Alix Rubio
Relato finalista en el IV Premio Internacional Café Español de Relato Corto, noviembre 2021.
Eras el novio más guapo del mundo. Iluminabas con tu sonrisa y tu presencia la pequeña capilla donde nos casamos. Me mirabas y yo me veía en tus ojos, una novia de blanco tul y flores en el pelo que te amaría siempre. Invitados, pocos y muy allegados, los amigos que habían sido testigos de nuestra historia, amigos de toda la vida con los que habíamos compartido infancia y adolescencia y alguna que otra trastada. No se trataba de un final feliz, sino de un comienzo feliz, de darle una oportunidad a la vida y a nuestras vidas, a nuestra vida futura en común.
Fue el primer paso de nuestro camino juntos. No siempre resultó fácil. El trabajo, las preocupaciones, las oportunidades aprovechadas y las ocasiones perdidas, los hijos que deseamos y nunca llegaron, la soledad, la frustración, aquello de lo que no llegamos a hablar y los problemas a los que dimos mayor importancia de la que tenían. Nadie dijo que fuera a ser fácil, las rosas tienen espinas y la vida real se encuentra fuera de las burbujas rosadas de la imaginación. Recogimos flores y nos pinchamos con espinas. Seguimos senderos trillados y tropezamos con piedras que nos lastimaron, pero nunca nos mataron. El que iba más rápido, hacía un alto y descansaba esperando al más lento. El más lento se esforzaba por alcanzar a su compañero. Si uno caía, el otro le ofrecía su mano para que se levantara.
Así fue un año tras otro, con nuestras risas y nuestras lágrimas. Nunca me arrepentí de haberme casado contigo. Nunca me dijiste esas palabras que pregonan el vacío del corazón: “tú siempre…”, “tú nunca…” Por el contrario, nos dijimos: “gracias a ti…” No éramos perfectos, y ¿quién demonios quería ser perfecto pudiendo ser sencillamente nosotros mismos?
Un día, tus ojos dejaron de enfocar correctamente; pero tras aquellas gafas que te daban aspecto de intelectual decimonónico, seguías mirándome con la misma mirada azul en la que aún me reflejaba. Tus oídos perdieron audición y ya no eras capaz de escuchar con la misma claridad a tu adorado Chopin; pero cuando te hablaba, te volvías hacia mí y me sonreías. Cuando te empezaron a temblar las manos, no permití que te avergonzaras de derramar el café sobre tu camisa o la comida sobre el mantel. Yo seguía teniendo dos manos, dos ojos y dos oídos para prestarte cuando los necesitabas. Y otro día, de improviso, saliste del baño con terror en los ojos y dijiste que había un desconocido mirándote. Fuiste olvidando momentos y lugares. Comenzaste a vivir en un reino extraño al que yo no podía acompañarte, tan sólo estar allí cuando volvías y no recordabas nada. Te enseñaba fotografías y te contaba las historias que las acompañaban. Te decía que el desconocido del espejo eras tú mismo y no debías asustarte. No podías salir solo; incluso, poco a poco, te fuiste negando a salir de casa conmigo porque las caras te daban miedo y llorabas como un niño abandonado. Yo era tu única referencia, el único puente entre el mundo real y el de tus pesadillas.
De pronto, una tarde te acercaste a mí y, amablemente, me interpelaste:
—Señora, ¿quién es usted?
—Soy Silvia, cariño. No te asustes.
—¿Silvia? Se llama usted como mi novia. Tengo que ir a buscarla, le he comprado un anillo y hoy le pediré que se case conmigo.
Las lágrimas se agolparon en mis ojos. Me habías olvidado, pero incluso en la nada en la que vivías seguías recordándome. El vacío se fue apoderando cada vez más de ti, hasta convertirte en una sombra. Dejaste de hablar, de caminar, de comer. La muerte te sorprendió durmiendo mientras yo te velaba. Y ahora estoy aquí, delante de la sencilla tumba tras la que descansas y en la que descansaré yo cuando llegue mi turno. No sé si hay algo después de la muerte, no sé si existe el alma, o un dios o dioses. Sólo sé que me gustaría volver a encontrarte, jóvenes de nuevo. Porque lo que sentí al conocerte, lo que sentí durante todos nuestros años juntos, lo que sigo sintiendo ahora que ya no estás, es amor.