Hernán Ruiz Revista Imán 23HOMO NARRATOR

Llevo tres años estudiando al ser humano. Al principio creí que iba a ser un encargo fácil; al fin y al cabo es una criatura de una civilización inferior, totalmente desconocedora de la presencia de otros moradores del Universo, también de los que habitamos Adtelion, planeta de una galaxia que ni siquiera los humanos han llegado a avistar. Venía con ciertos aprioris, entre otros que me iba a enfrentar a un ser racional; y no es incierto, pero tampoco del todo cierto. Si hubiera que buscar una esencia definitoria de esta especie dominante en la Tierra no sería la de Homo rationalis si no más bien la de Homo narrator. Los que antes se denominaban cromañones y ahora Hombres Anatómicamente Modernos (HAM) están continuamente creando historias desde que entraron en escena. Mitos, leyendas, religiones, filosofías, todo forma parte de ese potencial fabulístico desplegado en la Historia que la posmodernidad elevó a los altares (todo son relatos). Ciertamente los hombres han llegado a un cierto grado de sofisticación científica y tecnológica que les ha permitido desarrollarse, pero siguen obsesionados con los relatos. Sus ciencias humanas y sociales han detectado desde 1995 lo que han venido en denominar el “giro narrativo”, que afecta a no pocas disciplinas aplicadas, como la mercadotecnia, la publicidad e incluso la economía, que curiosamente es la que más cuento tiene de todas ellas, pese a que comanda todas las actividades humanas. Incluso el discurso científico está aquí trufado de storytelling –como se dice en la lengua franca terráquea- por mucho que se empeñen en darle un estatus especial de fiabilidad epistemológica. Prueba de ello es que, a pesar de que los avances en genética y en el conocimiento del ADN demuestran hasta qué punto todos los humanos provienen de continuadas mezclas, cada colectividad o país recurre a mitos y leyendas heroicas que justifiquen su singularidad. Y la gente se lo cree, sino no se explicaría el auge del nacionalismo.

Ciencia y narrativa nacen de la curiosidad, la cualidad más distintiva del que podrá denominarse Homo antecessor (explorador), como uno de sus ancestros. Una insaciable curiosidad les ha llevado a sus más celebrados descubrimientos, aunque esa cualidad presenta su cara menos heroica cuando deriva hacia el chismorreo, el cotilleo u otras formas de curiosidad malsana que imperan en el comportamiento cotidiano de hombres y mujeres. No hay más que asomarse a sus entretenimientos, especialmente la televisión y las llamadas redes sociales, para comprobar hasta qué punto se ha pervertido ese impulso que tanto les hizo avanzar. Tras observarlos con detenimiento y mucha reflexión, he llegado a la conclusión de que los humanos se distinguen por construir conocimiento o representar interiormente la realidad de un modo que no tolera la sucesión de hechos aislados, por ello su cerebro busca de continuo crear pautas y modelos; a esa tendencia innata sus antropólogos y semiólogos la denominan “creación de sentido”. Ese procedimiento la cultura occidental lo entiende principalmente desde la dimensión racional del sapiens, si bien desde Oriente se ha venido apelando a otras dimensiones potenciales de la mente humana para crear sentido. El pensamiento indio, que ha sido el más fructífero en este campo, se fundamenta en antakarana o estructura funcional de la mente, su órgano interno y lo que conforma el ego (aham), es decir la estructura psíquica por la cual cada individuo se distingue de su entorno y del resto de sus compañeros de especie….; antakaramase despliega en varias dimensiones: chitta (memoria), manas o pensamiento discursivo que da –asignando y vinculando- nombre a las formas y formas a los nombres, budhi (conocimiento intuitivo) y ahankarao sentido ilusorio de individualidad interna, de estar diferenciado del otro y del resto de la creación. Ese complejo despliegue explica los procesos mentales, pero no la conquista de la sabiduría a la que aspiran los que quieren iluminarse transcediendo los sentidos y el sentido interno (antakarana) en que se muestra la conciencia, buscando en definitiva una liberación del mundo sensible (maya) que se consigue a través de la meditación. Nuestro pensamiento adtelionita también tiene en consideración esta complejidad, lo que nos ha permitido aprovechar todas las potencialidades de nuestro cerebro mucho mejor que los seres humanos.

Por otro lado, últimamente los antropólogos terrícolas insisten en otro rasgo distintivo de la especie: su capacidad para comunicarse, para compartir los descubrimientos. Resulta sorprendente cómo en tiempos incluso prehistóricos las innovaciones se transmitían con una celeridad difícilmente explicable de un lado al otro de la geografía terrestre. Y esa transmisión, del fuego por ejemplo, iba siempre acompañada de relatos. Elaborar historias y comunicarlas es la gran pasión de estos simios tan sociables, de la que no son del todo conscientes por haberlo asimilado cotidianamente. Los relatos se producen a todos los niveles, desde un chiste callejero a una sofisticada novela, desde un chascarrillo a un universo transmedia pasando por cuentos populares, juegos, relatos de bar, leyendas… No son solo verbales o escritos, los humanos son muy hábiles expresándose en imágenes; de hecho, su legado en artes plásticas y audiovisuales constituye una de las fuentes más provechosas para aproximarse a esta singular especie. En las pinturas románicas y góticas, así como en las de Leonardo, Rembrandt, Turner o Picasso se condensan tantas historias a un golpe de mirada…

Estos años de familiaridad con la estirpe del HAM me han permitido alcanzar algunas conclusiones fundadas sobre ellos. Podría resumir su devenir histórico en un eje de abcisas donde evoluciona la tecnología y otro de ordenadas en el que se van registrando los distintos universos simbólicos asociados (suelen denominarlos culturas). Nunca como ahora su tecnología había llegado a cierto grado de sofisticación -todavía lejos del nuestro-, pero me sorprende cómo los sucesivos universos simbólicos se van acumulando en este tiempo de bazar y confusión. Hoy día en el Planeta Azul existen tribus viviendo como en el Paleolítico, sociedades ancladas en la Antigüedad, no pocas en la Edad Media y otras que apenas han rebasado lo que ellos llaman Modernidad. Y todo ello acompasado con sus respectivos universos simbólicos; unos no han superado el mito, otros están imbuidos por una cosmovisión religiosa propia del medievo, algunos otros empiezan a atisbar la modernidad regida por la ciencia al tiempo que determinadas sociedades han alcanzado un grado de sofisticación que, no obstante, no afecta por igual a todas sus capas sociales. En muchos colectivos regidos por el Islam, por ejemplo, todo se supedita a la revelación del Corán, y ello no impide la convivencia cotidiana con la tecnología punta; así ocurre en los Emiratos Árabes o Arabia Saudi, donde el progreso tecnológico ha superado con creces un universo simbólico anquilosado. Pero eso también es extrapolable a las llamadas sociedades democráticas desarrolladas, donde los dispositivos digitales más avanzados conviven con arcaísmos religiosos, simplificadas fórmulas de pensamiento –muchas veces alentadas por los mass media– y relatos reaccionarios y dañinos catalizados por líderes populistas sin escrúpulos.

Las artes narrativas son un buen reflejo de ese desfase entre el estatus tecnológico y los relatos de este tiempo, en muchas ocasiones varados en modelos precedentes. Así la mayor parte del cine mainstream que se produce en el mundo no va mucho más allá de las directrices que el creador del cine narrativo, David W. Griffith, desplegara hace exactamente cien años. En literatura comprobamos como bestsellers y éxitos editoriales reproducen los modelos narrativos de la novela realista y naturalista de mediados del siglo XIX, simplificándolos, adaptando sus moldes genéricos con pinceladas de actualidad. Mientras la tecnología no deja de sofisticarse, la musculatura fabulística de estos productos culturales con vocación de contar no para de jibarizarse y homogeneizarse en el marco de la globalización. Dispositivos más acordes con la revolución digital, como la narrativa aumentada, los desafíos ergódicos, los ARG o el transmediastorytelling se arrinconan en la categoría de curiosidades, mundo friki, tendencia geek o poco más. Los aparatos evolucionan rápido mas no las formas de contar. Digamos que el universo simbólico más acorde con la contemporaneidad, al menos en este terreno, no ha llegado a equilibrarse con la tecnología desplegada, rompiendo los equilibrios del mencionado eje de abcisas y ordenadas. Ni siquiera los sapiens más avanzados en la interacción de la tecnología digital con las formas narrativas serían capaces de entender la complejidad de los relatos hipertransmediados que ya están normalizados en Adtelion… Tampoco entenderían nuestra sofisticada propuesta visual, puesto que aquí el cine y el videojuego en raras ocasiones rebasan los corsés del fotorrealismo heredero de la fotografía y, en última instancia, de esa ventana ilusionística que abrió la perspectiva renacentista. Videojuegos y películas pugnan por reconstruir una realidad más realista que la realidad misma, ignorando la revolución deconstructiva y abstracta que protagonizó aquí la pintura en los albores del siglo XX en pos de nuevos horizontes de representación.

Pero volvamos a los relatos, historias que inundan los mundos construidos por hombres y mujeres sin que sean del todo conscientes. Relatos religiosos, relatos de consumo, relatos de moda, relatos de entretenimiento, relatos económicos, relatos sociales y políticos. La política es la narración más disputada y posiblemente la más inquietante y peligrosa. Lo demostró el siglo XX, cuando las fábulas sobre paraísos sociales se apoderaron aquí de las masas y las mandaron a un insondable matadero en dos guerras mundiales. El XXI ha profundizado en esa tendencia manipuladora de un modo más sutil, más imperceptible. De la misma manera que son los poderes económicos y financieros quienes dominan y toman las grandes decisiones a nivel global –determinando luego las vidas de la gente-, esas elites generan los relatos y marcos mentales que les interesan inoculándolos a través de sus inyecciones mediáticas. De esta manera los medios al servicio de los poderosos –la mayoría- van difundiendo y amplificando narraciones que intoxican y devalúan la democracia. En un momento en el que la telemática permite en La Tierra una masiva democracia participativa, las verdaderas decisiones –por encima de la pantomima parlamentaria- parecen tomarse en un reducido corro de oligarcas que tienen a sueldo a políticos, storytellers, periodistas y community managers. Si esto ocurre en los llamados países avanzados, imaginaos el destino de las dictaduras dejadas de la mano de Occidente (muchas) o los autoritarismos camuflados (Rusia, Turquía, Venezuela, las petromonarquíasy tantos otros). Las narrativas subversivas circulan, pero poco pueden hacer contra las dominantes, respaldadas estas con fondos inconmensurables, difundidas por miles de canales que insuflan miedo (los cuentos populares ya estaban cimentados en buena medida en este temor tan humano).

Pero esos miedos infundidos no tienen la consistencia de las grandes amenazas que penden sobre la humanidad… Da miedo este mundo inhumano donde todas las primaveras liberadoras acaban abortándose, donde las desigualdades crecen con el telón de fondo de un planeta languideciente por sobreexplotado y contaminado, donde el control se expande y la libertad se mengua. Ese es el verdadero miedo que se empeñan en ocultar lanzando otros pequeños temores que refrenden los intereses de los que mueven los hilos. Y así una gran masa de “miediocres” -atenazados por el miedo- sigue las directrices dominantes. Así pues, el quid no está en el eje de abcisas, la tecnología, sino en el de ordenadas: solo un universo simbólico liberador y honesto salvará al Homo narrator(los orientales precisarían que un universo simbólico surgido de un proceso de trabajo interior, honesto, preciso, individual y a la vez colectivo, que permita por fin trascender las limitaciones egóicas de la mente humana). Para ello hay que ganar la gran guerra de los relatos. Y de momento ganan los malos, los del bando equivocado que tiene la manija. En Adtelon sabemos mucho de eso, pues en la Edad Oscura de Triertelon, hace casi mil años, también nuestra sociedad fue regida por adtelontes poderosos que concentraban toda su energía en la avaricia -en pos de una acumulación sin límites que acababa beneficiando a unos pocos- hasta que llevaron nuestra civilización al abismo. En la Nueva Era de Hontirtern, tras la Gran Hecatombe, tuvimos que empezar de nuevo abandonando esa tendencia tan egoísta y destructiva, cimentando la sociedad en machones mucho más solidarios que nos han hecho avanzar espectacularmente. Estos seres que estudio, que más bien tendrían que etiquetarse como homo stultus, parecen empeñarse en despeñarse hacia el precipicio. Vislumbro cómo la barca se aproxima fatalmente a la catarata, pero no estoy autorizado a mandarles una señal.

 

Hernán Ruiz.

Se asomó al mundo por vez primera en el balcón elevado y fragoso donde nace el Duero, quizá por eso prefiere la compañía de montañas y  bosques. Como ha vivido en Soria, Aragón, La Rioja y Madrid, y no sabe ya de dónde diablos es, se ha inventado una nacionalidad celtibérica que solo se adscribe al espíritu. Desde la adolescencia le fascinaban los fenómenos estéticos, por eso quiso escudriñar el arte en la universidad; luego le atrajo especialmente el séptimo, empeñando buena parte de su carrera en su análisis, contumaz tarea que ha deparado una quincena de monografías y una larga docencia universitaria del doctor Javier Hernández Ruiz. Como no solo el pan teórico sacia el hambre, quiso ponerse a cocinar guiones e incluso probó de chef detrás de la cámara (Quercus, 2005)… Luego se abonó de manera pionera a la narrativa transmedia, con Plot 28 y su libro de relatos “aumentados” Bitácora a la deriva. Para una rebelión (2015) y Plot 28. Novela transmedia (2019). Ese ecosistema digital y transmediado es precisamente diagnosticado en su último libro de relatos, Desvaríos en el laberinto digital (2020).


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