José Antonio Prades

INCENDIO REDIMIDO

 

“Regresemos a los vientos de mi pueblo”, me dijo Gregorio observando desde la ventana el cierzo que nos estaba matando. Sí, era cierto que allí, en aquel paraje donde se alzaba la vivienda de su abuelo, en el que Gregorio se había criado, el viento se hacía brisa y silbaba entre los pinos dulces, llenos de piñas piñoneras, y qué gracia le hacía no saber pronunciar bien la eñe. Aún ahora, con noventa y dos años, se reía mientras me enseñaba su lengua entre los dientes haciendo como que se le trababa mientras pronunciaba “pinos de pinas piñoneras para los niños y niñas”.

Gregorio no quiere saber que en aquel lugar donde su abuelo levantó la casa familiar, ahora se alza una urbanización contra la que hay denuncias por vertidos sin depurar y residuos sin recoger. Tampoco quiere recordar que hubo un incendio hace treinta años que destruyó sus pinos piñoneros, que la Guardia Civil descubrió que había sido intencionado, pero nadie pagó por ello, y la promotora inmobiliaria del pueblo cercano más grande consiguió la autorización para levantar cincuenta chalés con unas vistas prodigiosas frente a la sierra que aparecía nevada a mediados de diciembre. Gregorio me contaba todos los años cómo su memoria se activaba con los temporales contados por su sobrina en la tele, que era a quien se le había ocurrido que los telespectadores enviaran fotografías con las incidencias que el tiempo causaba en sus lugares. “¿Y por qué nunca mandan fotos de mi pueblo? Aún tendré que ir yo para hacerlas, que mi sobrina seguro que las pondrá, siendo de la familia”.

Gregorio, que es mi vecino desde hace más de veinte años, y no quiere irse a vivir con su hija, me toca el timbre de vez en cuando, y se me cuela en casa, hasta la ventana del salón, se sienta en un sillón orejero, como el de su abuelo, me dice, mira hacia el horizonte, hacia la sierra, y empieza un monólogo que podría ser como éste:

 

¡Ay, querida vecina, quién pudiera volver a encorrer conejos por aquellos parajes! Si mis piernas me respondieran, aún subiría hasta aquel cabezo para traerte la leche de las vacas, las lechugas de mi huerto, y las alcachofas, no te digo qué ricas son esas alcachofas.

 

Gregorio nunca quiere contar lo que su hija me dijo hace ya unos diez años, hablando de cómo su padre tenía la memoria selectiva y apartaba los recuerdos no deseados. Resulta que el hombre estuvo a punto de morir en aquel incendio porque había ido a desbrozar sus terrenos precisamente para evitar que un posible incendio alcanzara las propiedades. Gregorio era el único de la familia que defendía mantener la casa tal como la dejó su abuelo. Pero ardió porque no llegó a tiempo y ese verano el bosque de aquel cabezo y varios kilómetros cuadrados de alrededor se consumieron entre las llamas, mientras él, alocado, no paraba de ir y venir con su furgoneta hasta el río para traer agua y más agua. Su locura le llevó casi a la muerte. Cuando llegaron los bomberos, ya tenía quemada la cara y las manos y se encontraba a punto de la deshidratación. Cayó a los pies de la primera autobomba que apareció.

Estuvo más de tres meses en el hospital, en silencio. Cuando salió, se fue directo a casa del constructor del pueblo de al lado, le roció toda la valla con gasolina y le prendió fuego mientras disparaba postas contra las ventanas.

Lo encarcelaron. Cuando salió, sus hijos lo trajeron a este piso que pertenece a Javier, el pequeño, el millonario, aquel que ahora había comprado todos los terrenos anexos a la urbanización, que quería aislarla de los suministros, que descendiera todo su valor, comprarla entera cuando ya fuera imposible vivir allí, derruir los chalets, plantar pinos piñoneros, construir en la punta del cabezo una casa igualita a la de su bisabuelo y llevar entonces allí a Gregorio. Calculaba que le costaría unos ocho años. Y Gregorio, sin saber nada, o eso parece, siempre me dice al terminar esos monólogos.

—Celebraré mi cumpleaños número cien en la casa de mi abuelo. Te invitaré.

José Antonio Prades


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