Belén Gonzalvo
Tercer Premio del VII Concurso Literario organizado por la Delegación de Estudiantes de la UNED de Calatayud (2013).
EN LA CAFETERÍA
Julio, como todos los días, bajó a desayunar a la cafetería de debajo de su casa. Era un lugar tranquilo, donde tomar un café y un croissant, leer el periódico del día, si nadie se te había adelantado, y afrontar los innumerables problemas que su trabajo como jefe de ventas le surgían como por arte de magia. O como setas; elijan ustedes lo que más les guste, según se inclinen por lo maravilloso o inexplicable, o por el estómago. En fin, hay que ver, con lo fácil que parece vender cerveza y la que se puede liar en un segundo para compaginar los pedidos con las previsiones de la fábrica. Parecen matrimonio, de esos que están todo el día discutiendo pero que, claro, no pueden vivir el uno sin el otro.
Pero Julio era un ejecutivo de los de verdad, un hombre de negocios y números, y hacía fácil lo difícil. Hablaba con el uno y con el otro, dejaba de llevar allí, regalaba algo allá y, ¡zas!, solucionado. Y, además, todos contentos. Sobre todo, él, que se sentía estupendamente cuando en su empresa le reconocían su trabajo y sus logros con una buena comisión. Con la última, se había dado el capricho de comprarse una televisión en 3D con dos pares de gafas; uno para él y el otro, ya se vería. Podría cambiar de dueña a menudo, dependiendo de cómo se comportaran los diferentes y numerosos ligues que se llevaba a su piso de soltero.
Estaba Julio apurando las migajas que el croissant había dejado en su plato, cuando entraron por la puerta dos jovencitas charlando y que estaban, realmente, muy buenas. La conversación le llegó nítidamente a sus oídos.
—¡Ay! ¡Melpi! ¡Cómo te pones por nada! Siempre estás dándole vueltas a lo malo sin parar. No te cansas nunca, ¿verdad?
La muchacha que había hablado llevaba un pantalón corto vaquero y un trozo de tela azul, a lo que podría llamarse camiseta de tirantes. Era morena, con el pelo corto, y sus ojos oscuros podrían marear a cualquier varón que osase adentrarse en ellos.
—¡Claro! Y sin embargo tú, Tali, no paras de buscarle la broma a las cosas. ¡Como si todo fuera tan sencillo! ¿No te das cuenta de que se puede liar una gorda?
La joven que hablaba entonces usaba unos tacones que alargaban más aún, si cabe, sus piernas de vértigo, cubiertas a duras penas por una faldita de color verde. También llevaba otra mini camiseta, esa vez negra, que contrastaba con su larga cabellera rubia y sus ojos azules.
Julio se dio cuenta de que había dejado su boca abierta. No podía dejar de mirarlas. Se sentía fuertemente atraído y había algo que le decía en su interior que tenía que hablar con ellas. Y, sin pensarlo dos veces, se acercó a la mesa que habían elegido para desayunar, al lado de la ventana. A través del cristal se podían ver coches aparcados y alguna que otra persona con paso apresurado; la ciudad comenzaba a despertarse.
—Buenos días, señoritas. Son nuevas por este barrio, ¿verdad? ¿Puedo invitarles a un café?
—Buenos días, mo… caballero. Pues sí, muy amable. Yo quiero un café con leche. ¿Y tú, Melpi? ¿Quieres otro? Que sean dos cafés con leche, gracias.
La muchacha morena miraba a Julio con esos ojos enormes mientras sonreía y ante semejante visión, el duro hombre de negocios y de ligues sintió que comenzaba a perder el control. Se veía, por primera vez en su vida, sin saber qué hacer ni cómo seguir. El ruido de la puerta al cerrarse le hizo volver a la realidad.
—Por supuesto. Voy a la barra a pedir. Enseguida vuelvo.
Se dirigió hacia el camarero casi sin poder mover sus piernas que temblaban como hojas.
—Jesús, ponme tres cafés con leche. Yo mismo los llevaré a la mesa.
—Vaya, vaya, Julio. ¿No es muy temprano para ligar? Y con dos, nada más y nada menos.
—Calla, calla, que no sé qué voy a hacer. ¿Has visto qué pibones? Voy a llamar al trabajo para que no me esperen.
—¡Qué suerte la tuya, macho! Te puedes coger un día cuando te apetece, a pesar de los líos que llevas en el curro –Jesús, además de camarero, era confidente y amigo de Julio. Se conocían desde hacía tiempo, desde que abrió la cafetería, y llegaron a ser algo más que dueño y cliente.
—Bueno, ya sabes que puedo enmendar tranquilamente lo que haya pasado. Con unas llamadas y unos regalos, los asuntos se arreglan en un pis pas. ¡Y no me digas que la ocasión lo merece! Además, hay algo que me atrae… no puedo explicarlo –la voz de Julio sonaba diferente a otras veces como cuando hablaba de sus “novias”.
Jesús se lo quedó mirando fijamente y, extrañado, pensó en qué era lo que le podía pasar por la cabeza a su amigo. No recordaba haberle oído nunca hablar con ese matiz. Le fue colocando los cafés en la barra y Julio los llevó a la mesa, después de haber llamado a su empresa. No era la primera vez que lo hacía para no acudir a primera hora de la mañana y, en la fábrica, sabían que respondería en su trabajo.
—¡Bien! Aquí están los cafecitos de las señoritas —nada más terminar la frase se dio cuenta de lo absurda que había quedado y balbuceó–. Eh, espero que os guste el café natural. ¿Queréis sacarina?
—¡Oh! Sí nos gusta el café natural y no, no queremos sacarina, gracias. ¿Están calientes, ¿verdad? —Julio iba a responderle cuando se dio cuenta de que era una pregunta retórica y que la muchacha morena seguía hablando—. Me encanta esta ciudad. Es tan… alegre; divertida…
—Extraña. La palabra que buscas es extraña —la joven rubia mantuvo un tono de voz algo triste—. Es una ciudad desquiciante. Y ya sabes que tenemos que darnos prisa para que no ocurra una desgracia. El tiempo se está acabando.
—No le hagas caso a mi amiga. Es muy pesimista y todo lo ve negro.
—Y tú, todo lo ves amarillo o naranja. Siempre bromeando. ¿Es que no te cansas nunca?
—A estas alturas, ya debería aceptarme tal cual, ¿no te parece?
Julio se sintió empujado a reconciliar a las dos muchachas.
—Señoritas, señoritas, basta de peleas y disfruten del café; es de los mejores de por aquí. ¿Están de visita o se van a quedar?
Ambas muchachas dejaron de mirarse y volvieron sus cabezas al mismo tiempo hacia Julio, sorprendidas, como si lo vieran por primera vez.
—¡Oh! Estamos de visita. Hemos venido a buscar a una amiga. Bueno, a llevárnosla a la fuerza si no quiere venir. La muy tonta se ha enamorado. ¡Enamorado de verdad! Como si fuera tan simple… Y eso no va a traer más que problemas, problemas, problemas.
—¡Melpi! ¡Cariño! A este caballero no le interesan nuestras cosas, lo vamos a aburrir.
—No tiene importancia. Por cierto, mi nombre es Julio y si puedo ayudarles en lo que sea… Pueden contar conmigo para ir a hablar con su amiga —se sorprendió a sí mismo cuando terminó la frase. ¿Desde cuándo le interesaban los problemas de la gente? A él, ¡solo le interesa la pasta! ¡Y un buen polvo! Y no había pensado en ninguna de las dos cosas cuando se ofreció a ayudarlas.
—¡Qué amable! Me llamo Talía, pero puedes llamarme Tali. Mi amiga, la pesimista, es Melpi. La verdad es que yo me lo estoy pasando muy bien, ¿sabes? Hace mucho tiempo que no bajaba, es decir, venía por estos sitios. Como decía Melpi, nuestra amiga dice que se ha enamorado de verdad, pero no puede quedarse. Tiene que venir con nosotras de vuelta a casa, porque si no lo hace… —la muchacha morena calló de pronto, como si se hubiera dado cuenta de que iba a contar algo de lo que después podría arrepentirse. Se mordió el labio inferior mientras miraba ora a Melpi ora a Julio, como si estuviera sopesando sus palabras. Siempre se estaba riendo de todo y, entonces, de pronto, dudó.
Julio, sorprendido por la turbación de la joven, sintió que debía ir hasta el final.
—No importa lo que pueda ocurrir. Decidme en qué puedo ayudar. Tengo el coche aquí cerca. Os llevo a donde me digáis.
Ambas chicas volvieron a mirarlo profundamente y Julio tuvo la extraña sensación que a partir de aquel día ya no volvería a ser el mismo.
—Muy bien, gracias. Tenemos una dirección donde poder encontrarla. ¿Vamos para allá? —Melpi fue la primera en levantarse.
Julio se acercó a la barra para pagar y Jesús le hizo un gesto de stop con la mano derecha.
—Tranquilo. A esta ronda invito yo. Ya me contarás cómo acaba todo, amigo —el camarero sonrió y le guiñó un ojo, mientras Julio se dirigió hacia la puerta, sin temblar.
Al salir a la calle, los tres sintieron los tímidos rayos del sol acariciándoles. El día prometía calidez. Las llaves del coche ya estaban en las manos de su propietario que caminaba pensativo mientras ambas jóvenes hablaban en voz baja. No le interesaba su conversación; no sabía por qué estaba actuando así y se extrañaba de no pensar en ellas como en mujeres de una noche. “¿Me estaré haciendo viejo?”, pensó.
EN EL PISO
Encontraron un sitio estupendo para aparcar, cerca de la dirección que poseían las dos muchachas como referencia para encontrar a su amiga. Julio echó el freno de mano con decisión y apagó el motor de BMW azul.
—Hemos llegado. ¿Os acompaño arriba? —estaba, de nuevo, asombrado de sí mismo.
—Pues ya que lo dices, sí. Serías de gran ayuda aportando tu punto de vista —Talía le miraba con sus profundos ojos negros de nuevo y el joven, como si fuera lo más natural del mundo acompañarlas, como si se conocieran de toda la vida, cerró la puerta del coche con el mando a distancia y subió con ellas hasta un tercer piso sin ascensor.
El pasillo era estrecho y saltaba a la vista que necesitaba una mano de cemento y pintura; había una grieta importante cerca de la puerta donde se pararon. Con un suspiro, acompañado de un gesto de angustia, Melpi tocó el timbre. Talía le guiñó un ojo y Julio le sonrió.
—¡Allá vamos!
La puerta se abrió y en el dintel apareció otra joven que parecía ser hermana de las otras dos; esa vez, en versión pelirroja. Y era tan despampanante como ellas. El sencillo vestido azul que llevaba le quedaba realmente espectacular.
—Habéis tardado en encontrarme —su voz era cálida y dulce—. Vuestro viaje no va a servir de nada esta vez. Voy a quedarme aquí. Ya lo he decidido. Ni vosotras ni todo el Olimpo junto me lo vais a impedir. Me ha cansado ya de fechas, fechas, fechas. Peleas y más peleas. Con Pablo soy feliz y no tengo que estar preocupada por si se miente o no. ¡Y mira que mienten! —la joven pelirroja estaba a punto de llorar. Estaba realmente disgustada y triste.
—Venga, Clío. Entremos dentro para hablar. Aquí, en el pasillo, no se está cómodo, precisamente. Vaya lugar que has encontrado, hija —Talía comenzaba a llevar el peso de la conversación.
Entraron en un salón que contrastaba sorprendentemente con el exterior. Era muy acogedor. Por toda la habitación se veían velas encendidas y un suave olor a vainilla se extendía por toda la casa. Daban ganas de quedarse. Unas fotos en blanco y negro que colgaban de la pared mostraban a la muchacha pelirroja en diferentes lugares de la ciudad e irradiaba una inmensa felicidad.
Julio se sentó en el sofá siguiendo la indicación que Clío le hizo con la mano, mientras las tres chicas permanecían de pie, mirándose sin hablar. Talía rompió el silencio.
—Bueno. Queremos un café con leche. ¿Tú quieres, Julio? Clío los hace con espuma y a tres colores. ¡Vaya! Estás estupenda en esta foto. Es el río, ¿verdad? Me encanta este río.
—A ti, te encanta todo, Talía. Voy a la cocina —Clío suspiró profundamente y salió de la habitación. Las otras dos jóvenes se sentaron en el sofá con Julio, que no había hablado desde que cerró el coche. Su cabeza estaba hecha un lío y comenzó a sospechar algo que, por extraño, descartaba. Y una pregunta quería asomar a sus labios, pero volvía a esconderse. No se atrevía a expresar sus pensamientos en voz alta. Si no fuera cierta su hipótesis, las tres muchachas le tomarían por loco o, quizás, peor aún, por esotérico. Y él siempre se había reído de los que creían en leyendas y astros. En su lugar, aparecían otras preguntas: ¿Cuántos años tenéis? ¿Lleváis mucho tiempo aquí? ¿De dónde sois? ¿Por qué es tan peligroso que vuestra amiga se quede aquí? Su cabeza estaba a punto de estallar y su cara reflejaba la angustia y la lucha de su interior. Melpi había dejado de mirar la puerta por la que Clío había salido y se dio cuenta del desconcierto que se estaba apoderando del hombre.
—¿Te encuentras bien, Julio?
Antes de que pudiera contestar, Talía le regala una de sus profundas miradas, acompañadas de una preciosa sonrisa.
—Me parece, cariño, que está empezando a preguntarse quiénes somos. Y por sus gestos, yo diría que tiene una idea que le está preocupando bastante. ¿Me equivoco?
—Pues, eh… no, no te equivocas —la voz de Julio titubeaba.
Nunca se había visto en una situación tan delicada. Y había tenido que solucionar imposibles. Las preguntas se agolpaban en su cabeza y no se decidía. Clío entró con una bandeja que depositó con suavidad en la mesa del centro de la habitación. Se había vuelto a hacer el silencio, pero no pesaba. Talía volvió a tomar la palabra.
—Julio, ¿qué quieres saber de nosotras?
Las tres estaban mirando hacia él y siguió dudando. Tenía que encontrar la pregunta adecuada.
—¿Sois griegas?
La carcajada de Talía sonó alegre y contagiosa. Melpi abrió la boca con cara de asombro y Clío torció los labios en una media sonrisa que mezclaba ironía y conocimiento.
—¡Vaya! ¿Has llegado tú solo a esa conclusión? —la muchacha pelirroja parecía divertirse con los nervios y las dudas de Julio.
—La respuesta a tu pregunta es sí —Melpi llevaba mucho tiempo callada y quería solucionarlo todo con rapidez. La angustia seguía en su cara—. Pero ahora eso no es lo importante, sino la cuestión que nos ha traido hasta aquí. Clío, ¿ya te has dado cuenta de que tienes que volver? ¿Qué todas nosotras tenemos que volver? Tu aventura terrenal está durando más de lo previsto y puede ser trágico.
Julio ya no pudo aguantar más y, excitado, se levantó del sofá y se echó las manos a la cabeza. Comenzó a hablar y fue señalando con el brazo extendido a cada una de ellas.
—Tú eres la tragedia, ¿verdad? Melpómene. Sí, la tragedia. Y tú, Talía, eres la comedia. Por eso siempre te estás riendo de todo. Y, y, y tú. Tú, Clío, eres la historia. Por eso has dicho lo de las fechas y las mentiras. Estoy totalmente de acuerdo contigo. Los que escriben la historia se pasan muchas veces de listos. Es eso de que la escriben los vencedores, ¿no? Y les tienes que inspirar la verdad. ¡Ah! Ya está. Eso y loco, loco. Esto no puede ser. No existen las musas. No. Es solo mitología y, no existe Zeus. No…
Julio no pudo terminar de hablar, si es que quería decir algo más, porque un terrible estruendo, un trueno, se oyó en la calle. Como si comenzara a llover. Pero no llovía.
—Ya estamos. Le has hecho enfadar y ahora vendrá en persona a buscarnos —dijo Talía.
—No, no vendrá. Ya dijo que no volvería a presentarse en el mundo de los hombres —dijo Clío.
—¡Ay! No sé. Cuando se enfada, se enfada mucho —dijo Melpómene.
Las tres chicas miraron a Julio que se había quedado quieto y asustado, esperando algo. Se hizo de nuevo el silencio.
—Al grano. Clío, recoge tus cosas. Ya te has divertido bastante. Le dejas una nota con un “adiós, me marcho” al muchacho, como hemos hecho otras veces, y nos vamos —Melpi hablaba muy en serio.
—Esta vez es importante, amigas. Me quedo. Este siglo es perfecto y Pablo es perfecto —Clío hablaba muy en serio.
—No, cariño. Lo sabes. No podemos quedarnos más tiempo. El mundo podría destruirse sin nosotras, sin inspiración. Tenemos que volver —Talía hablaba muy en serio.
—¡Estoy con tres de las musas! ¡Esto es increíble y fantástico! —Julio exclamaba muy, muy emocionado.
Talía volvió su cabeza hacia él, se levantó del sofá y acercándose. El hombre la miró volvió a ver esa profunda mirada suya.
—Dime, Julio. Contesta a mi pregunta. ¿Qué crees que puede pasar si Clío se queda a vivir su historia de amor para siempre y no regresa con nosotras?
—Pues no sé. Estáis las otras musas, ¿no? Podéis seguir inspirando. Os… repartís el trabajo, quizás por días de la semana, por semanas o algo así —Julio empezó a hablar como ejecutivo y su cabeza le decía que vaya momento para pensar en el trabajo. Era demasiado mecánico. “Solo trabajo y juerga sin sentido. ¡Eh! ¿Eso lo he pensado yo?”. Estaba en medio de una aventura, de algo mágico y se estaba echando una reprimenda. Definitivamente, estaba comenzando a volverse loco. “¿Y si me pellizco? A lo mejor es un sueño; no, una pesadilla y todavía no he despertado. No, pesadilla, no. Estas tres mujeres son de sueño, no de horrores. ¡Ah! Se me va la cabeza”.
—Mmm. Buena idea. Pero eso que dices, tu solución, puede ser válido aquí. Cuando alguien no va a trabajar, los humanos repartís el trabajo entre los demás, pero al final se contrata a otra persona, ¿no? —Julio llegó a tiempo a la disertación de Melpi desde sus pensamientos.
—Cierto. Las empresas organizan los puestos de trabajo y deben contar con el número adecuado de personas.
—Por otra parte, también está la cuestión de la especialización; ¿verdad, Julio? Un ingeniero no puede hacer el trabajo de un médico ni un escritor puede hacer el trabajo de un electricista. Busca los ejemplos que quieras —al terminar la frase Melpi aprovechó para beber de la taza.
—Eh… pues no, claro. Dependiendo del trabajo, se necesitan conocimientos y experiencia. Pero, ser musa es… ser musa, ¿no? No podéis contar con otra, ¿verdad? —Julio se dio cuenta de la realidad.
Clío respondió la duda planteada por el joven.
—Llevamos haciendo este “trabajo” desde hace siglos. No hay nadie que pudiera sustituirme; ni tan siquiera por un breve espacio de tiempo. Mientras estamos aquí, nosotras tres, los mortales a los que inspiramos no pueden trabajar. Y sin escritos, el hombre deja de ser hombre. No progresa, no investiga, no crea. No se hace más humano. Volveríais a ser animales irracionales –Clío suspiró profundamente.
Miró a Talía que le sonreía. Miró a Melpi que la había fruncido el ceño y los labios mientras movía su cabeza. Y miró finalmente a Julio que no sabía qué hacer en ese momento. Tras un breve silencio, la joven pelirroja volvió a hablar.
—Vosotras ganáis. Vuelvo. Voy a escribir la nota y a recoger mis cosas.
Talía gritó de felicidad y Melpi suspiró.
—Por fin… Venga, date prisa, no vaya a ser que venga ese chico y él no tiene que saber nada, porque si se entera…
—¡Puede ser una tragedia! —Talía y Clío terminaron la frase al unísono antes de Melpi lo hiciera.
INESPERADOS
La nota ya estaba escrita y Clío había recogido su ropa en una pequeña maleta. Cerró la puerta tras ella y suspiró profundamente. Los cuatro bajaron las escaleras en silencio. Incluso Talía estaba triste.
—¿Sabes, Julio? Yo también he tenido que irme sin despedida, sin explicaciones. Es duro no poder decir a la persona que amas que no puede ser para siempre, que la responsabilidad pesa sobre todo lo demás.
—Pero, entonces, ¿no podéis tener una vida normal? —y justo al terminar la frase, Julio se dio cuenta de que las tres muchachas no eran lo que se dice “normales”.
—Los humanos sois afortunados —Clío había tomado la palabra—. Podéis elegir el trabajo, la pareja, vuestras aficiones. Aunque muchos de vosotros no os dais cuenta de vuestras posibilidades. Tenéis toda una vida de elecciones.
—Y vosotras, ¿no podéis elegir? —otra montaña de preguntas se agolpaba en la mente de Julio.
—No. Podemos venir de vez en cuando, viajar por ahí, enamorarnos de alguien, tener una aventura. Erato es la que más lejos ha llegado. Estuvo con un escritor famoso. Pero no somos de este mundo y no nos podemos quedar —Melpi calló y se quedó pensativa.
—Y yo, ¿por qué estoy aquí con vosotras? ¿Por qué me habéis dejado venir y enterarme? —Julio se había dado cuenta de este hecho y no sabía dónde podía acabar. Comenzaba a temerse lo peor.
Talía sonrió.
—Necesitábamos un, digamos, chófer.
Clío la interrumpió.
—A veces, el destino se cruza con las elecciones.
—No te preocupes. Nosotras nos iremos y tú te quedarás. ¿Quién iba a creer tu historia? Incluso puedes escribirla. Es una auténtica tragedia. Amar y perder —Melpi se había permitido una breve sonrisa y miró a Julio con cariño y continuó con su charla.
—No es así como se hace llegar ideas. Pocas veces tenemos contacto directo con el mortal al que inspiramos.
—Sí. Tendrías que conocer a Tánatos. Puede contactar con todos los humanos —Talia sonreía con sorna ante la cara de Julio—. ¡Uy! Tú sí que le conocerás.
Su risa era contagiosa y Julio se dejó contagiar.
—Espero que sea un día muy lejano. ¿A dónde os llevo ahora? —llevaba las llaves del coche en la mano.
—Ya no tienes que preocuparte por nosotras. Nos despedimos aquí —Talía se acercó. Las tres muchachas le miraron con una preciosa sonrisa.
—Me parece que yo también voy a perder algo. Os echaré de menos a las tres.
—C’est la vie! —Talía le dio un beso en cada mejilla. Melpi y Clío lo saludaron con la mano y comenzaron a alejarse. Talía les alcanzó con paso apresurado y Julio se marchó pensativo en la dirección opuesta hacia el coche.
Decidió acudir a la cafetería a tomar otro café. Las últimas horas habían sido intensas y necesitaba poner los hechos en su sitio. Por primera vez en su vida, se daba cuenta de muchas cosas. Eso de las oportunidades le había calado hondo. Poder elegir. ¿Qué había elegido él?: el dinero y los polvos; sin duda alguna.
Aparcó el coche y se acercó despacio. “Siempre voy deprisa. No tengo tiempo para otras cosas que son importantes. Ellas, las musas, bajan cada cierto tiempo a la tierra para correr aventuras; para sentirse vivas. Y lo consiguen. Sin embargo, yo voy como en una maratón. Una mujer detrás de otra, sin disfrutar, sin conocerse. Ellas conocen su responsabilidad, más allá de las decisiones. ¿Y yo? Yo sólo conozco mi cuenta bancaria y mi libido”.
Entró en la cafetería. A esas horas del día la ocupaban casi en su totalidad amas de casa charlando en las mesas y ejecutivos de las empresas y de los bancos de alrededor, en la barra. Jesús dejó el cortado de un cliente, junto con un pincho de tortilla, y al levantar la vista vio a su amigo que se dirigía hacia él.
—¿Dónde están tus ligues? ¿Ya se han marchado?
Julio sonrió con afecto y le pidió a su amigo un café.
—No vas a creerte lo que me ha pasado todo este tiempo.
—¿Por qué no empiezas desde el principio? Soy el primero que piensa que la realidad supera la ficción.
—He aprendido muchas cosas, Jesús. A partir de ahora, me voy a tomar las cosas con más calma. Quiero “sentar la cabeza”.
—Vaya, amigo. Eres otro. ¡Oh! Disculpa; los clientes.
Jesús se dirigió hacia un grupo de mujeres que se había levantado y quería pagar la cuenta. Julio observó al grupo un breve instante y desvió su mirada a la puerta, cuyo ruido al abrirse le había llamado la atención. Acababa de entrar una joven morena que, en cierto modo, le recordó a Talía. Sus miradas se cruzaron por un segundo. No era la musa, pero había algo que le atraía y, quién sabe, a lo mejor se acercaba y tenía la oportunidad de hablar con ella. Pero no quería que fuera como antes: aquí te pillo, aquí te mato. Quería conocerla, hacerse amigo suyo, compartir un par de películas o un concierto, y el tiempo diría. La joven se sentó a su lado en la barra y esperó a que le atendieran. Volvió su cabeza hacia donde estaba Julio y sonrió.
—¿Qué me recomiendas con el café, churros o croissant?
Un hombre de mediana edad irrumpió con cierto estrépito en la cafetería cargado con un maletín en una mano y un libro bastante pesado en la otra. En su rostro y en su aspecto se podían leer sabiduría y dedicación.
—Jesús, rápido. Ponme un café con churros. Voy a sentarme en una mesa de la ventana. Ya ha vuelto la inspiración. Después de un tiempo sin saber qué hacer ni dónde investigar, me ha venido de pronto una idea novedosa y muy prometedora sobre el trabajo que te comenté sobre Julio César. ¡Va a ser todo un descubrimiento!
Los clientes de la cafetería dejaron de mirar al hombre del maletín, que se había sentado y esparcido varias hojas. Jesús le llevó la comanda y sonrió, de vuelta ya, a Julio.
—Es profesor de Historia en la universidad. Nunca le había visto emocionarse de esta manera. Ayer mismo, estaba desesperado porque no sabía cómo seguir en ese trabajo que estaba haciendo. Y hoy, fíjate.
Julio recordó lo que Melpómene le había comentado: “¿Quién iba a creerte?”.
Otro cliente, ya mayor, con una poblada barba blanca, miró a Julio, miró a la muchacha y les dijo:
—A veces, el destino se cruza con las decisiones.
Y antes de que Julio pudiera contestar, el anciano salió de la cafetería mientras un trueno sonó en el cielo. No llovía.