Francisco Javier Aguirre Azaña

Historias olvidadas

La memoria es una de esas facultades humanas que se deteriora con el paso de los años. Hasta el punto de que nuestros recuerdos se convierten en emociones que habitan en el universo de los sentimientos, pero que dejan de reflejar la realidad de los hechos realmente acaecidos. Realidad, esa tozuda intransigente, que habita en el mundo de lo material y racional.

Y lo mismo que sucede con la memoria individual ocurre con la colectiva, que va cambiando con el transcurso de las generaciones. Aunque, eso sí, más lentamente.

Tal vez por eso nuestros gobernantes ‒siempre atentos a nuestras necesidades, incluso a aquellas que nosotros mismos desconocemos tener‒ legislan sobre la memoria histórica, para facilitar nuestro discernimiento entre lo que fue y lo que debió ser, y que no nos perdamos en procelosas disquisiciones.

Pero, afortunadamente, las historias que aquí queremos tratar no se ven afectadas por el afán normalizador del legislador. Porque son historias tan intrascendentes que poco importa si se desvían poco o mucho de lo que realmente pasó, y tan añejas que aún importan menos en un mundo de información torrencial y fugaz. Son, únicamente, un pretexto para escribir o leer ‒dos caras de la misma moneda‒. Y, ¿por qué no reconocerlo?, un motivo de complacencia para el autor, que puede mostrar su conocimiento en asuntos fútiles.

Las historias que quiero rescatar del olvido, aun siendo consciente de que es un rescate efímero que se perderá en la memoria del ocasional lector poco después de que termine su lectura, se sitúan, en el espacio en lo que fue Comunidad de Aldeas de Daroca, concretamente en el Valle del Jiloca y, en tiempo, arrancan de la Edad Media.

En nuestros días, Daroca y la antigua Comunidad de Aldeas que lleva su nombre ni siquiera están en la misma provincia: Daroca en la raya sur de Zaragoza y gran parte de lo que fue su territorio de influencia en Teruel. Después de casi 600 años, la Comunidad de Aldeas de Daroca perdió su estatus jurídico con la reforma territorial de Javier de Burgos y la institución de la división provincial que perdura hasta nuestros días. Cosas de la historia de las administraciones territoriales y de sus administradores.

Miguel de Bernabé era el alcaide del castillo de Báguena, a tan sólo nueve kilómetros de Daroca, pero como se apuntaba anteriormente, ahora en provincia diferente. Era una pequeña fortaleza en la línea defensiva frente a Castilla, que estaba constituida por el conjunto amurallado de Daroca y el impresionante castillo de Peracense, auténticos castros con importantes guarniciones, complementados por las torres y fortificaciones de Anento, Báguena, Berrueco, Burbáguena, Langa, Santed, Villahermosa, Cucalón, Lagueruela, Villarreal de Huerva, Huesa del Común, Tornos y Torrecilla del Rebollar. En el año 1363, en que sucedieron los hechos que merecieron la glosa de los cronistas, Pedro IV de Aragón (‘El Ceremonioso’) estaba en guerra con Pedro I de Castilla (‘El Cruel’, según sus detractores) y, claro, la guerra pasó a la historia como “la guerra de los dos Pedros”. Aunque atendiendo a los sobrenombres de ambos, parece que el segundo estaba más dotado que el primero para ella.

Jerónimo Zurita (1512-1580), en su obra ‘Anales de Aragón’, escribe en el Libro IX:

Cerco del castillo de Báguena y esfuerzo de Miguel de Bernabé; es cosa notable. Acabado esto, pasó con su ejército haciendo guerra en la comarca de Daroca; y combatiendo algunos castillos, los de Daroca salieron algunas veces en campo por socorrerlos y recibieron mucho daño de los enemigos. Entonces cercó el rey don Pedro el castillo de Báguena aldea de Daroca, y con singular esfuerzo de un vecino de aquel lugar que se decía Miguel de Bernabé se defendió el castillo en el combate que se le dio por todo el ejército; y aunque se le hicieron grandes promesas por el rey de Castilla, nunca se quiso rendir y fue quemado dentro en el mismo castillo; y por aquella hazaña mereció que se concediese hidalguía a sus descendientes por línea de varones y mujeres.

También Gonzalo de Céspedes y Meneses en su ‘Historia apologética en los sucesos del Reino de Aragón’ del año 1622, escribe (Disc. IV, 2, Pág. 222):

Razón será que ocupe la portentosa lealtad del nunca asaz loado Miguel de Bernabé este primer lugar, el cual con más valor que Scébola no la mano como este, más todo el cuerpo se dejó hacer cenizas por no faltar al homenaje de su príncipe que entonces era el Cuarto y en Castilla el Cruel de su mismo nombre… Cercó este en las guerras que tuvo con los Aragoneses, el Castillo de Báguena, resistió el Bernabé a sus recios combates y amenazas y a sus grandes promesas, y aún al deseo y temor de sus propios soldados y compañeros; y finalmente, faltándole su ayuda y el favor de la tierra, constante persistió único y sólo; y requerido se rindiere, no queriéndolo hacer, ni entregar las llaves del castillo de su Rey, le pusieron fuego y acabó consumido, mas no el claro nombre de su fidelidad, pues en memoria de ella permitió el Cielo, que entre las ruinas de aquella fuerza al querer levantarla, se hallase las llaves, mano y brazo conservado e incorruptible.

Nótese el nombre: Miguel de Bernabé, porque es cuestión a la que volveremos más tarde. Pues bien, Miguel de Bernabé tenía dos hijos, Miguel y María. En algunos textos se dice que había una hija más de nombre desconocido, aunque no hay constancia de que tuviera descendencia. Tampoco hay acuerdo sobre si el hijo varón sobrevivió al padre o también pereció en el incendio del castillo. De su hija, María de Bernabé, desciende todo el linaje que se conserva en los procesos de infanzonía existentes en los archivos históricos.

Y es que, en las Cortes celebradas en Zaragoza en el año 1372, el rey aragonés reconoció la hazaña de Báguena, agradeciendo al difunto alcaide el gesto de preferir morir abrasado antes que entregar el castillo, y decidió otorgar un privilegio de infanzonía transmisible también por hembras, permitiendo que el privilegio pudiera ser posteriormente heredado tanto por línea masculina como femenina. Este privilegio constituyó toda una excepción, puesto que tradicionalmente sólo los hombres podían transmitir el privilegio nobiliario. Las mujeres eran receptoras de la cualidad, pero ésta se perdía en su persona, ya que no pasaba a sus descendientes. En el caso de los Bernabé, el rey decidió otorgar una gracia extraordinaria, con muy pocos ejemplos similares a lo largo de la historia del reino.

El casamiento con una Bernabé garantizaba que los hijos fueran considerados hidalgos de sangre, y que esta cualidad permaneciera desde ese momento en el nuevo linaje familiar. Las mujeres descendientes de los Bernabé se convirtieron en ambicionadas aspirantes a matrimonios pactados, dando origen a numerosas ramas que, poco a poco, se extendieron por todo el valle del río Jiloca. La familia Gil de Bernabé de Báguena era una de ellas; comienza con la quinta generación descendiente de María de Bernabé (la hija de Miguel de Bernabé), fruto del matrimonio entre María Estevan de Bernabé y Pedro Gil.

Pie de foto: Escudo de los Gil de Bernabé (Báguena). El castillo en llamas y la mano agarrando las llaves son motivos que, con variaciones, se pueden encontrar en muchas poblaciones a lo largo del Valle del Jiloca.

Escudo de los Gil de Bernabé (Báguena). El castillo en llamas y la mano agarrando las llaves son motivos que, con variaciones, se pueden encontrar en muchas poblaciones a lo largo del Valle del Jiloca.

Claro que todo tiene inconvenientes. En el siglo XVII más de la mitad de los hidalgos en la actual Comarca del Jiloca estaban entroncados directamente con los Bernabé, y el número no dejaba de crecer. La situación era insostenible para muchos concejos, pues la presencia de un elevado porcentaje de hidalgos exentos les provocaba la disminución de los ingresos fiscales y un aumento de las cargas entre los vecinos pecheros (villanos o plebeyos, obligados a pagar “pechas”, los actuales impuestos). La Comunidad de Aldeas de Daroca, los municipios y los vecinos pecheros empezaron a protestar, entablando numerosos pleitos con el linaje de los Bernabé, negándose a reconocerlos como nuevos hidalgos. Las disputas se elevaron a la Real Audiencia, buscando la intervención de las autoridades reales. En el año 1678, aprovechando la convocatoria de unas nuevas Cortes Aragonesas, el rey decide acabar con la excepcionalidad del privilegio, determinando que a partir de ese momento la cualidad nobiliaria sólo podría ser heredada por los varones que nacieran en lo sucesivo.

Pasados algunos años, también en Báguena vio la luz otro ilustre hombre de armas, de la estirpe noble Gil de Bernabé: en 1762 nació Mariano Gil de Bernabé Ibáñez, hijo de Juan Gerónimo Gil de Bernabé, corregidor perpetuo de Daroca. No es de extrañar, por tanto, que encontremos en el centro de esa ciudad el palacio de los Gil de Bernabé, construido en el siglo XVII y que actualmente aloja el casino. Mariano Gil de Bernabé tuvo una vida corta pero intensa, fue coronel de Artillería con un destacado papel en la Guerra de Independencia, fundador de la Academia Militar de Sevilla, origen y matriz de los centros de enseñanza militar modernos. Único militar del ejército enterrado en el Panteón de Marinos Ilustres de la Armada. Pero ¡ay!, como sucede tantas veces, olvidado y por tanto desconocido para sus coterráneos.

Y como los años siguen pasando sin remisión, llegamos a los de hace poco menos de un siglo. Mosén Manuel Sánchez Rubio, que regentó la parroquia de Báguena bastantes años hasta su fallecimiento, promovió fuera glosada la gesta de Bernabé en una obra teatral: ‘El castillo de Báguena’, siendo autor del folleto en verso Marco Antonio Galindo, de Atea y vecino de Acered, y encargó la música a su discípulo Miguel Moneva Segura, de Almonacid de la Sierra, que la compuso en octubre de 1926. Esta obra dramático-musical consta de tres actos, con varias escenas, algunas de ellas cantadas en solo y coros, de un gran efecto. Bajo la dirección de Don Eusebio Quintana, maestro de Báguena, fue estrenada en 1927 por el grupo escolar, con un gran éxito de los pequeños actores.

Si bien la acción se desarrolla en Báguena, las primeras escenas del acto segundo tiene lugar en el Salón de la Casa Consistorial de Daroca, donde se desarrolla un consejo de caballeros de la Orden de Calatrava, que es interrumpido para recibir a un emisario del rey castellano: Mi rey simpático me ha metido a diplomático, quien avisa al Bernabé: Guárdate de San Ramón (San Ramón es el nombre del castillo baguenense). Y Miguel contesta: y por Dios y mi nombre, en lid cruenta, antes morir, que padecer afrenta. La obra muestra con acierto la situación que se vivía y que, de nuevo, Jerónimo Zurita recoge en sus ‘Anales de Aragón’ (Libro VIII, Capítulo XXXI):

[…] la discordia y división que había entre los frailes y comendadores de la orden de Calatrava, eligiendo los que residían en Aragón en el convento de Alcañiz su maestre y otro los de los reinos de Castilla. Y sobre esta división hubo grande contienda que duró mucho tiempo así en la curia romana como en las cortes de los reyes de Castilla y Aragón.

Pero, lo que aquí nos ocupa es que en el ‘Castillo de Báguena’ se nombra a Miguel de Bernabé como Miguel Gil de Bernabé, ya que ambos nombres se utilizaban ‒y siguen utilizándose‒ indistintamente. Sin embargo, las crónicas de los siglos XVI y XVII no dejan lugar a dudas sobre el auténtico apellido.

Este error histórico se ha perpetuado en el tiempo y hora es de corregirlo. También la Cooperativa de Báguena, fundada en 1960 y cerrada desde hace años, se llamó “Gil de Bernabé y del Santo Cristo de los Milagros”. Seguramente, quienes dieron nombre a la cooperativa, además de su advocación religiosa, quisieran tributar reconocimiento al más afamado personaje histórico de la población, ligado a una pieza característica de su patrimonio: Miguel de Bernabé y el castillo, que aún conserva una torre, no sabemos si es la que fue su túmulo; pero cometieron el mismo error que en esa obra de teatro.

Y, con esto, agradeciendo su compañía al tenaz lector que haya llegado hasta aquí, llegamos todos al final de esta pieza que no tiene más objeto que mostrar jirones de historias enmarañadas entre sí ‒o “enreligadas” como se diría en estas tierras‒ y enredadas también en el olvido.

Francisco Javier Aguirre Azaña.
Zaragoza, 23 de enero de 2023.


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