A lo largo de mi vida profesional en contacto con libros y niños, he sido maestra durante cuarenta años, me ha surgido con frecuencia esta pregunta y otras muchas más relacionadas con la literatura y su influencia en la educación o viceversa.
He leído documentados textos de expertos en pedagogía, lengua y literatura, he participado en foros, he escuchado opiniones para todos los gustos y he sacado conclusiones basadas en lo que he aprendido de ellos y en lo que me ha enseñado mi propia experiencia; lo cual no garantiza que mis reflexiones al respecto, que pretendo exponer aquí, no puedan ser discutibles y discutidas.
Me vais a permitir que emplee un tono didáctico acorde con el tema y utilice la mayéutica que aprendimos en nuestros años de estudiantes y que no ha perdido validez a la hora de inducir a la reflexión y al conocimiento. En este caso es obvio que mi interlocutor seré yo misma y trataré de responder a mis propias preguntas. Otro asunto será que el lector esté de acuerdo conmigo.
Mi andadura literaria comenzó allá por el año 1998 con un libro de cuentos, Nana Luna, resultado de mi primera cuestión: ¿Me atrevería yo a escribir para niños?
La respuesta la tenía a mi lado. Mi hijo pequeño me pedía cada noche que le contara el cuento de Los tres cerditos y no me permitía el más mínimo desliz narrativo; había de ser absolutamente fiel al texto o él se apresuraría a corregirme con su dedito acusador. Al cabo de varias semanas conseguí romper esa rutina y empecé a inventar otras historias. A fin de no correr riesgos puesto que la memoria suele ser traicionera decidí escribirlas. Y ahí empezó todo.
La literatura infantil y juvenil ha sido considerada por muchos, y durante años, como un arte menor, un “género chico”. A través del contacto directo con mis lectores he llegado a establecer ciertas premisas que han dado sentido a mi trabajo: escribir para niños es algo tan importante como escribir para adultos; supone el mismo compromiso y exige la misma calidad. Un buen libro para niños puede ser igualmente disfrutado por los adultos, sin embargo el mundo de los adultos no es igual que el de los niños; es evidente que existen intereses distintos.
La fantasía no tiene límites en el mundo infantil; una caja de cartón puede convertirse en un barco pirata o una hoja de árbol en un apetitoso bocadillo. Nada le pasa inadvertido al joven lector, todo importa, los más pequeños detalles le dan credibilidad a la historia y la hacen real; los personajes se identifican con él y lo atrapan. El lector adulto puede tener otros puntos de vista y otros objetivos. Ahora bien: ¿Qué papel desempeña del autor?
En mi opinión la literatura es fuente de placer, conocimiento y comunicación tanto para el lector como para el autor. En el proceso de la escritura, el autor crea personajes y entra en sus vidas utilizando su propia memoria y experiencia al tiempo que transmite sus ideas o filosofía. En este acto creativo, como en una reacción química, la energía desarrollada se transforma en goce.
¿Cuáles podrían ser las “reglas de oro” para conseguir una buena calidad literaria?
En primer lugar, utilizar un lenguaje claro, preciso, lógico e intuitivo que induzca a la interiorización. Alternar descripción, narración y diálogo manteniendo el tono narrativo en consonancia con la personalidad de los personajes. Cuidar las expresiones coloquiales evitando el uso de vulgaridades, el abuso de onomatopeyas y los dichos o frases hechas no adecuadas al lector. Huir, pues, tanto de la vulgaridad como del academicismo o la cursilería.
Es preciso conocer la psicología y adecuarnos a la edad del lector creando personajes que den credibilidad al relato puesto que ellos serán el centro de la acción, despertar el interés, crear intriga mediante anticipaciones y ser original. ¿Parece demasiado? Quizás, pero es necesario si queremos dotar a nuestro trabajo de la calidad que requiere.
Y surge la inevitable pregunta: ¿No usamos a veces el discurso para jóvenes desde el punto de vista de los adultos?
Al escribir deberíamos hacer nuestro propio juicio de valor y tener muy clara la adecuación al lector en el aspecto intelectual, es decir: si le resultará fácil o difícil; afectivo: si le gustará o no, y moral: si será bueno o malo. Aquí entramos en el delicado terreno de la formación y surge la duda: ¿Se debe leer para informarse y formarse o solo para disfrutar del placer de la lectura?
Hay muchos que anteponen el placer a todo lo demás. Resulta lógico pensar así porque aquello que no nos produce deleite no nos incita a seguir adelante. La escuela es el lugar donde habitualmente se comienzan a formar los hábitos lectores, pero el docente no puede olvidar su papel de educador y suele buscar obras que permitan disfrutar aprendiendo.
La experiencia nos dice que un texto informativo, un ensayo científico por ejemplo, puede resultarnos placentero si el contenido atrae nuestro interés y estimula la satisfacción por aumentar nuestros conocimientos en esa materia. Ahora bien: si el texto contiene enseñanzas de carácter filosófico y moral expresadas en un tono dogmático podemos tener la impresión de que el autor nos está sermoneando o intenta “catequizarnos” manipulando nuestro pensamiento o nuestra conciencia y como consecuencia rechazamos ese discurso.
¿Existe, pues, una “literatura de valores”?
Hay textos a los que se les ha aplicado esta etiqueta. En ellos se hace reflexionar al lector, se le dan pautas de comportamiento y se justifican actitudes e ideas que aunque sean loables como: la libertad, la paz, la tolerancia, el rechazo al machismo o la defensa de la Naturaleza no creo que sea este el objetivo de la literatura sino más bien una forma de afrontar los retos que nos plantea nuestra sociedad. Es decir: estaríamos hablando de educación o formación de la persona. Sin embargo, un texto filosófico también puede ser literario, aunque su principal objetivo sea la divulgación. Muchos de nosotros habremos leído con deleite las obras de Fernando Savater: Política para Amador, Ética para Amador y El valor de educar; ensayos en los que el filósofo y escritor afronta temas de vital importancia social como la libertad y la disciplina, la democracia, la formación moral y su relación con las drogas, el sexo y la violencia o la educación cívica.
A pesar de los esfuerzos de muchos docentes no parece que nuestras bibliotecas estén llenas de buenos y jóvenes lectores. Pero: ¿Qué significa ser un buen lector? ¿Nos estamos refiriendo a la competencia lectora o a la competencia literaria?
Diríamos que un buen lector ha de conseguir las dos competencias. La primera consiste en conocer el lenguaje escrito y aplicarlo a la comprensión; lo que incide, sin duda, en el éxito o fracaso escolar y por tanto en el éxito social. Leer bien requiere tiempo, memoria, inteligencia, sentimiento y práctica. Los hábitos lectores se fomentan en los primeros años con narraciones orales y escritas, cantinelas, retahílas y pequeños poemas. Aprendemos el lenguaje y las formas literarias de las palabras como una representación de la realidad, expresión de sentimientos, belleza y fuente de placer.
La competencia literaria, por otra parte, supone el disfrute y conocimiento de las obras que han sentado las bases de la literatura en nuestra historia: cuentos, fábulas, poesía novela, teatro; lo que además de sus beneficiosos efectos psicológicos y sentimentales sirve para aumentar nuestro bagaje cultural. Debemos desarrollar igualmente el sentido crítico que nos ayudará a ser selectivos porque no todo lo que se escribe, se publica y se lee es bueno. En las bibliotecas podemos encontrar buenos libros de lectura que no tienen entidad literaria. Es decir: ayudan a aprender técnicas lingüísticas o informan, pero no aportan deleite ni estimulan la imaginación, no hay acción, ni personajes; no se podría hablar de literatura.
Y mi siguiente pregunta viene como consecuencia de lo anterior: ¿Es la escuela el principal elemento formativo en los incipientes y futuros lectores?
Creo que está fuera de toda duda el importante papel de la escuela, pero no lo es menos el de la familia, que es el ámbito donde escuchamos los primeros cuentos, las primeras canciones y tenemos por lo tanto nuestras primeras experiencias lingüísticas y literarias.
Parece fundamental la motivación y el ejemplo, sobre todo en los primeros años de la infancia, aunque no siempre de padres buenos lectores salen hijos adictos a los libros. Existen factores psicológicos y aptitudinales que inciden en las preferencias hacia una u otra actividad. Hay quien se inclina por la lectura como hay quien prefiere el deporte, la música, la pintura, las manualidades o la tecnología. La aparición de los videojuegos a través de las consolas, tabletas y teléfonos móviles ha supuesto una dura competencia para la lectura. ¿Echaremos la culpa de esto a la tecnología o a la sociedad de consumo? No olvidemos que somos los padres quienes ponemos en manos de los niños estos aparatos cada vez a edades más tempranas.
Es indudable, por otra parte, que las obras literarias han ido ganando espacio en las aulas y bibliotecas sin embargo aún se siguen considerando, por lo general, un complemento o actividad paralela a la clase de Lengua y Literatura. Habitualmente es el profesorado quien elige las obras según su criterio teniendo en cuenta la adecuación a la edad, nivel e intereses de los lectores. Constituye una buena práctica leer previamente las obras que se recomiendan; tendremos así una idea más exacta de esa adecuación y calibraremos mejor el éxito que puedan tener. Existe, cómo no, la lectura por propia iniciativa, pero, insisto, suele ser el profesor el que propone o incluso obliga a leer determinadas obras para completar el programa de la asignatura.
Al hilo de lo expuesto: ¿Qué beneficios nos aporta la literatura para que sea considerada materia académica?
Está claro que activa el pensamiento y la reflexión recreando experiencias y potenciando la creatividad, es una herramienta lúdica, ayuda al desarrollo psicológico orientando en los conflictos con la vida real, sugiriendo ideas, respondiendo a muchos de sus porqués y transmitiendo emociones. Es evidente también que enriquece el vocabulario y la expresión dando forma oral y escrita a las ideas y siendo por lo tanto un vehículo de comunicación.
Y hay otra cuestión: ¿Es lo mismo saber literatura que tener competencia literaria?
Ser competente significa ser capaz de saber, actuar y, en el caso que nos ocupa, disfrutar de las obras literarias. Suponemos que si se tienen conocimientos de literatura, aunque sean básicos, se estará en mejores condiciones para disfrutar de ella porque existe eso que llamamos conocimiento de causa. Todo aquello que conocemos nos aporta más ocasiones de gozarlo. Siempre ponía como ejemplo a mis alumnos: “Yo no disfruto con el fútbol y soy incapaz de seguir con atención un partido porque desconozco las reglas del juego; solo entiendo cuando un jugador mete gol”.
Volviendo al tema de la formación: ¿Sigue habiendo hoy en día una literatura didáctica?
Solemos huir de lo que llamamos didactismo porque lo hemos identificado con adoctrinamiento, pero seguimos leyendo a los clásicos.
Las fábulas de Esopo, La liebre y la tortuga, La zorra y las uvas…, de Samaniego, La cigarra y la hormiga, El cuervo y el zorro… o de Iriarte, El Burro flautista, Los dos conejos, están llenas de enseñanzas; incluso terminan con una moraleja síntesis de la idea que se pretende transmitir en el texto. También el infante Don Juan Manuel en su Libro de Patronio o El conde Lucanor recrea este tipo de narraciones aleccionadoras: El cuento de doña Truhana, por ejemplo, que sirvió de inspiración a La lechera de Samaniego o El mancebo que casó con mujer brava, de la que hizo versión Shakespeare en La fierecilla domada y, ya en nuestra época, el cineasta John Ford llevó la idea básica de esta historia a la gran pantalla con El hombre tranquilo. Ninguno de esos textos estuvo destinado al público infantil, por supuesto.
El primero en escribir para niños con un claro contenido educativo es Charles Perrault. En sus Cuentos de mamá Oca, publicado en 1697, selecciona y versiona una colección de cuentos de tradición oral originariamente contados por y para adultos entre los que encontramos a Caperucita Roja o El gato con botas por citar algunos. Seguirán esta tónica los hermanos Grimm con su Cenicienta o La bella durmiente y Hans Christian Andersen con su Patito feo o La sirenita.
Todas estas obras han entrado a formar parte de nuestro imaginario colectivo y tienen una carga didáctica evidente como estimuladoras de conductas, pero también aportan diversión, descubrimiento de la realidad, reflexión, sentimiento, preexperiencia e incluso humor trasgresor como en el caso del aventurero y mentiroso Gato con botas.
¿Diríamos, entonces, que la literatura tiene un fin o bien; que existe una literatura útil?
Podemos hacer disfrutar de la lectura y podemos pretender aleccionar, adoctrinar, formar e informar Por eso solemos etiquetar una obra como social, histórica, didáctica, moral o científica. Distintos fines, evidentemente. El placer ¿no es en sí mismo un fin?
Si consideramos la literatura como arte en el lenguaje habría que pensar: ¿Cuál es la utilidad del arte? Toda forma de arte, además de servir como medio de expresión del artista emisor, debe mover el sentimiento del receptor con la estética en la forma y el interés en el contenido. El arte nunca puede dejarnos indiferentes. Según la RAE la literatura es una actividad artística que utiliza como expresión el lenguaje y se relaciona con la Gramática, la Retórica y la Poética. También el diccionario de María Moliner la define como un arte que usa como medio de expresión la palabra escrita o hablada.
Además de proporcionarnos beneficios psicológicos ligados a las emociones la literatura ayuda a comprender mejor nuestro mundo, nos hace partícipes del imaginario colectivo; esos mitos, símbolos e imágenes que hemos creado para entendernos y relacionarnos a lo largo de la Historia.
Tenemos la oportunidad de aprender el lenguaje literario y sus formas como representación de la realidad que aunque esté sometida a reglas, estas pueden ser alteradas creando mundos o situaciones fantásticas. La literatura debe asimismo afrontar los mismos retos que tiene nuestra sociedad para que tanto las acciones como los personajes se desarrollen en contextos creíbles y motivadores. Uno de estos retos sigue siendo la discriminación por sexo, raza o nacionalidad.
Durante los años 70 se comenzaron a cuestionar los estereotipos sexistas que abundaban en los libros juveniles y se desarrolló una literatura que pretendía acabar con ellos. Salieron a escena protagonistas femeninas, chicas valientes, activas y decididas.
Entre los chicos y chicas de la generación de la EGB tuvieron gran aceptación los textos de Enid Blyton sobre todo; “Los cinco”, donde el papel de los chicos, Dick y Julian, es marcadamente preponderante con respecto al de las chicas: Ana que adopta el rol femenino de cuidadora y Georgina, “George”, la prima que quiere ser como ellos y no escatima puñetazos si es necesario. El primer volumen de la saga que se publicó en 1942, “Los cinco y el tesoro de la isla”, iniciaba una colección de 21 de los que se vendieron millones de copias en todo el mundo.
Su éxito se basó en que ofrecía a los lectores un universo idílico lleno de aventuras en verdes campiñas, con bicicletas y perro. Un universo en el que los niños apenas interactuaban con los adultos salvo para descubrir a ladrones o contrabandistas y llevarlos ante la justicia. El malo siempre era descubierto. Durante décadas los jóvenes lectores quedaron atrapados en ese mundo sin apenas caer en la cuenta de que siempre los buenos, valientes y honestos eran británicos y los otros gente de piel oscura o extranjeros. Las colecciones: Torres de Malory o Santa Clara, aunque exaltaban valores como la valentía, el trabajo en equipo o el esfuerzo, están de igual modo cargadas de clasismo y sexismo. El pobre suele ser mezquino y la mujer es relegada al papel de víctima, limpiadora o cuidadora.
Parece que estas obras fueron un reflejo de la propia circunstancia de la autora que se encerró en la escritura de manera obsesiva para alejarse de su realidad. Enid era un espíritu rebelde sometido a una madre que no la valoraba. Lo cierto es que su obra consiguió conectar con millones de niños; quizás porque les permitía evadirse también a ese universo.
Hoy los jóvenes gustan de historias y emociones más fuertes, igualmente evasivas, aventuras fantásticas donde tienen cabida la magia, los universos paralelos e incluso marginales.
En las últimas décadas han aparecido propuestas de personajes femeninos que refuerzan la idea de la chica perfecta, cuerpo esbelto, largas piernas, grandes ojos de colores exóticos. Un modelo imposible que puede producir en las niñas la angustia de no ser así. Asistimos a un renacer de los libros específicos para chicas con todo esa parafernalia comercial de imágenes en cuadernos, camisetas, bolsos…e inevitablemente se nos plantea esta duda: en el afán por librar a la literatura de la influencia pedagógica, ¿no hemos caído en manos del consumismo mercantilista dándole al lector aquello que quiere o le resulta más atractivo?
La respuesta está en manos de los autores y los editores que actúan según sus prioridades: hacer una obra de calidad o ganar dinero, prestigio y fama.
Vivimos en la era de la imagen por lo que es obligado atender a la importancia que tienen las imágenes o ilustraciones en los textos.
Una imagen aporta información y ayuda a la comprensión y a la reflexión. Desde La Antigüedad las imágenes fueron el medio para hacer llegar al pueblo aquello que se consideraba que debía saber. Mediante la escultura o la pintura se representaban los mitos, las creencias religiosas, las vidas de los santos o las hazañas de los héroes y se exponían a la mirada de la gente con una clara intención didáctica. Durante el siglo XIX surgen las ilustraciones, propiamente dichas, en los libros como un complemento al texto; en ocasiones con gran valor artístico. Conservo, como oro en paño, una edición del Quijote ilustrada por Gustav Doré que había en casa de mis padres. Aquellos dibujos que recreaban las famosas aventuras del hidalgo manchego, ejercían sobre mí una fascinación absoluta cuando aún mi joven intelecto no estaba preparado para leer la inmortal obra de Cervantes; porque la ilustración mueve el sentimiento antes de que la palabra active la razón.
En literatura infantil habría que distinguir entre el álbum y el libro ilustrado. En los álbumes ilustrados prima la imagen sobre lo escrito que incluso puede no existir y se dirige en especial a los primeros años en los que todavía no hemos desarrollado la competencia lectora. En el libro, la ilustración es un elemento constructivo del texto. A veces constituye un mensaje paralelo que lo complementa o puede desarrollar otra visión del mismo. Lo importante es que induzca a la interiorización y no sea una mera copia de lo que se lee. Se pueden usar matices para subrayar una idea, anticipar una acción o hacer guiños culturales. Por ejemplo: dibujar detalles que hagan ver al lector el lugar donde se desarrolla la acción antes de que lo digan las palabras.
Si estamos hablando de la imagen no podemos olvidar esas publicaciones que casi todos hemos disfrutado de niños: los “tebeos” o historietas, hoy llamados “cómics”. ¿Se pueden considerar estas publicaciones subgéneros de la narrativa?
Yo me atrevería a incluirlos en el lenguaje visual, aunque vayan complementados, y no siempre, por texto escrito con diálogos y narrador. Son las imágenes las que relatan una historia y la secuencian hasta llegar al desenlace. Hoy se han convertido en una verdadera y exitosa industria editorial por su capacidad para llegar a todo el mundo.
Vienen a mi memoria, inevitablemente, aquellos tebeos de mi infancia que coleccionaba clasificados por temática y en orden de preferencia. El primer lugar lo ocupaban los de humor: inolvidables Pulgarcito, Jaimito, DDT, Historias del TBO con sus personajes cargados de humanidad y ternura: Carpanta, Las hermanas Gilda, Zipi y Zape, Mortadelo y Filemón, el abuelo Cebolleta, Petra, Doña Urraca… Con ellos la diversión estaba asegurada. Les seguían los de aventuras: El Capitán Trueno, El Jabato y los detectivescos: Roberto Alcázar y Pedrín; héroes patrióticos que luchaban contra el infiel o el delincuente, llevaban una buena dosis de adoctrinamiento, aunque en aquellas tiernas edades no fuéramos conscientes de ello y contaban con la oposición materna que los consideraba inapropiados para una chica. Por suerte estaban los Claro de Luna, donde se escenificaban las canciones románticas de moda. ¿Acaso estas publicaciones no suponían una manipulación de nuestros jóvenes y maleables espíritus?
Asistimos hoy, de igual modo, al fenómeno de los videojuegos que hacen que me surja una nueva pregunta: La existencia de un guión para sustentar una historia audiovisual, ¿le da a este carácter literario? Difícil respuesta, porque al igual que las narraciones escritas, las visuales tendrán ese carácter si utilizan un lenguaje que cumpla las condiciones de expresión y adecuación. Si no es así, se tratará de una obra de consumo sin más. Hemos de tener en cuenta, no obstante, sus especiales características.
Confieso que soy bastante ajena a esta forma de comunicación y he tenido que pedir asesoramiento a un experto en la materia: Gerardo, un chico de 17 años que bucea con frecuencia en este mundo, apasionante según él, de la imagen.
En los videojuegos se narran historias con mucha acción, incluso violencia, y existe una enorme variedad de temas: bélicos, deportivos, detectivescos, de misterio… Algunas de estas fabulaciones se sitúan en épocas o hechos históricos. La narración suele tener un argumento simple, se desarrolla en escenas con un prólogo o introducción y un desenlace u objetivo a alcanzar por el jugador, que adopta el papel de protagonista. Aparecen con frecuencia subtítulos para complementar los diálogos y, a veces, narración oral. El guión, si es bueno, puede poseer elementos literarios como los giros o las anticipaciones, pero la historia está sustentada por la calidad de los gráficos, imágenes y diseños que le aportan realidad. Los más innovadores proponen escenarios muy amplios donde el jugador es capaz de decidir qué hacer, eligiendo entre diversas opciones, lo que aumenta el sentido de realidad y la emoción. Concluyendo: el principal objetivo del videojuego es despertar el interés y divertir puesto que se trata de jugar.
Cuando aparecieron las películas en formato video, los pesimistas auguraron el final del cine. Por suerte el cine se ha mantenido a flote a pesar de esta competencia, aunque se hayan reducido las salas de proyección. Creo que algo así puede pasar, ojalá no me equivoque, con los videojuegos y los libros. Es verdad que estos nuevos formatos atraen a los jóvenes no solo por la novedad sino por la facilidad. Requiere más esfuerzo leer un libro que jugar con la consola o la tableta y por desgracia muchas veces nos inclinamos por la ley del mínimo esfuerzo.
Hay otro aspecto en la literatura digno de tener en cuenta por la incidencia que tiene sobre nuestro estado de ánimo: el humor.
La risa es la expresión del placer que experimentamos en presencia de determinada circunstancia. Todos sabemos que es muy distinto el sentido del humor de un niño y el de un adulto. El niño capta lo evidente, se ríe de los golpes, de lo sorpresivo, de lo disparatado porque choca con su mundo cotidiano. El adulto disfruta con los contrasentidos, la ironía, el sarcasmo, lo absurdo.
No es fácil escribir textos humorísticos para jóvenes lectores. Si se utiliza la ironía corremos el riesgo de que no se nos comprenda. La doble intención es difícil de entender hasta que no hemos alcanzado un cierto grado de madurez y no todos la alcanzamos al mismo tiempo. ¿Podríamos decir, entonces, que la literatura de humor es apropiada solo para niños inteligentes o maduros?
Dependerá del grado de dificultad del lenguaje usado tanto en su forma como en su intención. El autor habrá de tener muy en cuenta el público al que se está dirigiendo y adecuar su discurso a la edad y nivel de competencia.
Al hilo de lo dicho sobre la adecuación al lector se me ocurre que el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, que apareció como libro en 1719 (ya se había editado en revistas por entregas) no fue escrito para jóvenes pero fue considerado por Rousseau como el único libro que merecía la pena ser tratado como obra recomendable para la juventud. Aquello dio el pistoletazo de salida al género más escrito y leído de la historia de la literatura: la novela de aventuras que se convertiría más adelante en el preferido por los jóvenes. Cada autor aportará su visión del mundo y pretenderá hacer partícipe al lector de sus ideas.
Sería demasiado prolijo hacer un listado de autores y sus obras de modo que me remitiré a aquellos que dejaron su huella en mí cuando yo era una joven lectora.
Jonathan Swift, Los viajes de Gulliver (1726), hace una sátira político social de su época y se podría relacionar con la literatura fantástica. James Cooper, El último mohicano (1826), y Jack London, Colmillo blanco (1906), incorporan el imaginario del oeste americano al mundo juvenil europeo. Robert Louis Stevenson, La isla del tesoro (1883) y Emilio Salgari, Sandokan (1896) introducen las aventuras de piratas. La colonización británica de la India dará lugar a El libro de la selva (1894) de Rudyard Kipling que fue premio Nóbel en 1907. Edgar R. Burroughs con su Tarzán de los monos (1912) nos hará vivir en contacto con la naturaleza virgen de África.
Sin lugar a dudas el autor más prolífico en novelas de aventuras fue Julio Verne (1828-1905) que con su fantasía anticipó algunos inventos y medios de transporte e incluso se podría considerar precursor de la ciencia ficción. Citaré algunas de sus obras que fueron motivo de muchas horas de feliz lectura a la sombra de las parras de nuestro pequeño jardín o bajo la luz del flexo de mi escritorio mientras los libros de texto esperaban su turno: Cinco semanas en globo (1863), Viaje al centro de la Tierra (1864), De la Tierra a la Luna (1865), Los hijos del capitán Grant (1867), 20.000 leguas de viaje submarino (1870), La vuelta al mundo en 80 días (1873), La isla misteriosa (1874), Miguel Strogoff (1876), Un capitán de 15 años (1878).
Son obras que narran historias de viajes y exploraciones en lugares lejanos y exóticos con la Naturaleza como telón de fondo y el descubrimiento de culturas ancestrales en peligro de extinción, temas en boga en el s XIX. A pesar de que su autor no se planteara como objetivo enseñar a sus lectores, yo me recuerdo a mí misma con el Atlas de Geografía abierto y buscando afanosamente aquella ruta que seguían los hijos del Capitán Grant en busca de su padre o los países y lugares que va atravesando Phileas Fogg mientras intenta dar la vuelta al mundo y ganar su apuesta.
La novela de aventuras dará lugar a la novela histórica: Ivanhoe y Rob Roy de Walter Scout (!771-1832), Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo de Alejandro Dumas (1802-1870) o Robin Hood personaje legendario recreado y versionado infinidad de veces. Quizás la versión más conocida sea la de Howard Pyle (1883). En 1953 en el estado de Indiana, USA, fue considerado como propaganda comunista y eliminado de las bibliotecas.
A finales del siglo XIX las aventuras se trasladan al ámbito cotidiano con héroes infantiles como Tom Sawyer o Las aventuras de Hukleberry Finn de Mark Twain (1884) fundamentos ambas de la novela norteamericana. Surgirán historias en ambientes familiares con evidentes componentes morales como: Mujercitas de Louise May Alcott (1868) o niños víctimas de las duras condiciones de la industrialización como Oliver Twist (1838) o David Copperfield (1850) de Charles Dickens; niños huérfanos: Heidi de Johanna Spry (1881), Corazón de Edmundo D´Amicis (1886) y El maravilloso viaje de Nils Holgersson (1907) de Selma Lagerlof.
En el siglo XX las historias están protagonizadas por niños burgueses, traviesos, y aparecen las sagas o series: Travesuras de Guillermo de la autora Richmal Cromptom (1922), Emilio y los detectives de Erich Kästner (1929), Los cinco (1942) de Enid Blyton. Pippi Langstrump de la escritora sueca Astrid Lindgren (1941) fue también un fenómeno editorial por el carácter de su protagonista: una niña rebelde, independiente, fantasiosa e idealista.
Se escriben para el público infantil y juvenil libros de iniciación a la filosofía: Momo de Michael Ende (1973) o Konrad, el niño que salió de una lata de conservas de Christine Nöstlinger (1975). La novela histórica también tendrá sus versiones juveniles: Cuando Hitler robó el conejo rosa de Judith Kerr (1971) o De Victoria para Alejandro de Isabel Molina (1996).
Dentro de las últimas tendencias de la narrativa de aventuras y fantasía están las novelas de terror, misterio y fuerzas ocultas. Asistimos al auge de estas sagas que pone en entredicho aquello de “segundas partes nunca fueron buenas”. Algunas sí lo son. Por lo menos en el aspecto de hacer lectores en chicos y chicas que antes no lo eran. Ejemplo claro: el Harry Potter de J.K. Rowling, todo un fenómeno editorial que ha eclipsado prácticamente al resto de la producción de su autora.
En la biblioteca de Valentina, una adolescente de 15 años y feroz devoradora de libros, he encontrado buenos ejemplos de este tipo de literatura fantástica. Me dejo guiar por su criterio.
Reconoce la maestría de Tolkien. El Hobbit y El señor de los anillos ocupan un lugar preferente entre sus libros. Iniciamos un breve coloquio. Me pregunta: ¿Crees que si la literatura ayuda a vivir, la vida ayuda a escribir?
Sin duda: le contesto. Las terribles experiencias vividas por este autor en la primera guerra mundial: las trincheras, el barro, la metralla, los cuerpos mutilados, el paisaje desolador y ennegrecido dejaron en él una profunda huella que se materializó en las escenas y argumentos de sus libros llenos de personajes monstruosos, violentas batallas, ambientes oscuros, tétricos y tierras inhóspitas. Su pasión por los idiomas le llevó a crear nuevos lenguajes, el naffarin, basado en el español, el quenya o lenguaje de las hadas, de raíces finlandesas, o el sindarin de fonología galesa, idioma de los elfos, esos seres mitológicos con poderes sobrehumanos, inmortales, grandes artistas, aunque también sometidos a pasiones.
Mi interlocutora se declara admiradora incondicional de Rowling, conoce al dedillo todos los entresijos de la escuela Hogwarts, las andanzas de sus profesores y alumnos en ese mundo mágico y terrible de lucha contra las fuerzas del mal. Otro de sus autores favoritos es Rick Riordan y su saga de mitología, griega, romana, egipcia y nórdica: La sangre del Olimpo, La pirámide roja, El martillo de Thor... Los héroes y semidioses clásicos son situados en contextos actuales. Me recomienda leer The raven boys de Maggie Stiefvater, una saga compuesta por 4 libros. Los protagonistas son aquí un grupo de cuatro chicos y una chica, Blue, el personaje más potente. Personajes muy diversos según sus circunstancias que van evolucionando. Hay descripciones o pasajes poéticos que no desvirtúan al carácter de la narración. John Green es otro de estos autores de éxito cuya obra tiene un trasfondo romántico y a la vez filosófico y social: Bajo la misma estrella, Ciudades de papel, Buscando a Alaska en la que desarrolla con maestría el “plot twist” o giro argumental.
También hay sagas “malévolas”, me dice Valentina, que no aportan al lector nada positivo; por ejemplo: After, de Anna R. Tood, donde se romantizan relaciones tóxicas. Los adolescentes pueden llegar a creer que el amor lo justifica todo y no es así. Y no digamos la famosa saga de vampiros Crepúsculo, de Stephenie Meyer. Una historia de amor paranormal, un triángulo amoroso y, para guinda, la chica que renuncia a su mundo y a su vida para integrarse en la del chico. Todo un ejemplo de sometimiento femenino.
Es indudable que todas estas obras de narrativa donde se priorizan las emociones han sido y son un fenómeno editorial. Pero: ¿Es verdadera literatura? Dejo mi pregunta en el aire.
¿Tiene también la literatura infantil y juvenil unos parientes pobres?
Parece ser que sí. Diríamos que son: la poesía y el teatro. Y me pregunto por qué.
Puede que el problema radique en que hay menos producción y se les da a las obras menor difusión por parte de las editoriales que no consideran rentables estos géneros. No encontramos en nuestra bibliotecas escolares a demasiados autores de poesía para niños y jóvenes entre nuestros clásicos salvo las honrosas excepciones de Gloria Fuertes y algunas antologías: Lope de Vega (El congreso de ratones, o quién le pone el cascabel al gato) Rubén Darío (A Margarita, La princesa está triste) Antonio Machado (Recuerdo Infantil, La plaza tiene una torre) Federico García Lorca (Mariposa del aire, La tarara) Juan Ramón Jiménez (Cantan, Abril) Maria Elena Walsh (La vaca estudiosa) Roald Dahl, más conocido por su narrativa (Charlie y la fábrica de chocolate, Matilda…) y otros que he descubierto navegando por Internet como Carmen Gil, Mar Benegas, Graciela Repún, Esteban Valentino o Shel Silverstein. Confieso y deploro mi desconocimiento de estos últimos y de otros poetas. Me justifico al pensar que también mis trabajos publicados y no reseñados en las redes, serán desconocidos para la mayoría. Hoy es vital la comunicación on line.
La poesía ha venido soportando ciertos “sambenitos”: los ripios por un lado y las palabras rebuscadas, tan simbólicas o surrealistas a veces, que enmascaran el lenguaje dificultando la comprensión y el deleite del lector por otro; de ahí que muchos lectores opten por la narrativa.
En los primeros años de la infancia, nuestros comienzos poéticos van ligados al ritmo: canciones, retahílas… El ritmo está presente en la vida: respiramos, andamos, el corazón late, la lluvia cae, las olas baten la playa, el reloj marca el tiempo rítmicamente. La métrica y el ritmo están íntimamente unidos. Lo primero que despierta la atención infantil es la rima. Aprender pequeños poemas estimula la memoria, desarrolla el lenguaje y la imaginación, mueve los sentimientos y nos abre las puertas a la realidad.
Necesitaremos una cierta madurez para entender la estética del lenguaje al margen de la fonética. En mi opinión; hay que tener mucho cuidado con la utilización de los recursos. La belleza en poesía, como la elegancia en el vestir, no depende de la cantidad de adornos que le pongamos. El abuso de figuras retóricas puede convertir la poesía en lo que no queremos; un artificio irracional. La sencillez y la claridad son más importantes para niños y jóvenes que los efectos especiales y favorecen la expresión dando rienda suelta a los sentimientos sin trabas lingüísticas.
Es evidente que el lenguaje poético posee una mayor intencionalidad que el coloquial. La poesía deja intuir, hace reflexionar, atrae hacia la intimidad de los pensamientos; por eso requiere un mayor esfuerzo mental y es necesario adaptar el lenguaje a la psicología, edad y circunstancia del lector, de igual manera que debe hacerse con la narrativa.
Por otra parte, la realidad que nos circunda nos ofrece temas de inspiración sin límites y recursos didácticos muy variados. Solo hay que abrir los ojos, observar a nuestro alrededor y sentir. Un aguacero repentino que tamborilea en la ventana y nos distrae en la clase nos da pie para componer algo entre todos mediante “lluvia de ideas” o la lectura del “Recuerdo infantil” de Machado nos puede hacer pensar en por qué el maestro truena.
Recuerdo un pequeño poema, acompañado de un dibujo, que les dediqué hace años a mis niños y niñas de cuarto curso de Primaria. Llegaban las vacaciones de Semana Santa y yo estaba en casa con una pierna escayolada a consecuencia de una mala caída.
El árbol desde la playa
ve a un barquito navegar
y en las nubes, con el viento,
a una cometa volar.
Y les dice el arbolito:
¿Me dejaríais jugar?
(Poemas para gente que crece. Mira Editores 2011)
Les envié a clase por e-mail los deberes: memorizar el poema, colorear el dibujo y contestar a una sola pregunta: ¿Quién es el arbolito?
Casi todos los niños me contestaron: “Tú”. Y alguno, afinando más, me dijo: “Porque no te puedes mover y te da envidia que nosotros nos vayamos de vacaciones”.
Creo que con estas reflexiones estará fuera de toda duda que la poesía nos aporta beneficios psicológicos, emotivos y cognitivos.
Y el teatro, ¿también desempeña un papel importante en la formación?
Desde luego; sobre todo habría que destacar la socialización.
Cuando actuamos estimulamos la expresión oral y corporal. Salimos del yo para entrar en el otro, hablar por él y, a fin de darle credibilidad, sentir como él. Sin pudor nos mostramos al espectador y conseguimos que este se comunique con el actor, con el personaje y por ende con el autor. Parece un proceso complejo pero es a la vez un juego apasionante. ¿Qué niño no ha jugado a representar historias adoptando las más variadas personalidades? En este contexto lúdico se elimina también cualquier barrera social.
Vuelvo a mis experiencias. Uno de mis recuerdos más felices es el de aquellos juegos en los que una vieja parra retorcida, en el jardín de mis vecinos, se convertía en caballo y yo, lanza en ristre o palo en mano, dirigía a mis caballeros a la batalla contra los que pretendían arrebatarnos el tesoro, una colección de piedras de formas extrañas que habíamos recogido y guardado bajo un montón de hojas secas. Mis fieles eran una niña de mi edad, (más o menos diez años) que adoptaba el papel de guardiana del tesoro y un niño de ocho, el duende que nos ayudaba con sus fórmulas mágicas. Entre los tres podíamos con todo el ejército que se ocultaba entre los otros árboles y arbustos del jardín. No necesitábamos a nadie más para consumar nuestras hazañas. Tampoco había un texto escrito que nos dijera lo que habíamos de hacer o decir; estábamos interpretando, creando y disfrutando de lo lindo.
Debemos recordar igualmente que el teatro fue en la Grecia clásica un espectáculo de masas, como diríamos ahora, donde la gente convivía e interactuaba durante horas con los actores. Era, a la vez, una forma de enseñar al pueblo las historias, mitos y leyendas que conformaban su cultura.
Si nos remontamos al Renacimiento en nuestro país, nos encontramos con la primera obra maestra del género dramático: La Celestina, llamada en su primera edición de 1499 Comedia de Calixto y Melibea (a partir de la edición de 1502 se denominará “tragicomedia”). Pertenece al género de comedia humanística creada por Petrarca y cuyo argumento se basa en el asedio de un caballero a una dama a la que consigue rendir gracias a la intervención de una vieja alcahueta. Estos personajes abundaban en la sociedad de la época. El Arcipreste de Hita, en su libro del Buen Amor, también hizo una versión del mismo tema. ¿No pretendían sus autores dar una lección moralizadora al poner de manifiesto estas prácticas? ¿No son a la vez un testimonio de los dos mundos, el de los amantes ricos y el de los criados, pícaros y rufianes, que se mezclan dando a los personajes igual importancia porque las pasiones y los vicios afectan por igual a las clases privilegiadas y a los pobres?
La Celestina nunca llegó a ser representada dada su extensión, dieciséis actos, pero su éxito fue enorme. En el siglo XVI se hicieron más de ochenta ediciones en España e Italia y traducciones al francés, inglés, alemán, italiano y holandés. Hay autores que opinan que de no haberse escrito El Quijote esa sería la obra cumbre de nuestra literatura.
Recordemos también que a fines del siglo XV y principios del XVI las obras de teatro se representaban en palacios, plazas o iglesias. Durante el XVI y XVII se generalizaron los corrales de comedias; teatros al aire libre en los patios de vecindad que daban la oportunidad de conocer las obras literarias y sus autores a aquellas personas que no dominaban el arte de la lectura. Por otra parte les permitían relacionarse asistiendo a las representaciones. No solo el pueblo llano sino también la nobleza o los reyes solían asistir a esos eventos, aunque, eso sí, debidamente situados en lugares discretos de acomodo privilegiado, no precisamente en la “cazuela”. Aquellos corrales o patios fueron el centro de la dramaturgia del Siglo de Oro.
En esta fecunda etapa literaria destacaron Juan del Encina (1468-1529) que escribió para los duques de Alba obras de tema pastoril inspiradas en los poemas clásicos: Égloga de Plácido y Vitoriano; Lope de Rueda (1510-1656), de quien podríamos decir que fue el primer autor, actor y director profesional que formó una compañía propia; Lope de Vega, el gran renovador del teatro nacional: El arte nuevo de hacer comedias, Fuenteovejuna, El caballero de Olmedo, El perro del hortelano, La dama boba; Tirso de Molina (1579-1648), discípulo de Lope, El burlador de Sevilla; Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) más psicológico e intelectual con un claro objetivo; instruir y educar al pueblo: La vida es sueño, El alcalde de Zalamea, El gran teatro del mundo; Francisco Rojas Zorrilla (1607-1660) Entre bobos anda el juego, Del rey abajo, ninguno; Luis Vélez de Guevara (1579-1644) El diablo cojuelo, Reinar después de morir; Guillén de Castro (1569-1631) Las mocedades del Cid; el mexicano Juan Ruiz de Alarcón (1581-1639)Las paredes oyen; Agustín Moreto (1618-1669) perteneciente a la escuela de Calderón: El lindo Don Diego, El desdén con el desdén y la también mexicana Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695) que cultivó además del teatro y el auto sacramental, la lírica y la prosa siendo una verdadero desafío a la preponderancia masculina en la cultura y la literatura de su época.
Y por último, ¿cuál es el estado del teatro en nuestros días?
Hay quien piensa que está en crisis debido al poco interés de la población y al, a veces, elevado coste de las entradas. Vivimos inmersos en la sociedad de la prisa, de la imagen digitalizada, de las reuniones con amigos en los bares…
Todo es relativo y yo prefiero ser optimista cuando veo la puerta del Teatro Principal llena de gente esperando para entrar a ver la función, o asisto a representaciones en los otros teatros de nuestra ciudad: el del Mercado, el de la Estación, el de las Esquinas en los que puedo asegurar que siempre he disfrutado de obras y compañías con actores y directores que apuestan por un teatro de calidad que llegue al público.
No puedo evitar recordar con nostalgia aquel programa de Televisión Española, Estudio 1, que nos dio a conocer a los espectadores, entre los años 1965 y 1984, una buena cantidad de obras de teatro con un extraordinario plantel de actores y actrices: José Bódalo, Julio Puente, Luisa Sala, José María Rodero, Fernando Delgado, Luis Prendes, Ana María Vidal, Lola Herrera, María Luisa Ponte, los hermanos Gutiérrez Caba: Irene, Julia y Emilio, Fernando Guillén, Gemma Cuervo y tantos y tantos otros que acercaron lo mejor de nuestra escena a los hogares españoles.
¿Cualquier tiempo pasado fue mejor?
Con todo lo dicho, creo que quedará fuera de toda duda que la literatura es a la vez fuente de placer, de conocimiento y de formación sin importar el soporte o la técnica, el lugar o el tiempo; siempre que se cumplan los objetivos de calidad, adecuación al contexto y a la circunstancia del receptor.
Maria Dolores Tolosa
Maestra y Escritora