Fernando Aínsa sigue con nosotros a través de su legado y el recuerdo de su paso por su tierra querida, Aragón, Oliete, que unía a su origen uruguayo y a la residencia parisina de su familia.  Y recordar debe ser el ingrediente de la alegría con el poso tierno y simpático que emitía ante quien se acercara levemente siquiera para un saludo, un halago o una consulta.  Han pasado cinco años desde que nos dijo hasta pronto y aunque nada es como entonces, la memoria mantiene con luz ese continuo foco que nos dejó para alumbrar en aragonés la literatura universal.

Y en aquel número de noviembre de 2019, en Imán, esta casa que fue la suya, le rendimos homenaje con un Dossier al que nos vamos a remitir ahora.  Javier Barreiro y Norah Giraldi se encargaron de su glosa, que nunca sonó a modo de obituario, sino de sentido homenaje y reconocimiento, también a su obra, pero principalmente a su persona, a su bonhomía, a su vocación de maestro, a su carácter de sabio.

Estos párrafos son extractos escogidos de las glosas, que anteceden a unos textos que representan más testimonio de la obra que nos transmitió.

Prólogo por Javier Barreiro. 

La magnitud de la personalidad literaria de Fernando Aínsa tardó en ser apreciada en Aragón y, aunque, años después de su llegada, empezara lentamente a serlo, ni el conocimiento ni el reconocimiento de su obra fueron justos con ella. Contribuyó a tal extremo la modestia del escritor y su carácter, poco propenso a alharacas […] Tal era su amor y dedicación a todo lo que oliera o supiera a literatura. Porque, efectivamente, el personaje era todo literatura. Como que compartía en alto grado las prototípicas cualidades precisas para constituirse en escritor: cultura, sensibilidad, poder de observación e introspección y competencia lingüística.

Que su cultura era proteica lo demuestra sobre todo la profusa obra ensayística que escribió, pero también los cargos que ostentó, las instituciones a las que perteneció y los reconocimientos que obtuvo […].

Si seguimos revisando las cualidades antes citadas, la sensibilidad no sólo trascendía su obra literaria, sino que, para cualquier persona que lo conociera, era notoria esa capacidad de comprensión y empatía que emanaban de su trato.

… la capacidad de introspección se hace presente sobre todo en la poesía, el género que apareció más tardíamente en su trayectoria y al que, sin embargo, se dedicó con más intensidad en la última etapa de su vida.

En cuanto a su competencia lingüística, poco habrá que señalar porque es lo que caracteriza al verdadero escritor, lo que convierte un texto cualquiera en arte literario […].

Una mirada más general sobre la totalidad de su obra literaria nos muestra una constante: su preocupación por la ubicación, los lugares, los espacios y, planteado más genéricamente, por los contextos […].

Además de la utopía, ha sido la integración de culturas, con especial referencia a lo americano, otro de los leit motivs más constantes de Fernando. ¿Cómo penetrar en ello, sin tener en cuenta no sólo al indio y al español, sino también, al francés, al inglés, al negro, al yanqui…? Es decir, al lugar de procedencia y al destino de las culturas. Al fin, este escritor ha sido un intelectual dividido entre dos mundos, pero no olvidemos que la no pertenencia casi siempre resulta ser una ventaja, que amplía los campos del conocimiento y de la experimentación […].

Conjugar universalismo y localismo, otra propiedad de la escritura del autor que nos ocupa, no suelen ser categorías enfrentadas sino complementarias […].

Como en cualquier muestra de textos de un autor, su más defendible aspiración debe ser el estímulo a leerlo, conocerlo más y mejor, penetrar en su mundo y enriquecerse con él. Para todo ello, Fernando Aínsa será un excelente compañero de aventura.

Norah Giraldi Dei Cas. Carta.

Querido Fernando Aínsa, Maestro y Amigo

Dejé pasar unos días para escribirte pero no puedo sino comprobar que la primera impresión que tuve cuando supe la noticia subsiste: te fuiste demasiado pronto y nos dejaste solos, sin tus generosos consejos, literal y literariamente huérfanos de tu erudición, de los conocimientos que acopiaste, huérfanos de una crítica enciclopédica a la que pocas personas pueden pretender hoy día y que tu representas y expones con sostenida inteligencia en tus ensayos, imprimiendo así la marca de quien ocupa un lugar único y mayor entre los especialistas de la literatura y de la historia cultural de América latina […]

Experto, a la vez, en la categoría de los generalistas y en la de los especialistas, has explorado los grandes períodos de la Historia cultural de América y las corrientes de pensamiento con que se ha intentado interpretarla y, paralelamente, has abierto caminos penetrantes sobre sus particularidades al focalizar momentos literarios, autores y obras. …

Zaragoza / Oliete no fue otro exilio sino un volver a renacer, fecundo para tu pluma ya que despertó en tu voz sonoridades y temáticas inesperadas que se plasman en tu poesía. …

En la distancia, querido Fernando, y siempre con tus libros abiertos para consultarlos en mi mesa de trabajo, me acostumbré a despedidas sin protocolo que pueden resumirse con la imagen de un “eterno retorno”. Por eso, la presencia que has tomado de ahora en adelante no tiene para mí la dimensión ni los límites de una despedida, sino la fuerza de un hasta pronto con el abrazo sentido y de reconocimiento. Porque todo lo que nos dejas es vida y nos llevará a volver a leerte. Será cada vez un nuevo encuentro, el reencuentro con tu legado intelectual, con tu humor y tus cuentos, con tus enseñanzas y tu erudición de humanista.

Norah Giraldi dei Cas

Profesora emérita de la Universidad de Lille

TEXTOS SELECCIONADOS

Ensayo

CAMINOS DE LA UTOPÍA Y SENDEROS DE LA VIDA

Los caminos de la utopía se cruzan, felizmente, con los senderos de la vida. Si pudiera existir alguna duda, el itinerario de este libro —hecho de encuentros y desencuentros, encrucijadas y sorpresas— lo demostraría. Los encuentros y las sorpresas de una existencia de la que uno no ha elegido sus curvas, paradas y accidentes —aunque haya tenido la ilusión de creerse dueño de la dirección y del pulso que imprime al itinerario— son los que nos conducen hoy, en este día del mes de octubre de 1998 a concluir la introducción a la edición española de esta propuesta para la «reconstrucción de la utopía». Clausura, aunque sea momentánea, de una obra que, no por haber sido elaborada en orden disperso, deja de tener una vocación de coherencia, porque sus páginas me han acompañado en los últimos cuarenta años de vida, jalonando una preocupación y un destino en el que se han combinado los avatares de la vida cotidiana con la teoría y la convicción de la «necesidad» de la utopía. Pese a la intensidad de este itinerario personal, somos conscientes de que no parecen estos tiempos propicios para la utopía. En nombre del pragmatismo y del realismo político que impregna las expresiones de la acción y el pensamiento contemporáneo, el imaginario individual y colectivo, ese «soñar despierto» al que somos tan proclives los seres humanos, está en crisis. La acelerada demolición de sistemas, creencias e ideologías a la que hemos asistido, supremos baluartes en los que se había refugiado el discurso político e ideológico de las últimas décadas, ha desalojado el discurso utópico de toda reflexión prospectiva o programática. Ello resulta evidente en Europa, donde el espacio de la reflexión utópica se ha adelgazado considerablemente y se han erradicado la mayoría de las tensiones en aras de un ecumenismo complaciente, justo en el momento en que las fronteras mentales y culturales se han ampliado como ha sucedido de 1989 a la fecha. Sin embargo, no deja de ser paradójico que justamente cuando se enfrenta un «vacío» y una crisis como la que se vive hoy a todos los niveles, se haya erradicado toda forma de imaginación que rebase los límites de lo «razonable». En un período de desorientación y de ausencia de modelos, prescindir de una función utópica gracias a la cual se pudo cuestionar en el pasado el orden establecido e imaginar propuestas alternativas de otros mundos posibles, es una contradicción que merece ser estudiada. Lo es aún más en la perspectiva de una región 74 como la de América Latina, tradicionalmente dispuesta a proclamar teorías y explicaciones «totales» y cuyo principio desiderativo sigue siendo el de la esperanza y la búsqueda de una identidad sin los contradictorios dualismos que históricamente la caracterizan. Por esta razón, más allá de la coyuntura del post-modernismo en que muchos se han embarcado o de una crisis del género utópico que creemos pasajera —y que, por otra parte, no es la primera en los casi cinco siglos del género utópico— creímos necesario escribir La reconstrucción de la utopía que ofrecemos hoy a los lectores, subrayando en esta edición en español que sigue a la original publicada en francés (La reconstruction de l’utopie, París, UNESCO/Arcantères Éditions, 1997) la función que la utopía ha cumplido como motor de la historia. Hemos dividido la obra en tres partes y una conclusión claramente diferenciadas. En la primera parte tratamos los caracteres del género y de la función utópica como expresión del pensamiento crítico, subrayando especialmente su dimensión histórica. En la segunda analizamos uno de los mitos que fundan la utopía —la tierra prometida— topos esencial del imaginario del (y sobre) el Nuevo Mundo. En la tercera parte presentamos algunos de los modelos que han marcado la historia de la «marcha sin fin de las utopías» en América Latina, como la bautizara poéticamente Oswaldo de Andrade. A modo de conclusión proponemos algunos puntos sobre los cuales se podría «reconstruir» la utopía del futuro y, en todo caso, restablecer la reflexión utópica como parte de la impostergable recuperación de la dimensión crítica del pensamiento a la que invita este fin de milenio. Porque, digan lo que digan los realistas y los historicistas puros, empedernidos causalistas en lo económico y en lo social, estamos convencidos de que sigue habiendo un espacio natural para el resquicio que propicia «el soñar despierto» de la utopía. De otro modo, estamos convencidos, sería insoportable vivir, como lo demostraron quienes creyendo realizar la utopía, lo único que obtuvieron fue transformar sueños en pesadillas. Porque también es cierto que desde 1984 —año en que George Orwell había situado su anti-utopía 1984— somos conscientes de los riesgos de la utopización excesiva, esa amenaza siempre pendiente de la pesadilla «orwelliana»: el contenido totalitario de la utopía que confunde el «ser ideal del Estado» con «el estado ideal del ser», que prefiere el orden a la libertad y que teme la imagina- 75 ción y la heterodoxia, tan dramáticamente reconocido en los sistemas que se desmoronaron a partir de 1989. Nuestra apuesta no se resigna a un complaciente «pensamiento único» al que tiende el conformismo del post-1989, sino a reivindicar la libre dimensión de «querer lo imposible» e intentar recuperar la función utópica inherente al ser humano, ese homo utopicus que no abdica ante el homo economicus. Una «reconstrucción» que se proyecta al margen del fracaso de los modelos actuales o, justamente, a causa de esa derrota. Porque la historia, aunque lo hayan pretendido algunos, felizmente no ha terminado.

Poesía

Me presento:

tardío aprendiz de hortelano,

falso modesto cocinero,

y otras cosas

que ahora poco importan.

Así recorro feliz mi nueva propiedad

tierras de memoria familiar recuperada

olvidada heredad replantada con esmero.

(No esquivo el dulce sabor de las claudias

ni del higo que pende sobre el bancal vecino)

Esgrimo lápiz y libreta

(de momento el ordenador apagado)

y de una vasta biblioteca recibo apoyo,

pues nadie ignora

que no hay inspiración que valga

sin un verso leído no sé dónde.

Haré del recuento de parte de mi vida

(y sus altibajos variados)

materia del devaneo en que me solazo

tras adivinar el fin posible

en un diagnóstico apelado,

instancia en la que todavía me debato.

Y en eso estamos.

En el desorden de la caja con fotos

se comprueba un cierto caos de la memoria,

ingobernable azar de los recuerdos.

Descubres

en una de ellas

cómo te asomas

a la cuna de tu hermana recién nacida

en la clínica de Santa Catalina.

Estás en Palma, la de Mallorca,

y tienes bucles dorados.

En otra, tu padre desnudo

sobre un cojín de seda

con el culito respingón,

sonríe,

tal vez al fotógrafo del “Estudio Australia”.

En Zaragoza, año de 1906.

De una cantina italiana en Montevideo

los comensales

—poetas cuyos nombres en buena parte no recuerdas—

se alinean en lo que ignoran será la última cena

de un tiempo definitivamente clausurado.

Y más allá

—ya en colores—

en el jardín de un castillo de Francia sin identificar

te paseas, joven enamorado,

con la que es ahora vieja compañera.

Puedes hurgar por horas en la caja de zapatos,

pero no lograrás

—te lo aseguro—

por muchos retazos que encuentres de la perdida memoria

recomponer el rompecabezas de tu vida.

Relato

Junio, 1971

El avión se inclina a la izquierda y veo, a través de la ventanilla, la costa delineada hacia el oeste que reconozco tras la ausencia de estos nueve meses: playas de aguas turbias de este río que de Plata no tiene sino un nombre perdido en los orígenes de nuestra historia. Playas desiertas en este invierno que sospecho frío y ventoso, tal como lo atisbo entre las nubes desgarradas por el fuselaje que desciende hacia mi destino.

Siento una extraña tristeza y me digo, una vez más: “volver no es fácil; porque volver es tener que mirar de nuevo las cosas de frente”: todo aquello que intentamos dejar (inútilmente) atrás al aceptar la beca como periodista en el World Press Institute y subir alegremente al avión. Alegre, es un decir, porque también entonces había un nudo extraño en el estómago al decir: “Adiós, te quiero a pesar de todo. Verás como la distancia arregla las cosas y seremos otros a mi regreso. Cuídate. Te escribiré”.

Arreglar no arregló nada, las complicó más bien. Aquí estoy descendiendo hacia la realidad parcelada de mi país, con alguien (espero) en la terraza del aeropuerto, probablemente con otro nudo en la garganta y la misma extraña tristeza que me agobia. Tengo un raro temor, por no decir miedo a enfrentarme a mi pasado. “Enderecen el respaldo de sus asientos, átense los cinturones, empieza el descenso”, dice la azafata con tono indiferente tras un micrófono. Se encienden las luces “No smoking” (aún se fumaba en los aviones aquellos años), no ir al servicio. No a muchas cosas. Ahora empezará el tiempo del “no” a tantas cosas que tuve en estos meses, que aprendí a conocer y disfrutar, esa libertad que ahora está cancelada en mi tierra.

Vuelta al redil, a esa forma de la rutina que he roto por nueve meses, lo que dura un curso para un becario. Vuelta a ser yo, hijo de inmigrante español y madre francesa, llegado a principios de la década del cincuenta en busca de lo que era el país entonces: esa tierra de promisión que se iría deteriorando en años de desgaste, violencia e inflación. Ya no seré el Latino con que me bautizaron colegas y compañeros de la beca, el exótico latino entre sajones, alemanes, un australiano y un par de africanos que decoraban el conjunto. Me saco el disfraz que llevé gustoso durante los meses que duró esta farsa: el periodista latinoamericano invitado (¿comprado?) para conocer cómo funciona un gran país, para descubrir la realidad en toda su ambigüedad, esa relatividad que se escamotea en el slogan, el miedo o la amenaza. ¡Quién sabe!

Pero ahora aterrizo, ahora voy a bajar con ocho pasajeros a mi empobrecida ciudad natal, pobre y asaetada por el invierno y la escasez, por la no disimulada dictadura de su régimen, avanzando hacia un golpe de estado. Estoy de regreso a mi mundo, al mundo del que me evadí conscientemente. Y aterrizo para empezar a decirme de nuevo: “Estarás allí, Ana, en el Aeropuerto, con tus problemas acumulados por el tiempo que has tenido para recocinarlos con ese resentimiento que nos ha dado la separación tan mal empezada por los dos, tan abruptamente decidida de mi parte y peor aceptada de la tuya. Te miraré, nos miraremos, para descubrir que no deberíamos vernos más como lo que ya no somos hace tanto tiempo, marido-esposa, pareja, compañeros.

Nos hemos seguido engañando a la distancia —lo sé— y por eso ahora tengo tristeza, porque te miraré a los ojos y sabré que todo ha sido un juego de postergaciones, de alargar una situación temiendo que se rompa cuando ya lo estaba en su interior, desgarrada para siempre, antes de mi partida.

Ocho pasajeros, nada más, esto es lo que vale ahora mi país para una gran línea aérea. Los demás, los fuertes de sonrisa y jaleando la noche con su vocerío, se quedaron en Buenos Aires. Aquí viajamos los desterrados y dos señores con aire de Embajada y maletín negro de cierre con combinación. Los desterrados que vuelven, que transitan, que ignoro qué hacen, en cuyas caras leo la misma tristeza que tengo yo desde que me embarqué en Nueva York. No los conozco, pero los evité en las escalas de Caracas y Río de Janeiro, como si esquiváramos descubrir el verdadero rostro de nuestro país actual.

Debe hacer frío allá abajo. La tierra y los árboles desnudos están más grises que nunca. Las nubes corren por el cielo desgarradas por el avión que las atraviesa rumbo a nuestra realidad cotidiana.

Ana, por favor, no empieces a hacerme preguntas desagradables después del beso inicial. Dame una tregua antes de regresar al pasado del que hui. Sin embargo, te traigo en la maleta todos tus encargos, todos sin falta: cremas y potingues de maquillaje, ropa interior y ese abrigo de piel sintética que me pediste en tu última carta. Todo sin falta, no me des las gracias. No hay de qué.

Pero, sobre todo, tengo mi diploma. Un magnífico scholar, periodista que regresa para reintegrarse a la nada. Dijeron —me dijeron—¿dirán ahora? que era excelente. Tal vez excelente, pero quebrado en su original destino de reportero, de investigador que sabía escarbar en los problemas, entrevistador aguzado en sus preguntas, dudando de todo. La verdad es ambigua y contradictoria —me digo ahora— no puedo creer con aquella fuerza inquisitiva de antes, ¿Madurez, dicen? Tal vez, pero vuelvo triste, repito, y lleno de dudas.

Y de pronto la pista. Delante, tras las nubes que pasaron ante mi ventanilla, las gotas de lluvia y la pista, la tierra de mi país. Aquí estoy aterrizando con mi maleta llena de encargos, papeles, recortes de periódicos y revistas y el diario personal donde he anotado lo que he vivido en el gran país del Norte, todo lo que he descubierto tras el brillo y el oropel del consumo, las diferencias abismales entre unos y otros, los homeless deambulando con sus bártulos entre los rascacielos, esa religión que embadurna todo con falsos profetas de tantas sectas y ramas de un cristianismo que ha estallado en siglas, la violencia armada de sus ciudadanos, la segregación que subsiste tras la fachada. Ese diario de mi sincera visión, más allá del becario ejemplar diplomado, que iré a releer en secreto al trastero de mi casa algún sábado lluvioso y debería atreverme a publicar algún día.

Un golpe suave. Tocamos tierra. La carrera corta, el frenazo brusco al final de la pista inconclusa del proyectado futuro aeropuerto. Media vuelta y la visión de la terraza del viejo aeródromo desde donde se reciben y despiden a los pasajeros. Ana estará entre ellos.

El avión se detiene. Traen la escalerilla. Me levanto, me pongo la gabardina y voy por el pasillo de este avión casi vacío, mochila en mano. Por la puerta entra una bocanada de aire frío como el latido de una realidad postergada. Bajo y miro la terraza. Ana está allí. Si, hace frío y ya estoy pisando la pista. Estoy deprimido y siento por primera vez que odio ser lo que soy, sin saber exactamente lo que quisiera ser.

A eso me dirijo con paso decidido.


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