Emilio Quintanilla Buey

LA SALAMANDRA DEL BOSQUE DE BOMARZO

Emilio Quintanilla Buey

En la fronda sombría, durmiendo un sueño pétreo,

una porción de tiempo está paralizada.

Allí nos acercamos solamente los locos

obedientes al grito callado de una fábula.

Por una celosía de ramas caprichosas

se filtra una luz tenue, difusa, tamizada,

y un cortejo de duendes que nunca han sido vistos

hace crujir las hojas secas con sus pisadas.

No es fácil el acceso. Un penoso sendero

que obstruyen las ortigas, los cardos y las zarzas,

se empeña en impedirme que llegue a ese recóndito

lugar que sin embargo siento que me reclama.

Voy allí cuando quiero asomarme al olvido.

Voy allí cuando siento necesidad de nada.

Voy allí con frecuencia, aunque al llegar se junte

la sangre con el polvo que llevo en las sandalias.

 

No tengo la fe mística que mueve al peregrino

ni persigo indulgencias. Me espera a la llegada

una desconcertante filigrana escultórica

recubierta de musgo, en ruinas, mutilada,

donde un dragón combate a muerte con dos perros.

Son éstos los que tienen la batalla ganada:

el dragón se retuerce mordido por el cuello

y una hiedra adventicia, curiosa, se encarama

queriendo ver de cerca la agonía del monstruo.

Bajo los combatientes, ajena a lo que pasa

pero formando parte de la misma utopía,

completando el conjunto, una serpiente alada

tiene la boca abierta; una boca que en tiempos

vomitaría bellas melodías de agua,

pero que hoy sólo sirve de eventual escondrijo

a una despreocupada y ociosa salamandra.

.

Esa es la razón última que me pone en camino.

Me tiene sin cuidado la lucha encarnizada

entre dragón y perros. Voy a ver otra cosa:

el prodigio que busco no tiene que ver nada

con la inquietante escena que talló un visionario

hace ya cinco siglos. Mi historia es más cercana.

Tan pronto como llego y recobro el aliento,

y me imbuyo del clima que ese lugar contagia,

y siento la incorpórea presencia de los duendes,

busco un tronco abatido y me siento a esperarla.

Y allí me quedo, quieto, con los brazos cruzados,

sin otro movimiento que el que hacen mis pestañas

hasta que al fin la oigo remover la floresta.

Llega desde el arroyo cercano, donde pasa

las horas de la noche y enseguida se sube

a la hórrida escultura: es una salamandra.

 

Es en ese momento cuando comienza el rito.

Yo llevo en mi mochila una casete, un Walkman,

y un poco de ginebra en una cantimplora.

Me pongo auriculares, para no molestarla,

y mientras ella repta por el vestigio muerto

yo escucho en carne viva “Recuerdos de la Alhambra”

bebiendo poco a poco sorbos de exantropía

(la ginebra es tan solo nostalgia destilada).

El momento es muy fuerte: la guitarra de Yepes

desgranando las notas más sentidas de Tárrega,

yo, cantimplora en mano, tratando trago a trago

de deshacer el nudo que tengo en la garganta,

y un escenario insólito: en un bosque kafkiano,

frente a un dragón, dos perros y una serpiente alada,

yo me encuentro, y me pierdo, y me encuentro, y me pierdo…

con la mirada puesta en esa salamandra.

 

Finalmente perdido, retrocedo en el tiempo

hasta el Renacimiento. Hay una niebla blanca

en torno a la escultura, que se perfila entera,

nueva, limpia, sonoros sus caños en cascada.

Yo, con un jubón verde y un laúd en las manos,

siento la madreselva moverse a mis espaldas

y un hombre se detiene a mi lado sin verme.

Respira fatigado, y tiene la mirada

electrizante y líquida, como un escalofrío.

Su temblor, su cojera, su espalda deformada…

Es Pier Francesco Orsini, el duque de Bomarzo.

Ha mirado un instante el conjunto que acaba

de esculpir el artista, pero enseguida pone

sus ojos en lo mismo que a mí me fascinaba

cinco siglos más tarde: sobre la piedra inerte,

la osada, la caliente, la viva salamandra.

 

Ver una salamandra no es nada extraordinario.

Las hay, sin ir más lejos, al lado de mi casa.

¿Merecían la pena los riesgos del camino?

Merecían la pena, porque es la circunstancia

lo que le da al momento su belleza y su embrujo.

Encontrar en Bomarzo, entre ruinas de fábula,

un pequeño ser vivo que late y que respira,

y que vive y que muere donde le da la gana,

que sestea en la boca de una serpiente mítica

o hace de los testículos de un perro su solana

ignorando el arcano secular que transgrede,

es lo que le da al cuadro toda su fuerza plástica.

Pero ha de ser en ese onírico escenario.

El escenario importa. Cuando María Callas

andaba por la calle, no hechizaba a la gente;

la hechizaba en escena, interpretando un aria.


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