Revista Imán Número 20 Camino DíazLa luna seguía mis pasos como un perro faldero, con su redondez, su luz blancay su ánimo fantasmal. Radiante, más que ninguna otra noche, me espiaba desde el único recoveco que quedaba entre dos edificios.
Atisbé el portal que me obsesionaba y que no conocía hasta hacía unas semanas desde el cristal del coche, parapetado tras mi propia cobardía.
Sabiéndome observado y espiado desde la lejanía, me sentía incómodo y molesto, como si una conspiración contra mí mismo se cerniera sobre mí. Otra vez había sucedido. Había cogido el coche en estado sonámbulo, tarareando una melodía suave y desconocida cercana al blues, y mis pies y mis manos habían marcado un destino inédito pero certero. Me había detenido ante el destartalado edificio, había encendido un cigarrillo, que lo llevaba escondido encima del parasol del coche, y la había observado debajo de su ventana, deshaciéndose lentamente de la ropa y de sus artificios. Ese instante me pertenecía y una paradójica sensación de haber desabrochado su vergüenza en otro tiempo revoloteaba por mis recuerdos nebulosos, a la vez que un súbito rubor subía por mi pecho ante lo inexplorado.
Pronto, el disfrute se convertía en incomprensión. No entendía qué demonios hacía allí parado mirando a una mujer extraña a través de una ventana. Una mujer joven, entrados los cuarenta, con el pelo color castaño que formaba ondulaciones conforme iba cayendo por la espalda. En aquellos momentos parecía una diosa, mi diosa, tal vez una Venus de Botticelli, con unos bucles diabólicos, imantados, espolvoreados de una radiante luz que me atrapaba desde la distancia.
Había encendido el cigarro como si fuese la última vez que iba a aspirar el humo. Aquella bola etérea gris corría hacia mi garganta con la urgencia del que sabía que le perseguían, para quedarse allí quieta por un instante, con el único fin de saciar mis inquietudes.
Sumido en tontos y volátiles pensamientos había transcurrido la noche con el único objetivo de verla salir del portalen el amanecer frío y anaranjado de la gran ciudad.
Siempre sucedía de la misma manera. El aire se comprimía en el pecho y una sutil punzada avisaba de que aquello no era un síntoma de alegría, sino más bien el síntoma de la tristeza total. Mi instinto necesitaba echarse a correr hasta su oído y gritar en un susurro esclarecedor que todo iba a ir bien porque yo estaba allí con ella. Pero en lugar de eso, seguía pegado al asiento de mi coche mientras aquel rostro, que apenas miraba unos segundos, corría hacia la parada del metro con cierto aire de nostalgia.
Después del disparo de indiferencia, agotado y extenuado, volvía a mi vida de siempre. Esa vida que siempre había estado allí y que tan solo hacía unos meses había comenzado a serme absurda.
La operación a la que me había sometido tiempo atrás me había devuelto a la vida pero cada noche, en el coche gélido e incómodo, en el interrogante de mis acciones, me preguntaba si a mi vida o a una vida cualquiera que no me pertenecía.
Creí volverme loco, a pesar de que mi médico insistiera en que eran síntomas secundarios de la medicación. ¿Figuraba como efecto secundario sentir amor por una desconocida?
No había de momento respuesta para esa pregunta porque nada al respecto figuraba en el prospecto.
En aquellas noches de insomnio profundo y delirante la luna fue la única testigo. Mi mujer, a la que dejé de amar de pronto, dormía convencida de que había vuelto a renacer en la misma vida que habíamos dejado suspendida tiempo atrás.
Comencé a sentirme un peregrino en todas partes; en mi casa, junto a mi mujer. Su olor no era el de siempre, ese olor instintivo que se reconoce con los ojos cerrados y que inunda el cerebro de un perfume necesario y cotidiano. Tampoco me sentía a gusto con el resto de mi mundo; mis amigos, mis vecinos, mi trabajo. Así que un buen día decidí mudarme definitivamente a aquel coche delirante. Ya no regresé a mi casa. Ya no regresé a ese mundo al que ya no pertenecía. Había dejado mi caparazón para transformarme en otra cosa que todavía estaba por desarrollarse.
Pasé días metido en aquella casa ambulante y prefabricada. Desayunaba y comía en el restaurante de enfrente, como un perro de presa merodeaba el portal extraño y olisqueaba los posibles rastros de la mujer a la que amaba de un modo tan desconcertante.
Mi cuerpo se entumecía poco a poco y mi cerebro comenzó a sentir alucinaciones. Imágenes de otra vida planeaban por mi cabeza pero pronto se diluían y volaban del pensamiento sin dar tiempo a reconocer algo en ellas. Rostros extraños encajados en un puzle anárquico aparecían en los sueños.
La gente dejaba dinero en el capó del coche y se asomaban a las ventanas con curiosidad, como si fuese una bestia de circo enjaulada. La policía me exigía la documentacióny al observar mis ademanes educados y mis lógicas respuestas, conversaba conmigo hasta altas horas de la madrugada.
Me convertí en todo un homeless sin más quehacer diario que verla salir del portal y dirigirse con rápido caminar a la parada del metro.
El último día que la vi, ella volvió su rostro hacia donde yo estaba y posó sus ojos en los míos. Me miró con ese mirar intenso y dramático de las mujeres cuando algo les duele por dentro. Tras unos segundos en los que creí ser por fin un hombre de carne y hueso, volvió de nuevo sus ojos hacia su destino y desapareció.
Ese mismo día unos policías cortejaos por una ambulancia con olor a demenciame sacaron del coche con argucias sicológicas. «Está frágil y enfermo, tened cuidado» oía que decía un joven con una bata blanca al que todos obedecían con fervor. Detrás de él, casi como una aparición, creí adivinar el rostro de mi mujer.
Después de notar un pinchazo vino la oscuridad y la paz.
—Hay algo que puede suceder cuando se trata de trasplantes de corazón, de órganos en general. Se trata de la memoria sistémica—dijo el médico con sus ojos compasivos cuando recuperé la consciencia—. Hay un posible trastorno que nosotros tratamos como un shock postraumático. El corazón trasplantado y sano puede llevar en su sistema, en su ADN, la información del paciente que ha fallecido…
No daba crédito a sus absurdas palabras vacías, eran puñales afilados que despedazaban otra vez mi corazón.
En aquella fría habitación con olor a medicina supe que existía un posible trastorno psicológico que sucede a los enfermos trasplantados y que se trata con medicación. Así de simple y sencillo, con una pastilla iba a olvidar aquel amor para siempre y lo iba a borrar de mi memoria. Volvería a mi vida, a mi mujer, a mis antiguos pensamientos y nunca regresaría a mendigar una mirada suya. Aquellos ojos bellos y tristes iban a ser enterrados para siempre. Si en mi corazón prestado un amor sobrevivía contra toda lógica, iba a ser aniquilado.
—No—dije a aquel hombre vestido de blanco con pelo cano y manos firmes.
Con una sola palabra me gané el puesto en esta institución. Soy el paciente doscientos de una gris institución psiquiátrica. Me niego a tomar la pastilla que promete devolverme a una vida sin sentido, a una vida sin amor. Desde entonces escribo miles de poemaspara aquella mujer maravillosa que un día amé, sin apenas haberla conocido.

Entre sístole y diástole te amo
te transporto cada día
hacia el torrente sanguíneo,
anhelándote y reviviéndote,
alimentando a mis células de ti.
Me fui sin decirte adiós
y deje mi corazón
en un abismo de bisturís
a merced de la ciencia.
Latiendo sigo, pero encarcelado
en un cuerpo ajeno,
en una vida sin ti,
seguiré intentado gritar
que nuestro amor sobrevive
contra todo pronóstico conocido.

Camino Díaz Bello estudió Filología Hispánica en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza. Ha publicado dos novelas tituladas HIJAS DE LILITH y NO PRONUNCIARÁS EL NOMBRE DE DIOS EN VANO y varios relatos, y de vez en cuando compone poesía. Actualmente sigue escribiendo y gestando palabras que seguramente formarán novelas y relatos.


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