Carlos Manzano

En un instante

Carlos Manzano

En un instante, la vida entera se nos puede caer de entre las manos. Tantos inviernos de deshielo, tantas nevadas repetidas con una regularidad pasmosa, tanto blanco nuclear frente a la ventana. O lo que es lo mismo: tanta vida vivida. O sin vivir, qué más da eso ahora. ¿Cómo había sido? Dos pitidos en el teléfono móvil, ese flamante smartphone que, a pesar de las reticencias iniciales, había aceptado comprar ante la insistencia de su hijo Daniel. «Así siempre estarás conectado. Si te pasa algo allá tan solo, tan aislado…». Pero es que era eso, exactamente eso, lo que Héctor pretendía: perder todo contacto, romper los hilos, pasar página. La mejor manera —o eso pensaba entonces— de olvidar.
Dos pitidos. Como si fuera una clave secreta que solo los iniciados conocen. Dos pitidos y un mensaje: «Han ingresado a Fermín en el hospital. Un derrame». Bien escrito, sin abreviaturas ni errores ortográficos. En eso, Daniel siempre ha sido ejemplar. Buen carácter, un más que aceptable rendimiento escolar, la carrera completada a curso por año, ninguna de esas rebeldías absurdas en que tanto les gusta enredarse a los adolescentes de hoy en día. Pocos padres pueden presumir de eso. Él sí; Héctor tiene motivos de sobra para sentirse orgulloso de su hijo. Aunque eso no lo es todo, claro que no, hay más cosas en la vida. Mejores y peores, de toda clase y condición. O como a él le gusta decir: de todo pelaje.
Sin embargo, Héctor detesta rebuscar en el pasado. No porque no tenga motivos para vanagloriarse de ciertos episodios remotos, sino porque casi siempre regresa al mismo. Es como un polo magnético que atrae toda idea y todo pensamiento. Imposible resistirse. Y él no quiere volver a caer por enésima vez en el mismo pozo. Por eso no puede dejar de acudir al hospital.
El coche arranca a la primera, a pesar de la helada que ha caído por la noche. Es un coche viejo, aunque Héctor no tiene la menor queja de él: siempre le ha respondido a la perfección, lo que no se puede decir de todas las personas que conoce. A veces la gente decepciona, a veces la gente te defrauda. Su coche, por ejemplo, nunca tendrá miedo; si él pisa el acelerador y lo lanza contra un bloque de piedra a doscientos por hora, la máquina se empotrará contra la roca sin que importen los daños que pueda sufrir. Las máquinas son así: inmunes al pánico. Absolutamente fieles.
Las carreteras están en buen estado, son transitables. Ha nevado bastante estos días, pero las máquinas quitanieves han hecho correctamente su trabajo. Las quitanieves tampoco se achantan ante una carretera impracticable. Están para eso, han sido diseñadas para desplazar hacia el arcén la nieve acumulada en la calzada. Es todo lo que necesitan hacer y lo hacen a la perfección. No se les puede pedir más.
Apenas hay coches circulando a estas horas, al menos en la dirección que él va. Quiere llegar al hospital cuanto antes, por si acaso. Un derrame. El mensaje no decía más. También podía haber llamado a Daniel para pedirle más detalles, pero ha preferido no preguntar. Las resoluciones que se toman de repente es mejor llevarlas a cabo en ese mismo instante. El tiempo adormece los impulsos, domestica las ansias. Y además conoce bien a Daniel, siempre viendo el lado peligroso de la vida: espérate, dónde vas a ir con las carreteras en este estado, es peligroso, por la tarde te recojo yo. Había hecho bien en salir sin avisar. Hay cosas que es mejor hacer por uno mismo. Todo lo demás es perder el tiempo.
Fue un día como hoy, más o menos. Había salido el sol después de una semana de intensas nevadas. Héctor llevaba sufriendo la nieve desde niño, ya no podía impresionarle: para él la nieve solo significaba trabajo extra, problemas e inconvenientes. Pero su nieta Irene era todavía una niña; para ella, habituada a los inviernos asépticos de la ciudad, la nieve poseía una envoltura mágica que la cautivaba. ¿Cómo no sentirse fascinada por su aspecto dúctil, leve, frágil, tan seductor? Fue así como ocurrió, o como debió de ocurrir. La atracción de lo novedoso, el magnetismo de lo inexplorado, de lo que nos parece puro e inmaculado, la animaron a salir afuera. Fermín, el hermano de Héctor, estaba con ella, no había motivo para preocuparse. Es bueno confiarse a los más próximos, no hay razón para pensar que, llegado el momento, puedan faltar a sus obligaciones y fallarte. Pero Irene se aproximó sola al río helado. Y se aproximó demasiado. Fermín o no pudo o no quiso o no le apeteció acercarse con ella, llevarla de la mano hasta la orilla y mirarse ambos en el delicado espejo que se había formado sobre las aguas. Pero la capa de hielo era demasiado frágil, y los pequeños pies de Irene bastaron para quebrar su escasa consistencia. Un grito desesperado, que nadie pudo oír más que él, más que el medroso y pusilánime Fermín, rasgó el silencio hermético de la mañana. Fueron tan solo unos segundos, unos segundos en los que aún había tiempo de correr y lanzarse a las aguas heladas y rescatarla del fondo. Pero Fermín o no pudo o no quiso o no le apeteció. Tuvo miedo, dijo. Pánico. Un pavor paralizante: él no sabía nadar. Si se iba tras ella, morirían ambos; si se arrojaba al agua —gélida, glacial, congeladora—, ninguno de los dos sobreviviría. Solo supo gritar, pedir auxilio, rogar a dios que la sacase de allí. Cuando Héctor llegó, ya demasiado tarde, solo pudo rescatar su cuerpo inerte y lacio, sin restos de vida. Ya no había nada que hacer. Todo estaba irremisiblemente perdido.
¿Cuánto ha pasado desde entonces? Da lo mismo. Una eternidad, en cualquier caso. Fermín salió ese mismo día de su casa para no regresar nunca más. Héctor lo echó de sus tierras sin ningún miramiento, igual que se expulsa a las alimañas de los establos, a patadas, sin la menor contemplación. Pese a sus explicaciones confusas y llorosas, pese a la intercesión de su hijo Daniel, a la postre el padre de la hermosa y desdichada Irene, Héctor se negó en redondo a aceptar que la terrible cobardía de su hermano hubiera llevado a la pequeña a una muerte tan injusta. Era solo un río, no las fauces ardientes de un volcán. Él sí se arrojó a sus aguas y la sacó de allí, aunque ya muerta. Demasiado tarde. Fermín, en cambio, todavía hubiera podido rescatarla con vida.
Tantos años han pasado ya sin dirigirse una sola palabra, sin saber el uno del otro, sin conocer el más mínimo detalle acerca de sus vidas… Salvo este escueto mensaje de Daniel que todavía brilla en su teléfono móvil, la oscuridad más absoluta había caído sobre la existencia de Fermín. Al menos en lo que a Héctor respecta.
Si se da prisa, tal vez aún esté a tiempo de encontrarlo con vida. Desconoce si estará consciente, si conservará el dominio de sus actos, si todavía será posible intercambiar unas pocas palabras, las que no se han dicho en tantos años de separación, las que Héctor siempre le ha negado. Por eso quiere llegar cuanto antes, mirarlo a la cara, que se miren el uno al otro. Tantos años de ignorancia mutua… Necesita correr, necesita tragarse los kilómetros con la voracidad con que un lobo arrasa con todo un rebaño. Necesita verlo antes de que sea demasiado tarde.
Tercera planta. Habitación 305. A Héctor le falta el aliento, el corazón le late a velocidades inusuales, pero por fin está ahí, frente su hermano Fermín, tantos años después. Él enseguida lo reconoce; Héctor lo nota en la fijeza de sus ojos, en su mirada sorprendida, atónita, desconcertada. Está con él una sobrina común. Héctor le pide que los deje solos. Ella accede porque sabe, como saben todos, de su sempiterna desavenencia, y ni el más despiadado aceptaría erigirse en impedimento de una reconciliación tanto tiempo añorada. Fermín no puede hablar porque una máscara de oxígeno se lo impide. A Héctor las palabras no le llegan con facilidad a los labios. Es un momento tenso, difícil. Ninguno de los dos está acostumbrado a esta clase de componendas; no son hombres proclives a contemporizar. Quizá, piensa Héctor, las palabras estén de más, como lo está casi todo lo accesorio. Quizá lo único que cuente sean los hechos, las acciones, los gestos. La fuerza inapelable de un instante.
Saca la navaja que siempre lleva en el bolsillo y sin prisa, podría decirse incluso que con cierta parsimonia, le rebana el pescuezo. La sangre, roja y caliente, sale con fuerza de su garganta, tiñendo el inmaculado blanco de las sábanas. Fermín ni siquiera grita; le faltan fuerzas, o ganas, o simplemente voluntad. Es muy posible incluso que supiera, nada más ver a su hermano aparecer por la puerta, lo que iba a suceder.
Cuando Héctor sale de la habitación, todos se fijan en las manchas de sangre que impregnan las mangas de su camisa. Pero eso a él le da igual. Ni siquiera lleva la navaja en la mano; la ha dejado tirada encima de la cama, a la vista de todos. Puede que ni siquiera le permitan llegar hasta la puerta de la calle. Es lo mismo; no tiene intención de resistirse. Pero lo que hubiera sido terrible, imperdonable, injustificable, es que Fermín hubiese dejado este mundo sin pagar por lo que hizo. O, mejor dicho, por lo que no hizo.

Carlos Manzano
Zaragoza (España), 1965. Ha publicado las novelas Fósforos en manos de unos niños (Septem Ediciones, 2005); Vivir para nada (Mira Editores, 2007); Sombras de lo cotidiano (Mira Editores, 2008); Lo que fue de nosotros (Ediciones Nuevos Rumbos, 2011); Paisajes en la memoria (La Fragua del Trovador, 2015); Monstruos amaestrados (Ediciones Alfeizar, 2017); y La azarosa y enigmática vida de Idaira Badiero (La Fragua del Trovador, 2018); así como los libros de relatos Estrategias de supervivencia (Ediciones Certeza, 2013) y Lánguidos sueños (La Fragua del Trovador, 2016). Ha participado en varios libros colectivos. Fue coordinador de la revista electrónica de literatura Narrativas. Página web: www.carlosmanzano.net


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