Por Belén Gonzalvo

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Agobio. Esa era la percepción que me abrumaba aquella mañana de final del verano. El calor se dejaba notar todavía con exceso y el sudor correteaba por mi frente y mis axilas. Con el fin de las vacaciones, la mayor parte de los compañeros volvíamos a la rutina y el trabajo se acumulaba en cada una de las mesas. En la mía, las carpetas se habían ido amontonando sin mi permiso y la pila comenzaba a mostrar síntomas de querer estamparse contra las baldosas.

Estaba de pie, colocando los expedientes en dos bloques mientras pensaba en que tendría que quedarme después del cierre unos cuantos días, cuando mi jefe me llamó, gritando:

–¡Carlota! ¡Ven al despacho! –su voz atravesó la oficina de lado a lado.

Ante el susto, una de las carpetas se me cayó de la mano y los documentos que había dentro se esparcieron por el suelo.

–¡Ahora voy! –le contesté con urgencia y a media voz mientras me apresuraba en arreglar el desaguisado– ¡Un momento!

Dejé los papeles revueltos encima de la silla para que no se mezclaran con el resto; ya me ocuparía de ellos más tarde. Entré en la estancia con un “buenos días”, cerré la puerta tras de mí y me senté en el confidente después de que el director y dueño de la empresa me lo indicara con la señal oportuna.

–Me han llamado de la consultora para invitarnos a una ponencia muy interesante y quiero que acudas tú –me soltó sin más, al mismo tiempo que iba firmando y sellando cartas sin parar–. Hablará una mujer que ha creado una red de empresas sociales o algo parecido. Es hoy, a las siete. Llévate varios folletos. Acudirán muchos directivos y es una buena forma de darnos a conocer. Y toma –me tendió el fajo de hojas que acababa de sellar–. Mételas en sobres y aprovecha el viaje para echarlas al buzón.

Terminamos de concretar unos asuntos rutinarios, me despedí y cerré la puerta con cuidado al salir. Nunca me habían gustado los portazos y los gritos pero desde mi ingreso en la gestoría me estaba acostumbrando. Siempre he sido demasiado tímida, incluso en mis años universitarios, y me costaba dar mi opinión en los pequeños debates en los que me atrapaban de vez en cuando. Mi imagen tampoco acompañaba; menuda y delgada, mi presencia pasaba desapercibida en cualquier sitio. Personalmente, me encontraba muy cómoda con mi cuerpo, mi aspecto y mi escasa iniciativa para las relaciones sociales. Prefería los papeles y el ordenador, y esa circunstancia me convertía en un “bicho raro” a los ojos de los demás. Nada más entrar a trabajar, comenzaron a llamarme la “educada”, acontecimiento que fue disminuyendo en frecuencia conforme avanzaba el tiempo y llegaron a conocerme. Dejé de ser una novedad y me convertí en la experta en orden y eficacia. Si algún compañero había extraviado algún documento acudía a mí para encontrarlo y, curiosamente, aparecía al momento. O si era necesario preparar algún que otro informe complicado, con datos, gráficos y demás información, ya sabían que podían contar conmigo para que el resultado rondara la perfección.

Con respecto a la ansiedad, ya era otra cuestión. Desde que entré a trabajar en aquel negocio, mis nervios y los de mis colegas casi siempre estaban a flor de piel. Los impulsos airados y los arranques vehementes de la plantilla surgían instantáneamente ante los plazos de los impuestos y las normativas, los recursos y las nóminas, los contratos apresurados y demás papeleo, aunque jamás nos perdimos el respeto entre nosotros. Nos permitíamos exclamar en voz alta alguna que otra frustración, corríamos por los pasillos para terminar unas fotocopias o recoger una documentación, increpábamos al ordenador su aparente lentitud… pero nunca era personal. El trabajo en equipo siempre estuvo por encima de todo lo demás y llegamos incluso a sonreír ante las rarezas de algún que otro compañero: Joaquín escondía en un cajón varios peluches como amuleto, Bermúdez siempre utilizaba el mismo calzoncillo el último día de la liquidación del IVA, Rosa llevaba el anillo de su abuela en un lugar de su anatomía que nunca nos confesó…

Por mi parte, y desde hacía cinco años, me acostumbré a llevar zapatos de tacón bajo por si tenía que recorrer la ciudad llevando documentos para firmar o tramitar. Era una de mis funciones, además de ocuparme del correo de entrada y salida, el archivo y otros menesteres informáticos. Recorría las calles en busca de atajos y descubría nuevos escaparates que ojeaba de refilón para volver después del trabajo con mi amiga. Unos estupendos stilettos, adquiridos en un ataque de compra compulsiva, se quedaron en el armario a la espera de un fin de semana de locura y desenfreno que, por cierto, nunca llegaba dada mi introvertida personalidad.

En la empresa teníamos una buena cartera de clientes, suficiente para ser rentable, pero había que conseguir más; era arriesgado estancarse. Estábamos ubicados en una céntrica calle de la ciudad, se emitía un anuncio en la televisión local todos los días sobre nuestro quehacer y, de vez en cuando, varias marquesinas mostraban un cartel con la foto de la entrada al negocio y su eslogan. No nos faltaban clientes y, sin embargo, nuestro jefe insistía que además de mantener la cartera actual teníamos que ampliar nuestros servicios a otras empresas o particulares. “Nunca se sabe” era su famosa frase para motivarnos.

Dejé las circulares en mi mesa, ordené los papeles caídos y me senté en la silla giratoria. En aquel momento me apetecía tomar un café con galletas (era la hora del almuerzo y mi estómago reclamaba su ración matutina de hidratos) aunque lo pospuse hasta terminar de doblar, ensobrar y pegar los sellos. Prefería dejar la tarea terminada, tener la cabeza más despejada, y así lo hice.

Me encontraba en el office, una pequeña estancia que el jefe había habilitado con armarios, cafetera, microondas, frigorífico y fregadero, cuando Bermúdez se acercó hasta mí con aire misterioso.

–¿Te envía a la ponencia? –me preguntó con una sonrisa burlona.

–Sí –contesté intrigada–. ¿Cómo te has enterado? Si casi me lo acaba de decir.

–Bueno… Uno tiene sus contactos –me guiñó un ojo–. Mi padre asistirá también y como puede haber posibles clientes he sumado dos y dos.

–¿Tu padre no estaba jubilado? –me extrañé.

–Sí, pero colabora con la mujer que va a hablar; apoyo senior empresarial o algo por el estilo –sonrió–. Está encantado con ese programa. Desde que tuvo que dejar su puesto de gerente vivía inquieto y en cuanto se enteró de la posibilidad de aplicar sus conocimientos, aunque fuera como voluntario, “se tiró de cabeza”. Ahora es otro hombre; yo diría que hasta ha rejuvenecido.

–¡Vaya! –exclamé–. Lo de esta tarde parece muy interesante. ¡Y yo que pensaba que me iba a aburrir como una ostra! Gracias por la información.

–¡Oh! –le salió una carcajada–. Ya lo conocerás. Y a sus amigos. ¡Menuda cuadrilla han formado!

Volvimos cada uno a nuestra mesa para seguir con las facturas, los permisos y demás documentación y terminó la mañana. Aquel día había quedado con una amiga en un restaurante cercano, como todos los jueves, y antes de comer me acompañó a echar las cartas a la oficina de Correos.

El tiempo pasó muy rápido aquel mediodía entre anécdotas y confesiones. Y más se aceleró por la tarde en el trabajo. Cuando me quise dar cuenta, se hizo la hora de acudir a la ponencia. Apagué el ordenador, cogí los folletos y unas tarjetas de visita, y me despedí hasta el día siguiente.

Llegué con unos minutos de sobra, justo para poder observar al público mientras se acomodaba. La sala estaba preparada para grupos pequeños, a modo de teatro formando un semicírculo. Los asientos estaban dispuestos en cinco pisos a los que había que acceder subiendo escaleras. En el centro, en la parte superior, pude comprobar cómo se sentaban cuatro hombres de edad avanzada que charlaban entre ellos con camaradería; uno de ellos era clavadito a Bermúdez.

Quedaba poco tiempo para comenzar y varias personas trajeadas ocuparon el escenario en sus respectivas sillas. Se hicieron las presentaciones oportunas y la famosa mujer fue exponiendo sus experiencias.

Me gustaron tanto su forma de presentar como el contenido; fue una conferencia muy diferente a las que había asistido con anterioridad. Habló de personas, de mayores, de destreza y habilidad, de conocimiento, de aprendizaje, de saber hacer (know-how, lo llaman ahora). Destacó la gestión del talento como arma competitiva en la época actual, de la necesidad de la aportación personal y única de cada empleado con respecto a sus tareas y posibilidades. Me puse a cavilar sobre el tema. La actividad empresarial buscaba el ahorro de dinero contratando personas novatas (lo veía en la gestoría todos los días) y estaba dejando de lado a trabajadores con una buena trayectoria profesional, y ella remarcaba su importancia, la necesidad de seguir contando con ese “tesoro” como parte activa.

El padre de Bermúdez y sus amigos intervinieron después con datos muy interesantes sobre su quehacer como apoyo externo en la organización de diferentes firmas. Aportaron ideas y opiniones dignas del mejor gestor. Se notaba que habían ocupado puestos de trabajo con mucha responsabilidad. Aquella sesión había superado totalmente mis expectativas.

Al terminar, y tras los aplausos de rigor, me puse a repartir los folletos y las tarjetas de visita entre los corrillos que se fueron formando, al mismo tiempo que comentaba con unas breves palabras la esencia de los servicios de la gestoría. Pude comprobar que me imitaban los de la competencia y nos saludamos desde la distancia.

Apuré la publicidad y me acerqué hasta donde se encontraba quién yo creía padre de mi compañero y me presenté.

–Hola –le tendí la mano–. Soy Carlota, una compañera de trabajo de su hijo.

–¡Vaya! –ignoró mi mano y me dio un abrazo en toda regla, como si me conociera de toda la vida–. Me ha dicho que ibas a venir pero no he sabido diferenciarte entre tanta chica guapa.

Sonreía con amabilidad; era un hombre campechano, afable. Me fue presentando a sus amigos: Fulanito director de, Menganito gerente de…

–Y éste es Ángel, que estuvo de director administrativo –terminó la ronda, orgulloso de ser el anfitrión en aquel momento–. Ya veis qué compañera tan maja tiene mi chico. Y ahora, nos vamos, que llegamos tarde.

–¿Se van ya a cenar a casa?–pregunté con ingenuidad, creyendo que aquellos hombres eran de horarios fijos como muchos ancianos.

–¡Pero esta moza qué dice! –replicó Ángel con el acento inconfundible de la tierra aragonesa que se dejó oír en medio de la solemnidad de la sala al mismo tiempo que otro de sus compañeros de experiencia me dedicó un gesto condescendiente–. ¡Ahora nos vamos a jugar al guiñote que estamos en medio de un campeonato!

Y ahí me dejaron, con la boca abierta, recordando un refrán que me decía mi abuela que en paz descanse: “Lo cortés no quita lo valiente”.

Jugadores de cartas, de Catherine Thivrier-Forestier (http://d0cdn.artquid.com/art/1/13/68896.1306464807.1.o647726542.jpg)

Jugadores de cartas, de Catherine Thivrier-Forestier (http://d0cdn.artquid.com/art/1/13/68896.1306464807.1.o647726542.jpg)

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