separadorPor Juan Domínguez Lasierra

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Mi querido amigo Miguel Ángel Yusta me propone participar en el homenaje que Imán rinde al poeta Mariano Esquillor, recientemente fallecido, lo que le agradezco mucho, por ser para Imán y por ser para mi admirado y querido Mariano. Pero lo que también me propone es escribir sobre la influencia de la obra de Esquillor en Aragón y su permanencia. Lo que me hace dudar de que Miguel Ángel Yusta sea tan amigo mío como supongo, porque la encomienda que me lanza parece estar elegida con alevosía. Al menos yo me siento incapaz de tal hazaña.

Mariano Esquillor fue, es, un poeta único, singular, genuino, un poeta que podríamos decir de un modo esencial que no viene de nada, de nadie, que nace casi por generación espontánea y se desarrolla huérfano de padres en el mundo de la poesía. Seres así, de una poesía en el tiempo que está fuera del tiempo, que vuelan en una galaxia propia, difícilmente encuentran el caldo de cultivo necesario para crear satélites, para procrear poéticamente. Y ello porque la poesía en el tiempo está poblada de cultivadores cuyos carnets de identidad están perfectamente documentados, es hija de su circunstancia, de su espacio, cuyas influencias, parentescos, familiaridades, filiaciones se definen con perfecta nitidez. Poetas en el tiempo hay muchos, poetas sin tiempo muy pocos, los iluminados como Esquillor que nació a la poesía casi ágrafo y tuvo que aprender, diccionario en mano, a saber interpretar las palabras que, sin embargo, bullían torrencialmente en su interior. Como en un cierto paraíso personal, Esquillor tuvo que poner nombre a las cosas y, una vez nombradas, ese flujo interior se desbordó en miles de poemas, huérfanos de antecedentes y de elusiva descendencia.

En su necrológica escribí:

“No sé si llevado de su humildad, sin duda aprendida en los duros años de su fatigada vida, Mariano Esquillor (1919) era un ser que pretendía pasar inadvertido, casi invisible, voluntariamente anónimo, y lo hubiera conseguido de no mediar una pasión que bullía más allá de su propia conciencia, casi al margen de su voluntad, de su natural modestia.

Solo la poesía, su desbordante pasión poética, larvada durante años por su imposibilidad de expresarla, logró sacarlo de su inadvertencia, de su ensimismamiento, de su timidez, de su isla perdida. Fue esa pasión larvada, necesitada de hacerse crisálida, sustancia corpórea, la que le llevó a relacionarse con las palabras, a entenderlas, a hacerlas propias y poder darles el sentido que necesitaba el poeta para ponerles el rostro que las identificase con las que le urgían en su interior. El espejo de la poesía le devolvió ese rostro.

Mariano fue un iluminado de la poesía, un lírico en estado de gracia, como si las musas lo hubieran elegido para ser el portador del fuego sagrado, bebedor del agua castaliana, un Hermes de las palabras, un demiurgo de la belleza, de las luces y las sombras que la belleza esconde, de la esperanza y el dolor. Lo confesaba a veces el poeta, cuando la confianza superaba su modestia, en la intimidad de una conversación amistosa: oigo voces que me dictan los versos (aquellas visitas a nuestra casa, con Ana María velando por tu fragilidad, aceptando con emoción el regalo de tus dibujos, otra expresión de tu sensibilidad, de tu necesidad de romper ese silencio que te era tan fiel).

Lo decía así, lo de las voces, con la sencillez y la verdad que le caracterizaban, y había que creerlo, porque Esquillor aspiraba a ser solo poeta y ninguna otra cosa de este mundo le interesaba. “Oh alegría terrestre. Inquieta sigues contemplando, con tu cabellera de cantos nocturnos, la raza que mantenga tu aliento trasplantado por ardientes rostros de belleza. Descendiste de los vientos que sólo amor traían”. ¿Qué necesitaba del mundo quien cantaba así, quien proclamaba: “Mis ojos siguen buscando el secreto navío de Dios?”.

 

Solo la poesía rompía su silencio, su quietud, su sosiego, solo su imperioso veneno poético negaba su humildad, la voluntad de ser anónimo. Y con qué urgencia aceptaste el mandato de las musas: no dabas tregua a sus voces, como un enfebrecimiento que te obligaba incluso a escribir a escondidas, porque a Fanny, esa herida de tu alma, le dolía tu pasión, tal vez le tuviera incluso celos.

En mis “cisnes” escribí de ti:

“un caso sorprendente de poeta-obrero que supo desde el andamio elevarse a las estrellas, desde casi el agrafismo darle a las palabras una musicalidad de virtuoso, una densidad de demiurgo. Su largo e insólito itinerario personal, lo hace un poeta tardío, que no se descubriría hasta los años setenta”. En realidad no fuiste un poeta tardío, el tiempo en la verdadera poesía llega cuando tiene que llegar. Cuando las voces lo mandan.

Onírico, utópico, sensorial, imaginista, surrealista, ácrata, visionario, místico sin duda…, demasiadas formas de encarcelar lo que no puede enmarcarse, el agua de mar que se nos escapa de los dedos, el misterio de lo poético, el enigma de la iluminación. “Descendiste de los vientos que sólo amor traían”. Pues eso, poeta iluminado, la gracia que sí quiso darte el cielo”.

 

Pero mi amigo-enemigo Yusta me propone hablar de su influencia en Aragón, de la permanencia de su poesía.

¿Influencia? Los poetas en el tiempo, por muy de su tiempo que sean, por más que sean coto de analistas capaces de extraer filiaciones de la orfandad más absoluta, y de inventarles abuelos, padres y aún tíos claramente espurios, o por más que su mimetismo sea evidente con alguna de esa parentela, siempre se escapan de las entomologías y, a veces, la música inaprensible, el rumor de alguna fronda, el aire que nos acaricia se posa en la página en blanco. Y esa música, ese rumor, ese aire que acaricia puede venir, por qué no, de aquel poeta que leímos, fuera del tiempo, sobrevolador del tiempo, al que nunca identificaremos, le pondremos nombre, o apellidos, porque su carnet de identidad no habrá sido debidamente registrado en la oficina de la burocracia poética. Este sería Esquillor. Y ni siquiera creamos al propio poeta cuando aduce magisterios. Lo hará forzado por la necesidad que otros sienten de situarlo en el tiempo, por la inevitable querencia de una paternidad ausente. La savia de la poesía de Esquillor estaba en su sangre, o en esas voces que decía escuchar. Machado afirmó que la poesía era “palabra en el tiempo”, ¿pero qué tiempo? El tiempo, ahora lo sabemos, es un valor personal. También afirmó el gran poeta que poesía eran “unas pocas palabras verdaderas”. ¿Pero dónde está la verdad? Tal vez en las espinas de una pasión…

Mariano Esquillor es como una isla perdida en un océano, una estrella sin nombre en el ancho cosmos. Sólo quienes lo lean con pasión, sin prejuicios, sin orejeras que busquen filiaciones que nos permitan situarlo en el mapa, en el océano, o en el cosmos de los grandes telescopios, podrá encontrarlo. Estoy seguro de que el poeta huérfano, iluminado, visionario, dejará su huella, pero eso sí, difícilmente rastreable por los husmeadores, porque estará marcada por sonidos, rumores, vientos…, iluminaciones que si no han sido encarnadas nuevamente no serán genuinas, repetirán una vez más el vicioso círculo de lo imitado, la proliferante saga de las clonaciones.

¿Permanencia? ¿Qué hay de permanente en el mundo poético sino lo que imponen los cánones? ¿Y dónde encontrar uno, uno solo, para un poeta como Esquillor, si los rompe todos? Su permanencia… En las voces del viento, en el rumor de las frondas, en el palpitar de las estrellas…

Mariano Esquillor

 

 

 


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