Carmen BandrésINCIERTO FUTURO

Risas traviesas
emergen saltarinas
desde risueñas boquitas;
niños acunados
entre sábanas amables
y miradas cariñosas;
niños hoy de endeble tallo
aspirante a copa altiva
que con audacia se alzan
para contemplar curiosos
la luminaria celeste…
¡Saborea hogaño
estas horas entrañables
antes de que el tiempo
sumerja en el olvido
el arco iris de ayer!

Presto concluye la infancia
velada por un halo ingrávido,
crecen anhelos y proyectos
envueltos en lozana fantasía.
Adiós a los días rosados
adiós a las risas de caracola
a las olas que besan la arena
y a la inocencia genuina.

Así es el paso del tiempo
que, ingenuo, osaste burlar;
atrás, muy atrás quedaron
los dulces días dichosos
cuando tus pies alados
volaban de nube en nube
sin miedo al turbio abismo
de un futuro incierto.

Llanto en la noche oscura
lágrimas que anegan el suelo
hollado por pies impolutos
desahuciados del paraíso.
Poco puede la débil frazada
contra la glacial tiritera
que no proviene del frío
sino de huesos pasmados
helados en el desamor.

Estos pesares nuevos
y perennes golpes remotos
cargan mi espalda exhausta
con una pesada mochila;
cargan mi alma con el hastío
de infaustas horas amargas
que no son de hoy ni de ayer
sino de cualquier instante
cuando bates tus alas,
soledad.

De “Tiempo fugitivo”
Huerga & Fierro, 2020

Las luces del alba

Papá frente a su máquina de escribir, mamá junto a la de coser y, como viento huracanado que viajaba entre ambos, la voz airada de mi padre quejándose del monótono traqueteo de pedales y aguja, que le impedían concentrarse en sus escritos. En tal escenario, yo apenas era un objeto inanimado, sin derecho a rechistar y pegado a mi libro en un vano intento de solucionar los problemas de química como quien apresa una mariposa en vuelo. Mi mente divagaba huyendo de los ruidos infernales, pues, aun cuando mamá no protestaba, la vieja olivetti tampoco permanecía muda.
Acababa de cumplir quince años y, como afirmaba mi tía Tere, era un chiquillo despabilado a punto de finalizar el bachillerato, si la química no lo impedía. La tía decía también que me distraía con el vuelo de una mosca, pero no era verdad. Esos insectos nunca me han importado un pimiento y sólo me incomodaban cuando aterrizaban en mi sopa, zambulléndose inquietos hasta que lograba rescatarles con la cuchara: había que seguir comiendo, pues la mirada severa de mis progenitores no admitía titubeos. Sin embargo, era cierto que algo me perturbaba; no precisamente las moscas, sino Susana, mi vecina. Ambos nacimos el mismo trece de junio y tantas veces como reñíamos hacíamos después las paces. Susana y yo crecimos como hermanos, ya que los dos, por suerte o por desgracia –que eso nunca se sabe–, somos hijos únicos. Por ello, tanto los vecinos como la familia se habían acostumbrado a referirse a nosotros como a “los gemelos”; quizá por no llevar la contraria a todo el mundo, también yo veía a Susana como a una hermana… hasta que dos capullos imponentes brotaron en su pecho.
Susana se cortó las trenzas y su mirada adquirió matices de picardía que añadían un sugerente encanto a nuestros juegos inocentes; mi actitud hacia ella cambió conforme su cuerpo se transformaba y su estatura se elevaba, sobre todo con la ayuda de los zapatos de tacón que calzaba los domingos y que subrayaban la curva firme de sus caderas, cada día más redondas. Pili, una compañera que no tragaba a Susana dio el chivatazo a las monjas y nos acusó de besarnos de modo poco fraternal… Desde entonces, las religiosas controlaron con celo inusitado cada uno de los pasos de Susana. Parecía como si los chicos portásemos un virus muy contagioso, proclive a quebrantar la salud espiritual de las alumnas a poco que nos aproximáramos “Quien ama el peligro, perecerá en él”, repetían incansables en monótona letanía las reverendas hasta amedrentar a las chiquillas más tímidas, de tal guisa que ellas, aunque lo deseasen ardientemente, se abstenían de rozar con su piel la de cualquier muchacho. Intolerantes hasta la médula, las pías hermanas llevaban cuentas de todo cuanto acontecía a su alrededor, pero sólo pasaban las de su santo rosario.
La madre Hortensia, distinguido baluarte de la disciplina en el colegio, se convirtió en celoso cancerbero de Susana y retrasaba su hora de salida con la magia de una y mil tretas: aunque ella llevaba siempre la melena recogida, no mascaba chicle y hacía puntualmente sus deberes, la más insignificante minucia servía como pretexto para castigarla. Yo esperaba cuanto fuese necesario, oculto tras los setos próximos al colegio para esquivar la vigilancia de las monjas, pues me esperaba la mejor recompensa: unos minutos en los que Susana caminaría junto a mí, muy próximos nuestros cuerpos que al final se unirían durante un instante al despedirnos en la puerta de su casa. Eran sólo unos segundos infinitos, pletóricos de amor, que yo intentaba prolongar alentado por la complicidad de Susana.
Susana era el motor de mi vida y me hacía sentir capaz de conquistar el mundo e incluso de aprobar la química… aunque, cuando estábamos juntos, sólo deseaba enlazarla por la cintura y susurrarle al oído poesías robadas a Bécquer mientras sentía su pecho palpitante próximo al mío.

Hoy estoy furioso: Susana me ha contado que el profesor de francés la ha sacado a la pizarra y después de felicitarla por su bonita pronunciación, no ha cesado de lanzarle miraditas. No le quitaba ojo de encima y por la tarde nos lo hemos encontrado ¡qué casualidad! camino de casa. Me ha ignorado por completo y ha tomado la mano de Susana con gran familiaridad y ha tardado un siglo en soltarla. Odio a don Rodrigo, aunque él no tiene la culpa de tener tan buen gusto. Pero debería fijarse en las mujeres de su edad. Tendré que repasar mi libro de química, a ver si encuentro un brebaje que lo condene a un sueño perpetuo… Para terminar el día, Susana, que parecía encantada con las atenciones de don Rodrigo, me ha dicho que este verano asistirá a un campamento en el que, además de practicar deportes y visitar parajes idílicos, reciben lecciones de francés. No me ha gustado nada la idea, pero aún faltaba lo peor: ¿quién estará también allí?, ¡don Rodrigo! Por más que le he insistido, Susana dice que ya se ha anotado y no piensa borrarse. Me tilda de celoso y se ríe de mí, como si fuera un niño.
No tragó la química ni el francés; y, ahora, tampoco la comida. Mamá ha empezado a preocuparse y habla de ponerme en manos de Esther, una de sus amigas que es psicóloga. Papá dice que lo que yo necesito es mano dura y piensa enviarme al pueblo, de vacaciones con mis primos, que curan todos sus remilgos trabajando en el campo durante el estío.

Definitivamente, Susana se va de campamentos. De nada han servido mis ruegos —reproches, según ella—. En el fondo, creo que la presencia de don Rodrigo le supone un aliciente más. Todas sus excusas me parecen palabras huecas. Preferiría que fuera sincera conmigo, como lo ha sido hasta ahora.

Estoy desesperado. Noto con claridad cómo Susana se aleja de mí. Me rehuye y torna a mirarme como a su otrora compañero de juegos. Nada es ya como antes e incluso me hurta el beso de despedida. Creo que la molesto y si aún permite que la acompañe es un poco por conmiseración y un mucho porque cuando llegue el final de curso volará lejos de mí: en septiembre, estoy seguro, todo habrá concluido. Realmente, todo ha terminado; el fin del verano representará sólo la confirmación de una sentencia ya dictada.

Susana se ha marchado. Escondido tras un grueso tronco de árbol, he visto como subía al autobús, feliz y risueña, celebrando festiva las bromas de don Rodrigo, siempre pegado a sus talones. No se ha despedido de mí. El viernes pasado, cuando nos separamos, le basto un simple “ya nos veremos a la vuelta”, una promesa ambigua que ni siquiera implicaba el compromiso de escribirnos.
He regresado a casa por el mismo camino que tantas veces hemos recorrido juntos. Me vuelvo con la esperanza de encontrarla, como si ella caminase justo detrás de mí y todo fuera una broma pesada… pero sólo veo, una y otra vez, su imagen ascendiendo lentamente al autobús. Ni un solo instante sus ojos han buscado los míos. ¡Ella sabía que yo estaba allí, cercano, como siempre, pero me ha ignorado!
Sin darme cuenta, mis vacilantes pasos se han tornado en grandes zancadas. Quiero refugiarme en mi cuarto sin ver a nadie, pero esta estúpida puerta me lo impide ya que no acierto a introducir la llave. Tanto he forcejeado con la cerradura, que mamá ha salido a abrirme. He pasado junto a ella, sin darle siquiera un beso ni atender a su mudo interrogante, y me he tendido de bruces sobre la cama. Lloro. Sin aspavientos, sin alboroto. Es el alma lo que duele, un dolor muy distinto del que sentía cuando papá azotaba mi trasero tras una diablura.
A la hora de comer, mamá me ha obligado a bajar al comedor. Ha fingido que no veía la cama sin hacer, algo que en otras circunstancias habría provocado una buena bronca. Tampoco ha insistido mucho cuando me he mostrado incapaz de tragar el menor bocado. Barrunta que me pasa algo y seguramente intuye la verdad, pero se limita a suspirar, sin duda para no incrementar el enojo de mi padre, que tiene un pronto fácil y menos paciencia que ella. Mi canario tampoco ha comida nada y ha dejado de piar, pero es que el pobre está enfermo y, probablemente, morirá pronto. Yo también deseo morir.
Mis amigos han telefoneado para entrenar. El domingo jugamos contra el instituto. Odio el fútbol. Odio todo lo que no sea Susana. Tal vez también la odie a ella. No, eso no. Jamás. He crecido pegado a Susana como el liquen a la roca. Y nada me separará de ella.
He puesto el tocadiscos. Yesterday, los Beatles, mis favoritos. No aguanto la música y retiro el disco bruscamente: durante un instante lo he contemplado, negro como mi ánimo, mudo, inútil y con un agujero en el corazón. Entonces ha resbalado ente mis dedos y se ha partido contra el suelo.

Susana no contesta ninguna de mis cartas.

Muy pronto nos darán las notas. Todo esto ha influido mucho en mis exámenes, espero malas noticias.

Susana no se pone al teléfono.

Mañana por la tarde regresa del campamento. ¿Iré a esperarla?

¡Sorpresa! He aprobado todo, incluso la química, eso sí, por los pelos. Mis padres, convencidos del desastre, estaban locos de alegría. ¡Más sorpresas! Cuando hemos llegado a casa, mamá me ha conducido al recibidor mientras una enorme sonrisa iluminaba el rostro de papá. Allí me esperaba una flamante bicicleta, por la que llevaba suspirando ni sé cuánto tiempo. “Ya conoces, hijo, la humanidad de don Luis Resino. Me lo encontré ayer por la tarde, comentamos lo taciturno que andas últimamente… y me dijo que no tenías que preocuparte por los exámenes: ni una para septiembre. Hablé con tu padre y salimos presurosos hacia la tienda…”
Me hacía falta una buena noticia. Y me ha emocionado la reacción de papá. Él siempre es así. Siente y actúa. Nunca se lo piensa dos veces… He salido inmediatamente a probar la bici, es magnífica. He remontado la cuesta de la catedral y, al pasar junto a Ciclos García, una idea ha atravesado mi mente. En la puerta, el dueño esperaba paciente la llegada de algún cliente. He dado varias vueltas, indeciso, merodeando por la plaza en torno al establecimiento. Avance. Retroceso. Otra vez. Y una más. Por fin me he decidido, pero precisamente entonces el hombre estaba atendiendo a un señor corpulento que llevaba de la mano a un niño de siete u ocho años. Tregua. Lo pensaré un poco más.
Algunos minutos después, tras nuevas y sucesivas determinaciones inquebrantables con sus correspondientes retractos, dirimía en Ciclos García la devolución de la bici. Cuestión zanjada. Me ha costado mucho convencer al propietario, pero finalmente he recuperado casi todo el dinero. Cuando iba a entregarle mi preciado tesoro, una lágrima insolente ha resbalado por mis mejillas, delatora de mi emoción.
Enfrente me esperaban abiertas las puertas de la Joyería Somoza. He adquirido una sortija preciosa en la que estaba engarzado un diminuto brillante. Susana, de regreso a casa, siempre la contemplaba embelesada… Ya veremos como explico todo esto a mis padres, cuando se den cuenta de la desaparición de la bici. Pero, a pesar de sus últimos desaires, Susana se lo merece todo.

No he podido dormir en toda la noche. Mis ojos abiertos de par en par y las imágenes de Susana desfilando ante ellos, muy nítidas cuando eran alegres, sombrías cuando Susana se alejaba sonriente, de la mano de don Rodrigo… nuestras excursiones al río, en cuya ribera, ocultos entre los juncos, jugábamos a médicos y yo exploraba ávidamente el cuerpo de Susana, que ella me mostraba con toda naturalidad… entonces, deslizándose con sigilo por una negra tela de araña, surgía don Rodrigo para arrancar de mi lado a la personita que tanto adoraba. Ella pronunciaba su nombre con cálido acento y él ceñía su cintura con hebras de oro; yo les veía alejarse sumido en un abismo profundo, enorme y peligroso, del que no podía escapar, mientras ellos se desvanecían flotando en el aire.
Entre risas y lágrimas, como si estuviera viendo una de esas comedias que no sabes bien por qué ríes y lloras al mismo tiempo, han pasado las horas. Por fin, medio sonámbulo he salido sin lavarme ni desayunar. He permanecido apostado junto a la plaza, pálido, ojeroso, sin osar mezclarme con los familiares que esperaban la llegada del autobús. También estaban Clara y Pili. Y algunas más. En algún momento me ha parecido que cuchicheaban entre ellas mirándome de soslayo, mientras unas risitas burlonas emergían de sus labios; yo, furioso, simulaba indiferencia y estrujaba entre mis dedos el estuche que contenía la sortija, la joya que en breves minutos luciría el anular de Susana.
El autocar ha llegado por fin, con casi una hora de retraso y, poco a poco, figuras alborozadas descendían para verse inmediatamente envueltas en un caluroso recibimiento.
Susana ha bajado la última, de la mano de don Rodrigo, y ambos se han reunido con los padres de ella. Susana les ha presentado al profesor de francés y todos se han alejado, charlando alegremente. Ninguno ha advertido mi presencia.
Quiero morir, pero no sé cómo hacerlo. Tengo mucho miedo. ¿Declararme en huelga de hambre? No, no sirve: demasiado tiempo y, además, sólo de pensarlo me entra un apetito feroz. Tengo que probar otra cosa. ¿Tirarme desde la azotea…? Aún recuerdo lo mal que lo pasé, las piernas temblorosas que apenas me sostenían en pie y un nudo en el estómago, cuando tuvimos que franquear una frágil pasarela tendida sobre un abismo pavoroso durante la excursión del año pasado a la montaña.
¡Una pócima! Esa es la solución: un veneno mortal. Mi mente se ha iluminado de repente con este remedio ideal: después de todo, la química sirve para algo… el tío Juan guarda cianuro en su laboratorio fotográfico y antes de volver a casa puedo pasar a visitarle, siempre se alegra de verme. Resultará fácil hacerme con una pizca. Pero antes, tendré que despedirme de Susana. ¡Ha de saber que muero por ella! Tiraré la sortija al río y escribiré mi última carta.

Me encuentro en mi dormitorio, una página en blanco frente a mí y un frasco, atiborrado de cianuro, que yace en el extremo opuesto de la mesa. Pero ni la carta se llena ni el frasco se vacía… Quizá Susana tampoco llore cuando reciba mi mensaje: al principio, no se lo creerá; después, cuando le llegue la noticia de mi muerte, tras una explosión de llanto, se le pasará pronto y, además… ¡se consolará en brazos de don Rodrigo!
¿Morirme sólo? ¡vaya fastidio…! Poco a poco el sueño me vence y mi cabeza descansa por fin sobre una hoja de papel que, bajo el encabezamiento, todavía espera el mensaje postrero de un enamorado desolado…

***

Me despierto acariciado por las primeras luces del alba, conecto la radio para escuchar mi emisora favorita, que a esa hora desgrana inmisericorde los sucesos del día anterior. “Joven se suicida en Marbella por amor”. Me abrazo fuertemente a Violeta, tanto que emite un tenue quejido de dolor, pero yo no le hago caso y la beso apasionadamente, como si naciera de nuevo al amor, olvidado el anterior que se disipó suavemente, que ya no duele, ni emociona, ni grita… porque Violeta lo ha enterrado y ya sólo existe ella para mí. Un amor infinito que gotea día a día regando con su fragancia la savia de mi vida. Una existencia agradecida a la fuerza imperiosa del amor compartido.


GRACIAS POR ACEPTAR nuestras cookies, son simplemente para las estadísticas de visitas en Google.

Ver política de cookies
 
ACEPTAR

Aviso de cookies
Ir al contenido