No ha pasado el de las siete rosas?
—No, y ya men cansé de esperarlo. ¿Cómo sigue mi nana?
—Muy mal, pero muy mal: el hipo no la deja y la carne se le está enfriando…
Las dos sombras que así hablaban desaparecieron en la tiniebla del cañaveral una tras otras. Era verano. El río corría despacio.
—¿Y qué dijo el curandero…?
—Que mañana volverá al rancho.
—¿A qué?
—A que uno de nosotros beba el peyotle para averiguar quien tiene embrujada a mi nana y ver lo que se hace, porque el hipo, dice, no es enfermedad sino hechizo, hechizo de grillo.
—Lo beberés vos.
—Sigún. Más mejor sería que lo bebiera Calistro que es el hermano mayor. Mesmo tal vez lo mande el curandero.
—Se puede… Y si llegamos a saber quien embrujó a mi nana…
—Calláte mejor…
***
Apenas se oían en el cañaveral las palabras de las dos sombras que hablaban al atisbo del venado de las siete rosas. A veces sólo se oía el viento. Un respirar delgado de serafín. Sobre los remansos del río en forma de nido, los follajes empollaban huevos de oro. El cielo era azuloso, caliente, sin dentaduras de nubes, con comba de hamaca más allá del canto de las ranas. Los tapa-caminos volaban aturdidos a ras de suelo: pájaros con alas de tuza, mazorcas con alas de pájaro.
—Para mi que el curandero sería mejor que volviera esta noche, y que Calistro beba el peyotle para ansina saber luego quien embrujó a mi nana. ¡Vos andáte a la casa y yo voy horita por él! Hay que saberlo hoy mesmo, no vamos a estar atenidos a que sane cuando matemos el venado de las siete rosas.
—Y si por un casual llegamos a saber quien embrujó a mi nana…
—Calláte mejor…
Las dos sombras se apartaron al salir de la tiniebla del cañaveral. Una resbaló hacia abajo pie con pie por la margen del río, dejaba en la arena las huellas de sus plantas como cicatrices, y más a prisa que un conejo, la otra trepó por entre dos cerritos.
***
—Es menester un fuego de árboles vivos, antes que beba Calistro el peyotle, para esclarecer la cara de la noche y saber donde están las cosas de la vida —dijo el curandero.
Cinco sombras salieron en busca de leña verde. Se oyó su lucha con los árboles. Las ramas resistían, pero la noche era la noche, las manos de los hombres eran las manos de los hombres, resistían con desmayo de mujeres amenazadas y se entregaban con las hojas húmedas de rocío.
Las sombras volvieron del bosque con los brazos cargados de desgajamientos.
Y se encendió la hoguera que pedía el curandero, con árboles vivos. Este decía:
—Aquí esta noche. Aquí este fuego. Aquí nosotros. Y el gallo allá con el coral, del color del coral; allá con las avispas, del color de las avispas; allá con la laguna, del color de la laguna; en la cueva de la tierra roja, donde duerme la serpiente verde: la que da las milpas, la que da los sueños, la que da los buenos y los malos humores, los humores hediondos, la que da la vida que nosotros veremos aquí con este fuego que nos empresta ojos, ojos de miradenoche.
¡Aquí esta noche! ¡Aquí este fuego!
Y repitiendo la oración en voz baja, hablaba como si matase liendres con los dientes, volvió al rancho y en la sombra preparó el peyotle en un guacal, mitad de una calabaza.
—Pero antes que lo beba, que se haga otro fuego en el rancho —dijo el curandero.
Así se hizo. Cada sombra robó una rama encendida a la hoguera que en descampado azotaba el viento.
Calistro parecía en la oscuridad un lagarto que se hubiese puesto de pies al lado de la enferma. Dos arrugas en la frente estrecha, tres pelos en el bigote, los dientes magníficos, blancos, largos, y muchos granos en la cara.
La enferma, entre tujas y ponchos, se sacudía de arriba abajo cada vez que estiraba y soltaba el elástico del hipo.
—Hasta meter las narices en el guacal —advertía el curandero a Calistro.
Los hermanos seguían la escena en silencio, uno junto a otro, con ojos desconfiados.
Al concluir de beber el peyotle, Calistro se limpió la boca con los dedos, vió a sus hermanos con miedo y se hizo a la pared de cañas. Lloraba.
Fuera se extinguió el fuego. El curandero corría a la puerta, alargaba los brazos hacia la noche impenetrable y volvía a pasar las manos con polvo de estrellas sobre el tapexco donde la enferma estiraba y soltaba rítmicamente el elástico del hipo.
La risa de Calistro interrumpió el ir y venir del curandero. Le chisporroteaba entre los dientes. Pronto dejó de reirse y de quejido en quejido arrastróse como buscando dónde vomitar los ojos. Los hermanos esperaban que hablara, inclinados sobre él, que, tendido por tierra, parecía soñar, ver lo que pasa en el otro mundo.
—¿Calistro, quién embrujó a mi nana?
—¡Calistro, decínos, pues quién embrujó a mi nana de embrujo de grillo!
—¡Calistro! ¡Calistro!
Mientras tanto, la enferma estiraba y soltaba el elástico del hipo, entre las tujas y los ponchos, flacuchenta, atormentada, sacudiendo con ella todas las cañas del rancho.
Aquel habló a instancias del curandero:
—Mi nana fué maleada por los Zacatón, y para curarla es necesidad cortarles la cabeza a todos esos.
Y dicho esto quedóse dormido.
Los hermanos volvieron a ver al curandero y sin esperar otra razón, escaparon del rancho blandiendo los machetes. Eran cinco. El curandero se acurrucó en la puerta del rancho, bañado por los grillos, mil pequeños hipos que respondían, fuera, al hipo de la enferma.
Por la tiniebla del cañaveral, las sombras corrían. Eran cinco, y las cinco pugnaban por abrirse campo; desaparecían y aparecían entre las cañas, para salir adelante, para ganarse una a otra el primer puesto. El río corría despacio. Era verano. Olía la noche a piñas dulces.
Por una callecita de hierba desembocaron los cinco, al salir del cañaveral, hacia un bosquecillo. Ladrido de perros vigilantes. Aullidos de perros que ven llegar la muerte. Gritos humanos. Silencio. En un santiamén cinco machetes separaron ocho cabezas. Las manos de las víctimas intentaban lo imposible en la sombra por desasirse de la muerte, de la pesadilla horrible que los arrastraba fuera de las camas, ya casi con la cabeza separada del tronco, sintiendo que el cuerpo se les dormía con otro sueño que el sueño en que reposaban cuando el asalto. Las hojas filudas daban en las cabezas como cocos. Los perros fueron reculando hacia la noche, hacia el silencio, desperdigados, aullantes…
***
Cañaveral de nuevo.
—¿Cuántas veces traés vos?
—Dos…
Una mano ensangrentada hasta el puño levantó dos cabezas juntas. Las caras desfiguradas por los machetazos no parecían caras humanas.
—Yo traigo la cabeza de una mujer…
De dos trenzas colgaba el cráneo de una mujer joven. El que la traía daba con ella en el suelo, arrastrándola por el cañaveral, golpeándola en las piedras.
—Yo traigo la cabeza de un anciano… Ansina debe ser porque no pesa.
De otra mano colgaba la cabeza de un niño, pequeñita y deforme como una anona, con su cofia de trapo duro y bordados ordinarios de hilo rojo.
Ya estaba amaneciendo. El agua corría despacio.
Cuando llegaron al rancho, el curandero esperaba con los ojos abiertos en la oscuridad, la enferma estiraba y soltaba el elástico del hipo, y Calistro, todavía borracho, se arrastraba de un lado a otro, riéndose y vomitando. Sobre ocho piedras, a la orilla del fuego alimentado por nuevas ramas, se pusieron las cabezas de los Zacatón. Las llamas se alargaron, se escurrieron de miedo, mantuviéronse un momento en alto, luego se agazaparon como tigres dorados. Un repentino lengüetazo de oro alcanzó dos caras — el anciano y el niño —, chamuscándole a aquel las barbas, el bigote, las cejas, las pestañas, y a éste la cofia ensangrentada. De otro lado, otra llama, una llama recién nacida, chamuscó las trenzas de la mujer. Y así hasta que el día fué apagando la hoguera sin consumirla. El fuego tomó color tierno, vegetal, de flor que sale del capullo. De los rostros humanos quedaron las calaveras negruzcas como jarros ahumados.
El curandero se hizo pagar un buey por el prodigio. A la enferma se le fué el hipo — un grillo que los Zacatón le habían metido por el ombligo entre el pecho y la barriga, para matarla — al ver a sus hijos entrar con ocho cabezas humanas, desfiguradas por las heridas, que después pusieron en rueda — hasta aquí vió ella —sobre ocho piedras junto al fuego.
***
—¿No ha pasado el de las siete rosas?
—No, y ya men cansé de esperarlo. ¿Cómo sigue Calistro?
—Mi nana lo llevó onde el curandero. ¡Ahí está que perdió el sentido!
—Sí, y anda como loco, ya lo vide yo.
—Dice que lo ven los ojos de ocho cabezas, no responde cuando le habla mi nana y llora como si le dolieran los dientes.
—¿Y el curandero qué dijo?
—Que no tiene remedio, que tal vez con el venado de las siete rosas.
Hace un mes que Calistro ronda la casa del curandero. Va desnudo, con los cabellos en desorden y las manos crispadas. No come, no duerme. Ha enflaquecido. Ahora parece de caña. Se le cuentan los huesos. Se defiende de las moscas que lo persiguen con dificultad y le enfurece la comezón de los piojos.
***
***
—¿No ha pasado el de las siete rosas?
—¡Cómo que no, mirálo, estoy sentado en él!
—Calistro mató al curandero!
—¿Qué decís?
—¡Que Calistro mató al curandero!
—¿Cómo?
—No sé; de la quebrada subió con el cadáver desnudo arrastrándolo de una pata.
—No fué Calistro…
—¿Cómo que no fué Calistro?
—¡Lo maté yo!
—¿Desde aquí? No. Vos matarías al venado de las siete rosas, pero al curandero lo mató Calistro.
—Así parece, pero no es así. El curandero y el venado eran la misma persona, yo disparé contra el venado de las siete rosas sin saberlo, y aquí cayó éste, y allá cayó el curandero.
—Ahora me explico… Sí, y por eso nos decía, cuando nanita estaba con el mal del grillo, que solo la podía curar el venado de las siete rosas, es decir él.
—Pobre…
Las dos sombras que así hablaban se juntaron más. Una de ellas, tomó en brazos el venado muerto y, seguida de la otra, internóse en la tiniebla del cañaveral.
Miguel Ángel Asturias