Por Víctor Bravo
“El homo sapiens está a punto de ser
suplantado por el homo videns, que no sería ya
portador de pensamiento sino de
postpensamiento”.
Simona Raffaele
Un nuevo giro tecnológico estremeció los cimientos de la imagen de mundo en Occidente: el llamado giro mediático, que convoca una sobreabundancia de imágenes como modos de pensar y expresar la cultura. Este giro tiene una de sus más importantes expresiones en la televisión, y uno de sus últimos avatares en el precipitado de generaciones de los ordenadores. En este contexto, la escuela pierde todo su prestigio simbólico, y, –como señala Beatriz Sarlo– “Investida de la autoridad que ya no tienen las Iglesias ni los partidos políticos, ni la escuela, la televisión hace sonar la voz de una verdad que todo el mundo puede comprender rápidamente”. En este contexto, “la sociedad vive en estado de televisión”, y todo parece invadido por lo massmediático: “Donde llegan los massmedia no quedan intactas las creencias, los saberes y las lealtades”.
El giro de la “era” informática y digital, del homo videns, parece alejarse del libro y la lectura, para acceder a una suerte de visión no alfabética, que regresa al habla, que se afirma en las imágenes antes que en los conceptos. Hoy estamos al centro del debate sobre si esa “era” supone la muerte del libro y de la lectura o si, por el contrario, supondrá una perspectiva tecnológica distinta para el conocimiento.
Puede hablarse, de este modo, usando la dicotomía que Umberto Eco utilizó como título de unos de sus libros, de “apocalípticos” e “integrados”: los que creen, quizás con una mirada apocalíptica, que regresamos a una suerte de “habla”, de estadio “pre-alfabético”, “pre-conceptual”, que estimula el diálogo banal —al “chatear”—, que propicia la muerte de la lectura. Tal apreciación parece coincidir con las últimas estadísticas de la Unesco, que señalan el descenso escandaloso de lectores por países; y los que creen que la pantalla del ordenador reestructurará la forma del libro que impuso la imprenta y que hoy es posible decir que la pantalla del ordenador es una página de escritura y lectura que circula bajo unas premisas y a velocidades que no son concebibles con el libro tradicional. Se señala que en esta nueva fase “el habla ha recibido un increíble empuje planetario provocado por el descubrimiento de unos nuevos medios de comunicación”, se da fundamentalmente en los jóvenes, y en este nuevo horizonte, “el libro ya no es el emblema del saber y del conocimiento”. Esta nueva modalidad perceptiva sería no alfabética y, por tanto, no secuencial sino simultánea.
Estamos muy cerca de este “giro” como para prever sus alcances e incluso, sus limitaciones. Dos cosas, por lo menos, son objetivamente ciertas: la escritura y la imprenta abrieron dos nuevas y abrumadoras formas de recepción y de conciencia, apertura que produjo radicales cambios en la estructura de pensamiento de nuestra cultura; la era de la informática cambia y agrega nuevas formas de recepción, comprensión y expresión. Cabría preguntarse si los dos aportes son excluyentes o coexistentes.
La era massmediática
El siglo XX, en el impacto y celebración de nuevas revoluciones tecnológicas, da paso a la llamada era massmediática: el predominio de la imagen, el vértigo informacional de las computadoras, da nacimiento a múltiples mitologías de la imagen, a la separación feroz del libro y el hábito de la lectura, la transformación de ese nuevo hombre en Homo videns. El mundo del libro que es el mundo del conocimiento y de la experiencia estética, da paso a otro mundo, el del precipitado de la información y el espectáculo o la diversión.
En los primeros tiempos de la era informática, era posible asistir al entusiasmo de pedagogos y docentes en la utilización de la imagen como sustituto del libro en la enseñanza. Poco tiempo bastaría para convencerse de que la imagen da un conocimiento sin la profundidad comprensiva de discurso conceptual que puede albergar la escritura. El homo videns, nuestro contemporáneo, se coloca en una nueva situación respecto al saber y el conocimiento. Nueva situación que ha producido criterios encontrados: los que denuncian el regreso a alguna forma de analfabetismo; y los que señalan que la pantalla del ordenador ha devenido página escrita para nuevas y quizás aún hoy, insospechadas formas de lectura y de acceso a nuevas vertientes del saber. Lo que sí es cierto es que en el largo horizonte de siglos que da cuenta de las intervenciones tecnológicas de la escritura, de la imprenta, de la era informática, en diversos momentos del trazado diacrónico, se han producido importantes transformaciones de la estructura del conocimiento: en las culturas orales, la dominante es la sabiduría, detentada por los ancianos, enunciadores de los grandes relatos, poseedores de la memoria; en las sociedades con escritura y, de manera intensa, en la “era Gutenberg”, lo apreciado fundamentalmente pasa a ser el conocimiento, con tendencia al saber especializado y, su detentador es, fundamentalmente, el hombre adulto. En la era massmediática, lo primordial parece ser la información y, el sujeto para la competencia y el juego con el ordenador, parece ser el joven profesional, incluso el adolescente. Es frecuente hoy, observar profesionales adultos sometidos a la bondad o tiranía de sus hijos, para el acceso a las diversas complejidades de los ordenadores. Aquí, calza repetir la frase de Eliot: “Qué se hizo el saber que el conocimiento no me deja ver; qué se hizo el conocimiento que la información no me deja ver”. La sociedad de los ordenadores es la sociedad (atestada) de información, orientada al parecer, hacia alguna forma de oralidad o, quizás, hacia otras formas de escritura. En este nuevo horizonte, es necesario preguntarse si sobrevive el lector tan celebrado en la revolución de la lectura del siglo XIX, o si estamos asistiendo a la muerte del lector, o a un lector aún de características impredecibles.
Para qué leer, si lo real es lo que sucede, si el suceder de las horas arrastra todo a su paso, si el ser es carnadura de temporalidad, si la vida está en medio del remolino, como señalara el personaje de Joao Guimaraes Rosa, en continuo movimiento, como las plantas y las galaxias; si la práctica de la lectura es una especie de “anomalía”, cercana a la locura, un intento de alcanzar la fijeza, de conquistar un ámbito separado, de hacer del silencio un camino hacia la interioridad, de sembrar la reflexivilidad con la duda y la pregunta, semillas de la conciencia crítica. En este sentido, ha señalado Hartman: “Hay algo provocativo, incluso antinatural en la lectura”. La figura del lector es hija de la noción de libertad, y su surgimiento es reciente, nace con la modernidad, con la que McLuhan llama la era Gutenberg. Brota la práctica de la lectura, en un momento de la cultura, en la necesidad de habitar un ámbito de diferencia.
En los inicios del siglo XXI, a veinticinco siglos del surgimiento del alfabeto griego, a casi quinientos años del inicio de la “era Gutenberg”, e inmersos en la era informática, afloran las preguntas iniciales: ¿Por qué se escribe? ¿Para quién se escribe? ¿Se lee? ¿Para qué se lee? Algunas de estas preguntas alimentan la reflexión de escritores de diferentes épocas como Flaubert o Maurice Blanchot: en demanda de esas preguntas parece haber muchas respuestas y ninguna. Si en Madame Bovary, Flaubert nos muestra el drama de la subjetividad arrastrada por el hipnotismo de la lectura en la insensata y profundamente humana intuición, ya intensamente realizada por El Quijote, de unir ficción y realidad, en La tentación de San Antonio, “la primera obra literaria que se ubica sólo y exclusivamente en un entorno de libros” (Blumenberg), trata de unir lo enciclopédico y lo bíblico, intento que continúa en Bouvard y Pecuchet, donde lo enciclopédico, la búsqueda del saber, la apetencia de cono- cimientos se revela de pronto como inútil. La demanda de un saber enciclopédico desde la marginalidad de los escribientes, nos revela la sobreabundancia de libros en un contexto donde la apetencia de conocimientos es una desmesura, un acto portentoso, quizás hermoso, de seguro inútil.
¿Por qué leemos?
La literatura pareciera habitar esa zona entre el límite, firme y objetivo de la comunicación, y, en el otro extremo, el límite cenagoso y abismal del sinsentido. En esa zona elabora sus diagramas, sus aristas del estremecimiento, sus castillos transparentes, sus estallidos de asombros. Como el personaje de Joao Guimaraes Rosa, la literatura quiere habitar la tercera orilla del río; y unas veces parece avanzar hacia la primera orilla, manifestándose a la vez como espejo y pregunta; y otras veces, se acerca a la extrema orilla cenagosa, entonces quiere reducirse al silencio, o mostrarnos el insostenible vértigo del sinsentido. Desde este recorrido nos dice Flaubert que desearía escribir una novela sobre nada, o Blanchot hacer de la experiencia literaria como la experiencia más profunda del ser
Decía Luis Ferré que quien sea intensamente reflexivo tropezará con una valla continúa de paradojas. Esa intensidad reflexiva es también el camino hacia el sinsentido. Quizás el por qué se escribe, más allá de las inmediatas razones de reconocimiento, narcisismo, para un lector, para la posteridad, etc., parece responder a la necesidad de representación de esa zona donde habita la literatura, que es también experiencia límite de la vida. Sin duda se escribe para un lector, y ésa es la certeza del editor y de los estrategas del mercado del libro; sin embargo, tal como lo ha revelado la reflexión de Blanchot, en el acto íntimo de la escritura el escritor tendrá dificultades para responder claramente por qué y para quién se escribe. En ese instante, quizás el escritor intuye que escribe para algo más profundo, para algo que toca lo divino y lo siniestro a la vez. Es el instante de escribir para nadie y de nada, de labrar con la escritura un enigma irreductible, de escribir y destruir lo que se escribe, como vemos con escándalo en algunos dadaístas y en el mandato de Kafka a Max Brod de la destrucción de sus papeles. Mandato, lo sabemos, no atendido a pero que revela con contundencia la grieta del enigma irreductible del para qué y para quién se escribe.
El escritor de éxito, la lógica del mercado y la estadística responderán claramente a estas preguntas: el libro circula en el gran mercado pero no deja, por ello, de arrastrar algunas contradicciones. La estadística nos habla de un descenso de la práctica de la lectura en el mundo. Después de las gloriosas décadas de los grandes lectores en el siglo XIX, la estadística siempre nos informa del descenso alarmante del número de lectores. Pero esta contradicción (producción de numerosos libros en contraste con la capacidad lectora o número de lectores) es consustancial con la imprenta, y no ha cesado de manifestarse. Así ya en 1477, Hierónimo Squarciafico, quien promovió la impresión de clásicos latinos, señalaba que “la abundancia de libros hace menos estudiosos a los hombres”, y a fines del siglo XVII, cundía ya la alarma por la cantidad de libros impresos. Leibniz, en 1680, hablaba de “esa terrible masa de libros que continúa aumentando” y “la infinita multitud de autores que pronto nos expondrá a todos al peligro del olvido universal” (McLuhan). En un bien documentado libro, Los demasiados libros (1996), Gabriel Zaid nos describe la lógica o ilógica de esta contradicción; y la escritora Cristina Peri Rossi se quejaba, en un artículo, de las demasiadas novelas: “tengo la sensación de que todo se publica, todo es traducido, en una especie de frenesí editorial dirigido a unos pocos lectores”.
Esa contradicción se revela observando el volumen de producción de libros en países como Francia y España y la desproporción del número de lectores. Al parecer, la feroz dinámica del mercado en estos países donde hay garantía de una franja lectora, produce un volumen de libros que van al mercado, y si no hay, con relación a algunos títulos, respuesta de consumo, éstos van a la destrucción: se enciende de nuevo la hoguera de los libros.
¿Por qué leemos? Más allá de los imperativos pedagógicos, de educación o profesionales, el acto de lectura también es enigmático; parece responder a una apetencia inescrutable, quizás a punto de extinguirse según las cuentas de la estadística, como si fuese una silenciosa inmolación espiritual.
¿Es el libro hoy un objeto anacrónico? El debate sobre esta pregunta, en la fascinación o crítica de la era informática, no cesa. Es posible que el libro, que sobrevivió a incendios de la Biblioteca de Alejandría, a la furia del persecución de los tiranos, a los nuevos y efímeros dioses de la imagen televisiva, afirme, una vez más, la multiplicidad de mundos que habitan sus páginas, y sobreviva a la gran hoguera desde siglos encendida.