Begoña Fidalgo Domingo

 

Había estado nevando toda la noche y con las primeras luces del día apareció el automotor de la línea Calatayud-Sagunto. Era finales de los sesenta y de repente un joven soldado alemán saltó al andén antes de que la locomotora parase. Así es como Karl Müller apareció en el pueblo. Tal y como me relataba Pedro, el alguacil, cuando el tren iba aminorando la marcha, acercándose al apeadero del pueblo, y ante la presencia inminente del revisor en su vagón, al soldado que no llevaba billete no le quedó otra opción más que saltar justo en ese lugar en el que el azar en forma de interventor le había puesto delante. Y lo de delante fue literal. Esto lo remarcaba Pedro, imagino que por no estar seguro de que yo lo dedujese solo. Al saltar mirando hacia atrás, que es por donde venía el revisor, esto también me lo aclaraba, no vio el poste de la vía y se estampó contra él. Así es como el joven alemán cayó en el pueblo, dejando a su alrededor un gran charco de sangre en mitad de la nieve. Una vez que recobró el conocimiento, tras los zarandeos insistentes del guardagujas que acudió en su auxilio, dijo llamarse Karl y que tenía familia en ese pueblo cuyo nombre estaba viendo en un cartel por encima de la cabeza de su auxiliador: Burbáguena. Y Pedro, que entonces era muy pequeño y todavía no era alguacil, no me supo decir si porque el alemán no hablaba apenas español o porque los del pueblo no hablaban apenas alemán, el caso es que, aunque nunca apareció su inventada familia, allí se quedó hasta su muerte. Dejando como herencia-legado al ayuntamiento un cajón lleno de solicitudes, sugerencias, reclamaciones y rogativas. Cuestiones que, según me contaba Pedro, inexplicablemente nunca se tramitaron, dejando los secretarios que me precedieron el listón a un nivel no difícil de superar. Y que él, como autoridad municipal subordinada, se había visto obligado a ejercer de albacea de su legado. Todo esto me fue contando el alguacil en los días siguientes a que yo tomara cargo como nuevo secretario del pueblo. Insistiendo en que todo el pueblo depositaba en mí mucha confianza y también el cajón de solicitudes de Karl Müller.

Una tarde, en pleno mes de julio, a la hora de la siesta, aparecí en el pueblo por una carretera a medio asfaltar, y yo soy Secretario Moncada, natural de Cuenca. Llevaba un traje gris claro que de tan sudado delataba cada músculo de mi cuerpo, músculo y grasa, empecemos no faltando a la verdad, que Pedro ya hemos visto que es muy perspicaz. Después de que el GPS se desnortase como si entrase en un campo magnético y me mandase a dar una vuelta a Báguena, donde también echaban la siesta a la misma hora y no vi un alma por la calle, apareció un letrero que, aunque faltándole alguna letra que aduje no a la dejadez sino a la rivalidad entre las poblaciones, indicaba mi destino. Llegué al pueblo, y si bien no esperaba la banda de música dadas las horas que se me habían hecho, pero eché en falta un recibimiento al menos como el del abnegado guardagujas. No vi a nadie por la plaza de la iglesia y después de pasearme por todo el pueblo con mi trolley sobre el empedrado y ya, seguramente, granjearme la ira de la siesta interrumpida de algún vecino, conseguí llegar a mi despacho del ayuntamiento. Despacho de despachar porque solo cabía una persona y con cuerpo disimulado, que no tanto porque fuese pequeño, que sí, era minúsculo, pero lo que le cambiaba el nombre de despacho por trastero era el almacenamiento de todo tipo de papeles, enseres, piezas, recambios y botellas vacías que había por todos sitios. Realmente, mis predecesores tuvieron que alcanzar la desesperación. En la puerta, con una chincheta oxidada, colgaba un cartel: Estoy en el cementerio. Lo dice el alguacil. Debajo ponía una nota aclaratoria que no sé si me tranquilizó: Estoy en los nichos que dan cara a Luco. A esta hora hay más sombra. La hoja se veía usada, visitada con frecuencia por los pececillos de plata. Y como donde fueres haz lo que vieres, dadas las horas que eran, me entró una somnolencia sentado en un sillón que casualmente estaba libre de trastos.

Así fue cómo en esos entretantos que deja el sueño apareció Pedro que volvía del cementerio. No soy de empezar mal en los sitios y sin ni siquiera mencionar la no bienvenida al pueblo, como sí ya nos conociésemos, pasé a despachar con mi subalterno, y le pregunté por un cartapacio de expedientes llenos de polvo que había encima de la mesa y que ponía Urgentísimo. Mire, Secretario Moncada, sus predecesores se dedicaron a las cosas ordinarias del día a día, ya sabe, las cosas del alumbrado, qué pesados se ponían, pero qué más dará una farola más o menos si ya nos sabemos las calles de memoria; que si los contadores del agua, si pasa un hilo de agua por las tuberías corroídas por la desidia y, además, si los vecinos por esas cosas ya no se quejan. Bueno…, ni por esas ni por otras. La limpieza de las acequias, dónde se ha visto semejante pérdida de tiempo, que no digo que no se puedan hacer esas gestiones si quedan ratos ociosos, pero hay cosas realmente importantes, pocas, la verdad, y aquí casi levantaba la voz y señalaba de nuevo la carpeta. Ahí se quedaban una y otra vez, en ese cajón muerto de asco, y yo por no verlos me iba a limpiar el cementerio. Igual antes de irse su predecesor le remordió la conciencia y por eso le puso Urgentísimo, para que usted no se vaya con la misma losa sobre su espíritu; porque más pronto que tarde usted también se irá.

Y una tarde de agosto, ante la insistencia del alguacil, y dejando a un lado las cuestiones diarias del municipio, acometimos el expediente que creí más antiguo: El automotor. El papel ya había cogido la tonalidad y la forma de las vetas de la madera del cajón, estaba escrito a mano, con múltiples tachones, correcciones y anexos en los márgenes. En realidad, llamarlo expediente era subirlo de categoría, no era más que un conjunto de hojas escritas con los horarios, trayectos, paradas, recortes de periódicos antiguos, servicios pasados y futuros, remarcando entre estos últimos las posibilidades como transporte de ganado y de patatas, se señalaba varias veces las patatas, no sé si con idea de transportarlas de forma conjunta con los animales.

—Pedro, no vaya usted a pensar que no quiero involucrarme en estas cosas y que creo más prioritario la limpieza de las acequias, pero… ¿cuántos años hace que no se siembran patatas aquí?

—Desde que dejó de pasar el automotor, si volviese el tren se volverían a sembrar patatas. Y entonces ya limpiaríamos las acequias.

—Si el automotor era para transporte de pasajeros, ¿qué tienen que ver aquí las patatas?

—Mejor me lo pone, Secretario Moncada, si vuelve el automotor volverán los pasajeros y así por lo menos tendrán para comer patatas. Mírelo ahí, en esas hojas, el alemán lo tenía todo estudiado, no se puede invitar a alguien a tu casa si no tienes nada para darle de comer. Eso se lo tendrían que haber enseñado en Cuenca.

Ya vi que con el asunto del automotor no íbamos a ningún lado y para que mi auxiliar no creyese que no me tomaba en serio mi trabajo, como pensaba de mis predecesores, hice las consultas que consideré oportunas al Organismo Autonómico que seguía gestionando el no funcionamiento del tren en nuestra vía, esgrimiendo las tesis del alguacil y haciéndolos mías, por supuesto, no fuese a sonar la flauta. Pero no contestaron.

Y como con el legajo del automotor entramos en vía muerta con el alguacil, al menos hasta que nos contestasen del Organismo Autonómico competente, estuvo unos días muy ocupado en el cementerio. Y ante mis preguntas de las obras o las actuaciones que se estaban haciendo en dicho recinto siempre era la misma respuesta: Mantenimiento de la zona ajardinada.

—Pedro, ¿no cree usted que les dedica más tiempo a los muertos que a los vivos? Parece más un sepulturero que un alguacil.

— Ya estamos, el mismo soniquete que el secretario anterior, como los muertos no piden ni protestan, pero bien que le cobran los columbarios a precio de nicho. Una vergüenza, Señor Moncada, mejor que se lo diga desde el principio y así ya no me toca más a los muertos.

Pronto comprendí que si quería ganarme la confianza del alguacil y que de paso me ayudase con los cometidos ordinarios de la secretaría no me quedaba otro remedio que volver al cajón del soldado alemán. Metí el brazo casi hasta el codo y en cada expediente que sacaba, ponía como lema: El automotor, bien remarcado en rojo. Cogí uno al azar y de nuevo se insistía en la vuelta del tren, pero en la fecha de ese documento la vía ya estaba muy deteriorada, lo que se podría concretar en inexistente, y en esa solicitud se pedía la reparación integral de la misma, para posteriormente reclamar la puesta en funcionamiento del automotor. Las explicaciones de los escritos ampliadas con las versiones del alguacil que, si se le prestaban un poco de atención, tenían su lógica y como necesitaba su colaboración con la reparación de al menos el alumbrado de la plaza, consideré oportuno dirigirme al Organismo Nacional que gestionaba la no existencia de la vía en ese tramo. También allí expuse los argumentos y alegatos de mi subalterno como si fuesen míos.

Tardaron unos meses en contestarnos del Organismo Nacional que gestionaba la ya no vía Calatayud –Sagunto, abundando sobre este aspecto fundamentalmente: sobre la no existencia de la vía, por si no nos habíamos dado cuenta. Y, por lo tanto, la imposibilidad de recuperar lo que ya se había convertido en un camino pedregoso, mandándonos muy amablemente folletos y fotografías sobre los años en los que estuvo en funcionamiento por si queríamos hacer un museo de lo que fue, pero ya no es, ni será. Que no se nos olvidase mencionar de dónde venía el material y la subvención para el mantenimiento de dicho museo. Creo que ya contaban con que no se podría mantener con las cuotas de las entradas de los visitantes. Pero nos habían contestado y eso ya era motivo de mucha alegría, al menos seguía vivo nuestro código postal, y fui corriendo al cementerio a contárselo a Pedro. Me lo encontré haciendo algo parecido a podar los cipreses, pero no quise reparar en ello. Nos han contestado del Organismo de la no vía del ferrocarril y nos mandan fotografías para un museo. ¿Y quién va a venir a ver las fotografías si no tenemos automotor? Me sabe mal decírselo, Secretario Moncada, pero ya que usted se ha atrevido a cuestionar mi poda, que no me lo dice, pero lo detecto, pues yo le digo que usted le da más importancia a la rama que al tronco. Que las fotos son luego, primero la locomotora.

Estas diferencias con la poda y los folletos nos llevaron varios días de silencio, cada uno por su lado. Pedro casi acabó con todo el arbolado del camposanto. Y una noche, viendo que se había cortado el ya exiguo suministro de agua y la necesidad urgente de los servicios del alguacil, no me quedó otro remedio que volver a solicitar la reanudación del automotor al Organismo Internacional competente de la no vía y el no ferrocarril, subrayando muy claramente que el solicitante se trataba de un ciudadano alemán, soldado para más detalles.

Aquí tardaron un poco más en contestar, se notaba que estaban más lejos, pero con los planteamientos y el abundante material aportado por nuestro ayuntamiento, o más bien por nuestro alguacil como albacea de la herencia dejada por Karl Müller y con el deseo de que sus restos volviesen tal y como habían venido, supuse que se creyeron en la obligación de contestar, ya que el silencio administrativo entre Organismos Públicos no es del todo elegante como sí lo puede ser perfectamente con el ciudadano de a pie, pero un soldado alemán no es un ciudadano de a pie, aunque sea de infantería. Y en la contestación nos informaban de la no vía y el no automotor por falta de pasajeros y rentabilidad, y para más aclaraciones nos remitían al Organismo Nacional competente. Subrayaban también que no acababan de entender nuestro extenso y farragoso anexo 400321BTE/TEB21 sobre el automotor y el transporte de patatas, pero que en breve nos mandarían por transporte con dron ultra exprés una pequeña partida de simiente de patata ecológica Monalisa, de un sabor exquisito nos aseguraban, muy apta para nuestras patatas bravas.

Aquí estoy, sentado en los restos del apeadero, esperando a la nada. Unas paredes cubiertas por una esparraguera llena de florecillas amarillas me cobijan y enfrente un andén sin vías enterrado por montones de hojas de chopo cabecero. Pilas de hojas acumuladas año tras año. Ya apenas escribo sobre las andanzas del secretario y el alguacil, me sostuvieron el ánimo durante un tiempo. La artrosis en las manos me da pequeñas treguas que aprovecho para mandar reclamaciones a los Organismos Oficiales, aunque solo sea por joder y para que sigan mandando simiente de patatas con las que alimentarme. Miro hacia el norte, que es por donde hace años nos traían el pan. Tierra ya sin trigo, en medio de una guerra burócrata, de voz callada por las bombas de papel y los molinos de viento. No sé cuánto tiempo aguantará mi joven soldado alemán, pero mientras Karl Müller exista yo resistiré, porque resistir también es una forma de combatir y de esperar al automotor.


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