí que Gerardo estrechaba la mano del Jefe de Estación. Suspiré aliviado. En cuanto llegamos a su altura, el responsable de la Estación grito en voz alta para que todo el mundo se percatase de sus palabras:
—¡Todo está solucionado! ¡Por favor, todo está solucionado! Se ha producido un lamentable error, que ya ha quedado subsanado. Por favor, sigan avanzando hacia la salida del andén. Gracias.
No sé cuántas manos llegué a estrechar, ni cuántas palmaditas recibí en la espalda, tampoco conté el número de veces que llegué a pronunciar la palabra “gracias”. Cuando el Jefe de Estación me dijo que podía salir tranquilamente, pensé por un momento en el follón que se podría haber armado si mi amigo Gerardo no llega a intervenir a tiempo.
—Tienes suerte de que uno de mis guardaespaldas conozca personalmente al Jefe de Estación, aunque, si hubiera sido  necesario, estaba dispuesto a ponerle en contacto con el Ministro de Interior. Es muy urgente que me entregues el discurso.
—Sí, sí, enseguida, en cuanto regrese del retrete.
Salí a toda prisa en dirección a los lavabos. Abrí una de las puertas con desesperación y me senté sobre la taza del wáter.
A lo largo de todo el viaje no conseguí  hilvanar siquiera dos párrafos seguidos. Era el momento de acudir al último recurso. Dispongo de una buena base de datos en la que he ordenado centenares de discursos, que he elaborado a lo largo de estos años, una clasificación detallada en la que lo más importante son las fechas; y lo más significativo es el tipo de público destinatario y los temas tratados. En otro apartado he colocado las memorias autobiográficas que he escrito hasta ahora, de diversos personajes públicos, de las que me es muy sencillo extraer alguna frase contundente que impacte y enriquezca el valor de una exposición verbal. A menudo son estas las frases las que extraen los medios de comunicación como las más trascendentales que ha pronunciado el personaje durante su elocución. Los periodistas son especialmente meticulosos e incisivos en el estudio de los discursos que pronuncian los políticos, especialmente cuando su empresa se alía con el bando contrario, así que debo tener una precaución extrema en no repetir ciertas frases demasiado a menudo. Menos mal que siempre existen aquellos escritos que fueron la base de discursos pronunciados frente a pequeñas colectividades, a grupos internos del partido, destinados a reuniones en las que apenas asistió público o dirigidos a un grupúsculo muy selecto de asistentes. Siempre pueden extraerse frases significativas de discursos anteriores; cuanto más alejados en el tiempo mejor, aunque no conviene abusar de esta posibilidad. Sin embargo, hoy, tras el ajetreado viaje, no tengo más remedio que recurrir al pasado, y rogarle a Dios que Gerardo, o algún periodista osado y de buena memoria, no descubran el pastel. Si eso llega a ocurrir algún día, pondré en ridículo al político que las repita, pero, al mismo tiempo, supondrá mi cese fulminante.
Supongo que no será hasta las próximas elecciones, si mis actuales jefes salen menoscabados, cuando podré dedicarme, por fin, a escribir mis propios libros y relatos. Claro que entonces mermarán notablemente mis ingresos pecuniarios y me veré obligado a trabajar de verdad en la empresa en la que ahora ocupo un puesto laboral ficticio. Bueno, siempre me contratará alguien para que escriba sus memorias. Este tipo de libros no generan derechos de autor, puesto que es el propio autobiografiado quien consta como prosista, pero supone un sustancial pellizco, aunque deba figurar como dinero en B para evitar que en el futuro alguien pueda relacionar al autor con su “negro”, o que dicho “negro” tenga la desfachatez, o la osadía, de intentar descubrir su autoría y desvelar la ineptitud, la falta de sensibilidad hacia sus potenciales lectores, o simplemente la ausencia de tiempo, por parte de su autobiografiado.
Por supuesto que a mí jamás se me ocurriría revelar dicha relación, ya que con ello destruiría por completo las esperanzas de escribir con mi propio nombre en el futuro, sin mencionar las posibles represalias que pudiera acarrearme. ¡Qué carajo! He jurado confidencialidad.


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