El origen incierto del Cipotegato
Tengo un cariño especial a Tarazona, la verdad sea dicha. Fue la primera ciudad a la que acudí invitado como escritor, he disfrutado en varias ocasiones de su Casa del Traductor —donde he podido colaborar y conocer a traductores excepcionales—, me ha concedido el placer de callejear por su casco monumental, de rodar en bicicleta hasta el santuario del Moncayo y me ha brindado la amistad de algunos turiasonenses, de entre quienes guardo un recuerdo muy especial para Coral y Joaquín, siempre regalando enseñanzas y hospitalidad con la mejor de las sonrisas.
Con las fiestas patronales suspendidas en prácticamente toda España, la algarabía y los ritos —que en Tarazona se repiten desde tiempos inmemoriales—, se verán postergados hasta el año venidero. Me pregunté desde cuándo se celebrarían estas fiestas y cuándo habría sido la última vez que se cancelaron. La segunda pregunta es más sencilla, y se contesta a continuación, reservándose la primera para el grueso de este artículo. Consultado al Ayuntamiento de Tarazona sobre el asunto aludido, tuvieron a bien informarme de que “según los datos que constan en las actas de la sesiones del Pleno del Ayuntamiento de Tarazona a causa de la Guerra Civil se suspendieron las fiestas patronales de 1936, 1937 y 1938”. Por tanto, el último periodo ininterrumpido en el que el Cipotegato salió a atravesar el muro de turiasonenses en la plaza consistorial abarca desde 1939 hasta el pasado 2019. De ello que, sintiéndome en deuda y siendo este una año triste en el que —por primera vez y tras 80 años seguidos de alegría y celebración colectiva— ningún hombre vestirá la piel del Cipotegato, que quedará plegada y lista hasta el año que viene en algún baúl, decidí poner el empeño necesario para terminar una suerte de investigación que llevaba en marcha desde hacía meses.
Sépase, en primer lugar, que no se trata de un estudio científico sino de una búsqueda personal y que le dio pretexto la fortuita visión de un amuleto, un colgante neolítico encontrado en un anta o dolmen cerca de la localidad portuguesa de Évora —lugar en el que también se puede visitar un Tholos, muestra de la “globalización” que ya se vivía en aquellos tiempos—. En aquella talla, en lugar de un hombre pájaro, les confieso que vi con claridad al Cipotegato. Sobre una lasca de negra pizarra, se contempla la figura de una ave o de un hombre-ave grabada con trazos claros. El ídolo formó parte del ajuar de aquel enterramiento al que se conoce como Anta do Curral da Antinha. Los estudios sobre estas figuras son muy complicados y algunas especulaciones sobre este caso apuntan a que representa un búho y, por tanto, pueda tratarse de la simbolización de una divinidad antigua, como pudiera ser Palas Atenea quien, como Artemisa o Deméter, tuvo culto —además de en Grecia y en Asia Menor— en nuestra península ibérica.
Sabedor de la conexión hercúlea de la ciudad del Queiles —cuyo escudo afirma que Túbal Caín la edificó y Hércules la reconstruyó—, encontré la fuerza de ánimo para investigar si acaso el Cipotegato pudiera ser una costumbre que se perdiera en las oscuras aguas del olvido más arcano. Aunque este Túbal Caín, como se insiste desde varias fuentes, no tenga nada que ver con el considerado padre de los íberos, sí que puede darnos una pista de que la antigua Tarazona habría podido ser fundada por algún grupo de los primeros íberos —esa amalgama de tribus procedentes del mediterráneo—, que, remontando el Ebro, traerían consigo su bagaje cultural de raíz prehelénica y asiática (y quién sabe si también a nuestro protagonista). Posteriormente, en tiempos de expansión de la cultura grecolatina, habría tenido una refundación, como así recuerdan los turiasonenses en su enseña.
Pero recapitulemos y volvamos a fijar nuestros ojos en este curioso personaje, pues poco sabemos del Cipotegato. Sabemos que la primera referencia a esta tradición, que se repite cada 27 de agosto, se remonta a 1704. En principio se acepta como válido que quien encarna al Cipotegato porta un disfraz de arlequín (hecho que me gustaría cuestionar, aunque sea por pensar y pasar un rato), sin embargo, hay disputa en cuanto al origen de la tradición. Javier Bona, por ejemplo, relaciona al Cipotegato con el “Pellexo de Gato”, una figura que habría servido para espantar en la procesión del Corpus Christi a los molestos niños, quienes se defenderían con tomates y gallones. Otras fuentes atribuyen el origen del Cipotegato a la costumbre de ofrecer la liberación de un preso en la plaza del mercado, que debía sobrevivir a la “lapidación frutal” del populacho, quien,cse supone, arrojaría lo que tuviera más a mano, incluidos tomates, abundantes al final del estío. En este punto, habría que recordar que el tomate nos llegó de América, por lo que la costumbre no podría ser anterior al siglo XVI —si el tomate fuera lo más importante, lo que estaría por verse—. La última teoría nos cuenta que un bufón, al que el rey de turno debió mortificar con —al menos— un tomate, decidió cubrirse la cabeza de tal forma que recordaba a un gato. Esta última teoría me parece la menos loable y la más hecha a medida de la necesidad de justificar tanto el traje y los tomates, como el nombre, aunque reconozco que puede darnos una pista sobre la expiación y la bufonada, con la que se ha significado en otros ritos, probablemente emparentados, de distantes latitudes.
El traje, por una parte, bien ha podido mudar a lo largo de los siglos al perder su significación, es decir, al desconectarse del sentido original de la vestimenta y resignificarse, que creo que sería el caso. Por otra parte, en cuanto al nombre, se entiende por cipo una pilastra o columna erigida en memoria de un difunto, pudiendo designar un poste de piedra o cualquier señal que indique linde, distancia o dirección, y siendo “-ote” un sufijo aumentativo y despectivo. En cuanto a gato, su etimología es incierta, pudiendo derivar del latín o haber venido del siríaco. Para quien pueda dudar de la influencia oriental en nuestro vocabulario y costumbres no estaría de más recordar que ya la narración mítica hace partir de la vecina costa Libia a Europa a lomos de un buey blanco, en testimonio prístino de la expansión cultural de los pueblos del oriente medio hacia nuestro continente, donde en primera instancia los hijos de Europa poblarían Creta, siendo el esplendor de su cultura minoica determinante en el desarrollo de nuestra historia, y cuya capital es Heraclión, la ciudad de Heracles—que es el nombre original de Hércules antes de ser rebautizado por los romanos—. En cualquier caso, y volviendo a gato a partir de la edad media se usaba gatti para designar las pieles de gato. La RAE también recoge las acepciones de ladrón u hombre astuto, así que el nombre —que no podría ser, en este caso, anterior a la romanización— podría designar a un ladrón que se encarama a una columna o a un hombre vestido de gato o portando una piel de gato sobre dicha pilastra. Por tanto, y atendiendo únicamente al nombre, a mi juicio, se hace más plausible la opción de Javier Bona con preferencia a la segunda posibilidad, la de la conmutación de una pena de cárcel por esta expiación pública. No obstante, viendo cómo Turiaso pasó a ser Tarazona, también nos invita a considerar que las palabras raramente perviven inmutables muchos siglos, por lo que el nombre bien puede ser de adopción más moderna que la propia costumbre. En último término nos quedaría la irreverente y directa acepción al pene del gato que, tratándose de una fiesta popular, tampoco se puede pasar por alto.
Buscando prácticas que pudieran ser similares o compartir algún elemento que arrojara más luz sobre la tradición del Cipotegato, di con el Cascamorras, que es una fiesta que se celebra cada año en las ciudades de Baza y de Guadix, en el centro-norte de la provincia de Granada. Si el Cipotegato hace su aparición a las 12 del mediodía, la salida del Cascamorras se da a las 6 de la tarde del día 6 de septiembre —fecha que guarda cierta proximidad—, momento en el que sale transitando el paraje de las Arrodeas hacia la Plaza de las Eras, un recorrido en el que se le ataca con tinturas oscuras y, llegado a la plaza, se sube a una estatua que representa a este mismo personaje. Su traje está confeccionado en dos piezas de fieltro, chaquetilla y pantalón, en tres colores principales: rojo, amarillo y verde, que no son disimilares a los del Cipotegato. En el dorso de la chaquetilla figura el dibujo de una jarra con girasoles, en cuyo centro se aprecia un perfil del Cascamorras pintado, mientras que en el frontal del traje se muestran dibujos de soles, estrellas y lunas superpuestos sobre la tela. En una versión documentada del evento a finales de los años 70, se indica que el Cascamorras o Cascaborras vestía ropas viejas e iba armado con un palo del que pendía una vejiga rellena de serrín y trapos —que bien pudiera tratarse del pellejo de gato al que aludiera Javier Bona—. Según esta descripción al Cascamorras le acompañaba un séquito de niños y mozos que alternaban genuflexiones ante él —una burlona adoración—y huidas para evitar ser golpeados con la porra y su vejiga giratoria. Los vecinos de más edad y más respetables no corrían ante el sujeto, sino que le arrojaban frutas, cubos de agua y brea, lo que iba ocasionando, junto al polvo y la tierra de las calles de entonces, una cubierta oscura sobre el Cascamorras y su comitiva, que continuaba su carrera hasta la puerta cerrada de la iglesia, donde se bandeaba una bandera sobre él y su séquito y el Cascamorras era izado a hombros por la masa. Con este alboroto, que incluía hurras a la virgen, se daba el ritual por terminado. En aquellos días, el Cascamorras de Baza era un voluntario al que se le pagaban 20.000 pesetas, una cantidad nada despreciable, si bien en la crónica del 78 se cuenta que antiguamente lo hacía por votos o promesas. Según he podido leer, se tiende a datar la costumbre a los tiempos de la reconquista, ligada a la aparición de una talla de la virgen a finales del siglo XV. Conociendo la costumbre de cristianizar los ritos que no se pueden suprimir, da que pensar si el Cascamorras y el Cipotegato no puedan ser familiares cercanos y formar parte de una tradición relacionada con el fin del estío, y la importancia de estas cosechas para pasar el amenazante e incierto invierno, y que, según esto sugeriría, podrían ser anteriores a la reconquista y cristianización peninsular, habiendo sido costumbres más o menos latentes durante la preminencia de la cultura árabe. En este sentido, conviene reconocer que la dominación árabe fue más eso, un señorío que una renovación de la población peninsular; habitantes que fueron adaptándose a los cambios.
Continuando con la búsqueda de parientes del Cipotegato, me he tenido que cuestionar la cercanía o no con los danzadores de Anguiano, que a diferencia de los anteriores se celebra en el mes de julio. Esta costumbre, que no parece tener nada en común, sí tiene una vestimenta que puede estar relacionada y se efectúa sobre zancos que, de forma poco probable, podrían ser cipotes sobre los que un día también se danzara en Tarazona. Aun siendo poco probable, Caro Baroja atribuyó esta costumbre a tradiciones paganas propiciatorias de cosechas y fecundidad, al tiempo que otros estudiosos la datan de tiempos de los primeros vascos que, en este caso, podrían ser parte de la amalgama de tribus nombradas con el más genérico epíteto de pueblos íberos, aunque la cuestión del origen del pueblo vasco continua irresuelta.
No obstante, si volvemos a tiempos de la reconquista, y si me permiten la especulación, no me parece imposible que el Cipotegato fuera un bailarín gnawa mortificado por los conquistadores cristianos. Los bailarines gnawas son protagonistas de la procesión de los cirios en la ciudad marroquí de Salé. Esta procesión es una rareza, pues muestra semejanzas con las procesiones de Semana Santa. Sin embargo, conociendo la historia de la República de Salé, fundada por españoles oriundos de Los Hornachos que, tras la reconquista y tras varias generaciones de hornacheros incapaces de abandonar sus costumbres paganas, fueron expulsados de la península y obligados a embarcarse en Sevilla a principios del XVII hacia Marruecos, donde unos años después se hicieron dominadores de la desembocadura del Buregreg. Así pues, unos españoles musulmanes que habrían vivido un siglo imitando las costumbres cristianas podrían formar parte de la explicación a estos misterios. Si bien la lógica no es siempre de ayuda, puesto que —en esta línea y viendo cómo visten aún hoy en día los azacanes de Marrakech o Rabat— perfectamente podría uno inclinarse incluso a pensar —al menos en lo que concierne a la vestimenta expiatoria— que el Cipotegato fuera uno de estos parias musulmanes que trataban de subsistir limosneando a cambio del agua que portaban.
En cualquier caso, y todavía sin renunciar al empeño de buscarle parientes a nuestro Cipotegato, encuentro en Guapí, Colombia, la denominada Fiesta de los Matachines, que se celebra el día de los inocentes. Los matachines son personajes anónimos que, al dar las campanas las seis de la mañana, salen de la catedral enmascarados o con el rostro tiznado, vestidos de mujeres y armados con una vejiga o con un látigo. Corretean, dan saltos por el pueblo, mientras que otro grupo se viste de hombres —convenientemente protegidos— y se exponen a la fustigación de los matachines, concluyendo la persecución con el lanzamiento de harina y huevos. En otras poblaciones, los matachines se celebran coincidiendo con el Corpus Christi —lo que sería coincidente con la versión del “espanta-niños”, antes mencionada, de Bona—. En este sentido, me gustaría que abandonaran la lectura por un instante y acudieran a observar un poco más abajo las láminas del Matachín y el Cucambas con las que José María Gutiérrez de Alba —natural de Alcalá de Guadaíra— ilustró su viaje por Colombia entre los años 1870 y 1884, apuntes de viaje en los que escribe de este modo sobre las celebraciones del Corpus en la población de Mariquita en el año de 1874:
“Unos iban vestidos con anchos calzones de telas ordinarias y de colores muy vivos, que les llegaban sólo hasta las rodillas y llevaban camisa de otro color, un pañuelo de percal al cuello y un gorro sobre la cabeza, del cual pendía y se agitaba sobre la espalda una especie de cola hecha de filamentos de palma o de fique y teñida también de un color muy vivo. El traje todo estaba adornado de lazos de cinta de diferentes colores, y por complemento llevaban pendientes en los costados varias campanillas y una mucho mayor en la cintura, que, cayendo sobre las caderas, se agitaba con el movimiento del cuerpo y formaba con las demás el acompañamiento del tambor al compás del baile. A estos enmascarados daban el nombre de matachines, y todos llevaban grandes vejigas pendientes de un palo y caretas figurando el rostro de algún animal con cuernos en la frente. Tras de éstos iban otros, vestidos con una especie de capotillos y faldas de hojas de palmera y la cabeza cubierta de un gorro cónico de papel o de trapo; adornado con plumas de todo género de aves, con una especie de pico en la parte central y delantera del gorro, con el cual amagaban golpear a los transeúntes. A éstos daban el nombre de cucambas, y todos llevaban en la mano derecha una especie de sonajeras hechas de un pequeño calabazo o totumo cubierto de fajas de papel de color, con algunas piedrecillas dentro, con el cual seguían los golpes del tamboril y el compás del baile, como lo verifican aún las tribus indígenas con un instrumento análogo a que dan el nombre de maraca.”
El parentesco con el Cipotegato me parece ineludible y el hecho de que Gutiérrez de Alba encuentre exótica esta costumbre también habla claro de la desaparición de esta práctica en la península. Por otra parte, Matachín, no es sino un personaje más de los espectáculos callejeros en los que concurría junto a Arlequín y Polichinela, lo que nos confirmaría el parentesco latino de la costumbre. El Matachín, en Italia, representaba a un personaje estrambótico, vestido de manera ridícula y que, empuñando una espada, se hacía el valentón. El término matachín puede referir a un matamoros, si bien otras fuentes los asocian al término árabe motawaddjih (singular) o motawaddjihîn (en plural): ‘personas mascadas’, lo que haría referencia al enmascaramiento del rostro, habiendo saltimbanquis como estos aún hoy en Marruecos, Argelia o Túnez, tal y como se indica en Carnavales y Nación, Estudios sobre Brasil, Colombia, Costa Rica, Cuba y Venezuela, coordinado por Marcos González Pérez.
Así que, y si me permiten recapitular nuevamente, creo que tenemos motivos para plantearnos que el Cipotegato tuviera un inicio o una transformación en los días de la reconquista. Si fuera una costumbre que celebrara la expulsión musulmana, el Cipotegato podría estar resemblando un motawaddjih o un bailarín gnawa, quien habría sufrido la pérdida y sustitución de su nombre por otro sin reminiscencias árabes. En cuanto al traje, igualmente, habría mutado a lo largo de los tiempos, adecuando su imagen primigenia —ya desprovista de significado— por la imagen más popularmente conocida de un arlequín.
No obstante, cabe la posibilidad que la fiesta del Cipotegato se trate de una costumbre que nos fuera traída con la reconquista por poblaciones provenientes de otros territorios y que, por tanto, se trate de la deformación de una bufonada en la que Matachín sufre un escarmiento a sus bravuconerías.
Por último, aún nos restaría considerar si pudiera tratarse de una costumbre anterior y, en tal caso, si se trata de una costumbre árabe adaptada a los nuevos tiempos de la cristiandad o si pudiera proceder de una costumbre incluso previaque, al no haber sido olvidada del todo, se retomara pasada la dominación musulmana. En cuanto a lo que se refiere al primer caso, y con la impedimenta de no leer el francés ni el árabe, no he sido capaz de encontrar pistas por las que andar ese camino, más allá de las similitudes ya nombradas. Por lo que respecta a la segunda opción, existen diversas costumbres romanas compatibles —de alguna manera— con una mascarada que pudieran ser germen milenario del Cipotegato. Perfectamente podría tratarse de una aberración de las fiestas Lupercales romanas o de las Oscoforias, que celebraban la vendimia, aunque considero prácticamente imposible que podamos encontrar los datos de época romana que pudieran atestiguar estas celebraciones en Turiaso.
También son conocidas las muchas leyendas que corren acerca de las incursiones vikingas Ebro arriba, como la documentada en el año 859 que relata la expedición liderada por los hermanos Hastein y Björn Ragnarsson que, camino del saqueo de Pamplona, remontaron el Ebro navegando a través de Zaragoza y Tudela. Si nos ponemos especulativos, podríamos recordar que la diosa Freyja posee una capa hecha de plumas de halcón, que le da la habilidad de cambiar a la forma de cualquier ave, y volar entre los mundos. Freyja —diosa que comparten los pueblos germánicos y que ha dado origen al Friday inglés y al Freitag alemán— frecuentemente conduce un carro de guerra tirado por un par de grandes gatos, pero, nuevamente, no se encontraría ningún sustrato en el que enraizar un improbable origen germánico en esta costumbre, a pesar de que no es imposible que esta diosa haya podido pasar por la península con las invasiones bárbaras.
Como bien me apuntara Carlos González Sanz, gran conocedor del folklore y la tradición, hay que considerar otras tradiciones como el ajusticiamiento ritual que en Torralba del Río (Navarra) se hace de Juan Lobo (o Juan Moro). En este sentido, González Sanz me recuerda que estos moros de nuestro folklore no son árabes ni turcos sino gnomos, duendes, hombres salvajes que representarían a los habitantes primigenios o aborígenes del espacio que se ha civilizado con posterioridad. Bastaría con mirar las múltiples representaciones del “Wilder Mann” que aún pueblan desde Irlanda, los Alpes o los Balcanes para considerar este parentesco. En este caso el moro ajusticiado —o expulsado, en el caso de Tarazona— representaría al hombre salvaje —un ser mitad hombre y mitad bestia del que el “oso de paja” de Whittlesea podría ser otro ejemplo—. Ese ser salvaje y mitológico del folklor es una presencia a la que hay que echar de nuestro ámbito civilizado, alejándolo de nuestro espacio, pues también encarnaría los males, la enfermedad, la plaga… Esta posibilidad encajaría bien con el nombre y aspecto bárbaro del antiguo Cascamorras y es una acepción que se considera como más probable a la hora de interpretar el significado de los Morris Dances, bailes británicos que vivieron ajenos a los conflictos con los pueblos árabes, lo que podría emparentar al Cipotegato con costumbres celtas, como ya les anticipaba. (Bajo estas líneas se observan una foto reciente de los citados bailarines británicos en la actualidad y en 1930, así como una imagen del Straw bear festival de Whittlesea, todas ellas en Gran Bretaña).
Por tanto, el origen del Cipotegato sigue abierto a la especulación y al estudio, si bien creo que se podría convenir al menos en que es una costumbre que se retoma o comienza tras la reconquista, que se significa (o resignifica) cristianamente —dado que se celebra el día de San Atilano— y su personaje principal habría evolucionado tanto en nombre como en aspecto. Su aspecto original o, al menos, durante un periodo debió guardar similitudes con los matachines que exportamos a América con semejanzas a los Morris Dances y a los protogonistas de otras celebraciones, como las Zarramacadas de Mecerreyes) o con vestimentas más rudas como las del antiguo Cascamorras o Juan el Moro, aunque hoy en día se ha arlequinado y su nombre, que probablemente estuvo relacionado con alguna analogía a estos matamoros o cascamoros —moros que bien pudieran ser duendes, como ya hemos justificado—, fue renombrado por la columna a la que asciende en el ritual de su huida. Por último, en cuanto a sus atributos, creo que también se podría afirmar que, a diferencia de otros de sus parientes, el Cipotegato ya no porta la vejiga de gato con la que, en otros tiempos, debió de repeler los ataques de la muchedumbre. No he podido encontrar ninguna evidencia ni pista que puedan llevar más allá esta costumbre que, desde luego no se puede asociar a Hércules ni a su lucha contra las aves del lago Estífalo, aunque hubiese sido, la verdad, una opción cuya exploración hubiese resultado muy entretenida. Mi apuesta, les repito, es que se trata de una costumbre que hunde su raíz en la cultura celta y, por tanto, anterior a la dominación árabe, aunque no me veo en disposición de demostrarlo sino con estos parentescos citados.
Se trate de una grulla encarnando a Deméter o personifique a un hombre en busca de expiación, sea un rito de recreación de la expulsión morisca, un clamor suplicante de cosechas fecundas o una expulsión del mal, desde estas páginas deseamos que un próximo 27 de agosto, a las 12 del mediodía, un enmascarado de reminiscencias celtíberas recorra las calles de Tarazona escapando del tumulto, para encaramarse en lo alto de una columna y saludar al júbilo general con el que se celebrará el comienzo de las fiestas patronales, desde donde nos observarán cientos, tal vez, miles de años de historia.
Ricardo Díez Pellejero (Bilbao, 1971).
Es autor de los libros Stromboli (Editorial Braulio Casares, nº 18 de la Colección Drume-Negrita. Zaragoza, enero de 1999), El viajero en la Tormenta (Lola Editorial-Colección Libros de Berna, nº 10, Zaragoza, diciembre de 2001), El cielo del sol mecido (Olifante ediciones de poesía, Zaragoza, junio de 2007), Pornai en el Hostal Roma (Los libros del Gato Negro, abril 2019) y MICTLÁN, (Odas a la muerte) (Olifante, n°100 de la colección Papeles de Trasmoz. 2020). Sus poemas aparecen recogidos en las obras colectivas Archipiélago de voces (Universidad de Zaragoza, 1991), Los borbones en pelota (Olifante ediciones de poesía, 2014), Parnaso 2.0: Un mar de labrantíos / Antología de poesía aragonesa del siglo XXI(Gobierno de Aragón, 2016) y Amantes (Olifante ediciones de poesía, 2017).
Es colaborador de Heraldo de Aragón en sus secciones de «Opinión» y «Cultura». Es director de la revista literaria Imán, editada por la Asociación Aragonesa de Escritores, enla que ha sido responsable de los dosieres «Uruguay S. XXI», «Palabras que huyen del Papel», «México S. XXI», «Antología de jóvenes poetas aragoneses, Aragón S. XXI», «Bulgaria S. XXI», «Dossier Especial Fernando Aínsa» y «Colombia S. XXI».
Ha sido traducido al inglés, al serbio y al búlgaro.