María Dolores Tolosa
Escritora de novela, cuento y literatura infantil

     Instantáneas

Por azares del destino fui a nacer en un pequeño pueblo de Euskadi del que no guardo recuerdos ni lazos afectivos, será por eso que siento una querencia especial hacia las tierras del norte a pesar de que mi vida ha estado ligada a la ribera del Ebro. Me atraen las montañas y no soy, en absoluto, montañera en el sentido deportivo de la palabra, pero me gusta sentir, aunque solo sea por breve tiempo, que formo parte de su paisaje geográfico y humano; una especie de adopción transitoria. Huesca, sus tierras y sus Pirineos han ejercido sobre mí esa atracción casi mágica.

No hace mucho cayó en mis manos un viejo álbum de fotos descoloridas la mayoría. El hallazgo despertó una catarata de recuerdos dormidos. Los recuerdos se lustran con el tiempo; es decir, se pulen, conservan las partes agradables que nos proporcionan sensaciones placenteras y arrinconan en el olvido las otras. De ahí la frase de nuestro Jorge Manrique: «Solo a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor». Y los mejores recuerdos, a mi parecer, son esas primeras veces que hicimos algo, sobre todo si ese algo supuso el comienzo de una nueva etapa o tuvo repercusiones en nuestra vida. De modo que he hecho una selección de esas instantáneas que reflejan momentos especiales vividos al norte de nuestra comunidad aragonesa.

Me veo sentada en un banco en el parque de Huesca con una lata de Coca-Cola a mi lado y un bocadillo en la mano mientras miro sonriente a la cámara. Junto a mí, dos compañeras de clase en una pose similar y, detrás de nosotras, unos chicos de los que no recuerdo sus nombres. Se había organizado por parte del departamento de Geografía e Historia, con el profesor don Ángel Sancho como responsable, una jornada de convivencia entre la Escuela Universitaria de Magisterio (la Normal) de Huesca y la de Zaragoza, hoy convertidas en Facultades de Ciencias Humanas y de Educación.

Tras el breve acto académico de bienvenida, nos llevaron a dar un paseo por el centro histórico de la ciudad: San Pedro el Viejo, la catedral y el Ayuntamiento. No me detendré en la descripción de estos emblemáticos lugares porque, seguramente, mi memoria me traicionaría y, por otro lado, no pretendo hacer aquí de guía turística. Lo que sí recuerdo es la visita al Ayuntamiento con el casi único propósito de contemplar el cuadro de José Casado de Alisal que representa la Campana de Huesca. Fue este un episodio sangriento y así nos lo narró el profesor, obviando la parte legendaria de la historia.

    En el año 1134 muere el rey Alfonso I el Batallador sin descendencia. En su testamento cede muchas  de sus posesiones a distintos monasterios y nombra herederas del reino a las órdenes militares de El Temple, El Santo Sepulcro y San Juan de Jerusalén. Muchos nobles aragoneses se oponen a ese testamento y ofrecen la corona al hermano del rey, Ramiro, llamado El Monje, que reinaría como   Ramiro II.  Este, al no hacerse con la devoción de todos los grandes señores, ya que algunos  cuestionaban su autoridad, pide consejo al abad de su propio monasterio de Saint Pons de Tomières. El abad, mientras el emisario le comunicaba la petición real, iba cortando las coles más grandes, las que más sobresalían de entre las del huerto. Al terminar su trabajo, le dice al mensajero que  cuente a su señor lo que ha visto.

    El rey entiende el mensaje y convoca a los nobles con el fin de enseñarles una campana que se habría de escuchar en todo Aragón. Acuden interesados y Ramiro hace pasar uno a uno a los doce más poderosos y levantiscos a una sala donde los soldados los van decapitando, formando con sus cabezas un círculo. En el centro, colgando de una soga a modo de badajo, la testa del obispo de          Jaca. Ni que decir tiene que el resto de los nobles, espantados, no osaron rebelarse contra su rey.

Esta leyenda ha sido utilizada a lo largo de los siglos en romances, obras literarias y arte. Todo parece válido, hasta un asesinato premeditado y múltiple, con tal de estimular el fervor patrio. Incluso hay una copla que dice:

           

            Sonó en Huesca una campana

            y en Zaragoza un cañón

            y en Teruel unos amantes

            de mi bendito Aragón.

 

Por supuesto, estas reflexiones me las hago hoy; en aquella ocasión, nuestras jóvenes mentes solo estaban preparadas para ver, oír y callar.

Llevábamos nuestra mochila llena de ilusiones, pero no así de pesetas por lo que la comida se organizó como un pic-nic en el Parque. Dimos un paseo por el pulmón ciudadano y nos detuvimos un instante ante unas esculturas: Las pajaritas, de Ramón Acín. Esa fue toda la información que se nos brindó acerca de la famosa obra. No es de extrañar: corría el año 1966 y los conocimientos que nos transmitían los profesores y los textos, nihil obstat, se sustentaban en la doctrina del régimen imperante. Nadie nos había hablado de los fusilamientos junto a las tapias de los cementerios y los cadáveres amontonados en fosas comunes. La guerra civil, a la que tampoco se solía llamar así, había sido «una cruzada» no la consecuencia de una sublevación que derivó en tragedia y barbarie, produciendo más de un millón de muertos y una herida en el corazón del pueblo que todavía no ha cicatrizado en muchas familias.

Por nuestra cuenta y riesgo, debimos abrir los ojos a esa parte oculta de la historia y conocimos las circunstancias en las que murió Ramón Acín, el sindicalista, escritor, pedagogo y artista, que había sido profesor de dibujo en la Normal de Huesca y cuyo delito consistió en defender la libertad, la igualdad, la justicia y los derechos de los más desfavorecidos. También fue fusilada su mujer, Conchita Monrás, por apoyar a su marido.

Vuelvo a mis primeros recuerdos oscenses.

Tras el almuerzo, nos llevaron a dar una vuelta por el Coso con sus comercios y su ir y venir de gentes de toda condición. Aún pudimos comprar unas castañas de mazapán en la pastelería Ascaso. Luego tomamos un refresco y, por fin, fuimos al Casino. Dada nuestra condición de estudiantes visitantes se nos permitió entrar. En un salón había baile. Y aquí fue la primera vez que un compañero con nombre de emperador romano me sacó a bailar. El resultado fue un ritmo incierto y unos cuantos pisotones porque, según me contó, había estudiado unos años en el Seminario y allí no enseñaban baile. Esta preparación eclesiástica, casi obligada e interrumpida por falta de vocación, la tuvieron en aquellos años muchos jóvenes del mundo rural que luego fueron maestros. Era la manera de que los chicos accedieran a una educación que de otra forma no hubiera sido posible para las familias humildes. Terminamos la tarde en la Granja Anita, tomando un delicioso chocolate con churros.

Nadie podía adivinar entonces que tres años más tarde el emperador romano y yo saldríamos de la Parroquia de Montserrat en Zaragoza convertidos en uno de los matrimonios pedagógicos que alumbró aquella promoción de Magisterio.

Al cabo de unos años regresé a la capital oscense para asistir a unas Jornadas de Literatura Infantil y Juvenil y tuve la ocasión de conocer a alguien que me puso en contacto con Mira Editores, con quien publicaría algunos de mis textos para niños. Y no mucho después volví para conocer el recién creado Museo Pedagógico de Aragón. En él se expone una interesante historia de la educación no solo desde el punto de vista de la muestra de objetos y documentos sino como un espacio cultural testigo de la evolución educativa ligada a la evolución social en nuestra comunidad. Su director, Víctor Juan Borroy, había escrito, entre otros, un libro sobre Tomás Alvira Belzunce, uno de los maestros renovadores de la escuela pública en la época de la dictadura de Miguel Primo de Ribera. Alvira daba nombre a nuestro colegio y su espíritu, de una escuela abierta a la sociedad y al mundo, impregnó el quehacer de aquel grupo de maestros que trabajamos juntos durante los mejores años de mi vida profesional.  En el 2007 tuve el placer y el honor de que Víctor Juan prologara mi libro, Colegio Tomás Alvira: Memorias de un joven centenario, editado por el Gobierno de Aragón con motivo de los cien años de vida del Centro.

Tengo otras instantáneas, estas sí relacionadas con esa atracción hacia las tierras altas de la que hablé antes.

En una de ellas veo a mis tres niñas trepando por una pequeña loma en pos de Lyra, nuestra perra cocker. No sabría situar con exactitud la escena en el tiempo, pero sí en el lugar y la circunstancia: la primera vez que fuimos de camping.

Habíamos ido con nuestros amigos, Nieves y Fernando, sus tres chicos y su perrita, Yoli, a Santa Cilia de Jaca. Formábamos un buen equipo de expertos ellos y novatos nosotros. Nos habían prestado una tienda canadiense para cuatro personas y éramos cinco. Nuestra hija mayor, que apenas contaba doce años, dormiría con ellos porque su tienda era más amplia, estaba montada sobre un remolque y tenía bajo el armazón una especie de cubeta donde la niña podría acomodarse.

La operación de montaje fue todo un episodio. Desplegar las tiendas, colocar un plástico en la base, clavar las estacas, fijar las barras, sujetar las lonas, el sobre techo, el parante y los vientos, amén de cavar una pequeña zanja alrededor para drenar el agua en caso de lluvia. Los maridos se encargaron de esas tareas mientras las mujeres organizábamos los enseres del campamento. Los pequeños se ocuparon de mantener entretenidas a las perras y ayudar en la distribución de las mochilas. La ilusión de la novedad minimizó el esfuerzo.

Todo era precioso: el paisaje que nos rodeaba, con el río Aragón muy cerca, los caminitos y jardines, la piscina, el restaurante, los bungalós…

Después de instalarnos, nos duchamos y fuimos a cenar, luego dimos un paseo por los alrededores. A la luz de una espléndida luna, que jugaba entre las ramas de los árboles, el entorno adquiría un aspecto de cuento de hadas. Antes de que cerraran las puertas del camping regresamos. Estábamos cansados por el ajetreo del primer día. Había que retirarse a dormir.

Lyra fue acomodada sobre su colchoneta y atada junto a la entrada de nuestra tienda. Nosotros nos tendimos en los colchones hinchables y nos metimos en los sacos porque, a pesar de estar en julio, la noche prometía ser fresca.

Todavía no habíamos abrazado el primer sueño cuando la perra comenzó a ladrar. Alguien pasaba por el caminito que conducía hacia los servicios. «Calla, Lyra», le ordenamos. Ella obedeció. Al momento otro alguien o quizás el mismo de antes volvió a pasar y se repitió el ladrido. «Calla», volvimos a pedirle esta vez con más energía. Al poco rato comenzó a gruñir. De forma intermitente callaba y gruñía. Estaba claro que, en su papel de guardiana, le incomodaban todos los sonidos extraños que oía a su alrededor. Las niñas nos pidieron permiso para salir de la tienda y dormir al lado de ella con el fin de tranquilizarla. Preferimos que fuera Lyra la que se trasladara y le hicimos un hueco entre nosotros. En cuanto se vio en territorio seguro, se hizo un ovillo y todos pudimos descansar.

Sin embargo, no terminaron ahí los sobresaltos de esa primera noche. Aún no clareaba el nuevo día cuando escuchamos que alguien pedía socorro. Nos levantamos rápidos y fuimos hacia el lugar de donde procedían los gritos: la vecina tienda de nuestros amigos. Ya todos estaban rodeando a nuestra hija que tenía la cara contraída en un gesto de espanto mientras dormía profundamente. La sacudí con suavidad para que despertara.

–¡Ay, mamá! –dijo abrazándose a mí–. Menos mal que eres tú. Estaba soñando que me habían atado a un árbol, era de noche y venía un lobo.

–Solo ha sido un mal sueño –la tranquilicé–. Sigue durmiendo, mañana iremos de excursión y lo olvidarás.

Y esa prometida excursión fue también inolvidable, digna de uno de esos reportajes que ahora se prodigan tanto en los medios audiovisuales.

Fuimos con los coches hasta el Balneario de Panticosa y, desde allí, decidimos subir hasta el ibón o lago de Bachimaña. Nuestros amigos eran buenos conocedores del terreno. Ascendíamos los cuatro adultos, los seis niños y las dos perras en fila india por una senda rocosa bordeada de vegetación. La foto nos la hizo amablemente un senderista que nos cruzamos en el camino. Lyra y Yoli iban y venían de principio a fin de la marcha para asegurarse de que todos estábamos donde debíamos estar. Creo que ellas cuadruplicaron la distancia que cubrimos los demás.

El paisaje, allá arriba, nos dejó sin aliento no solo por el esfuerzo de la subida sino por la belleza de aquel cielo de un intenso azul, reflejado en las limpias aguas del lago rodeado de montañas. Después de haber estado un rato descansando y dando buena cuenta de nuestros bocadillos pensamos en regresar. Hubo un momento de indecisión. Unos querían bajar por una senda y otros por otra. Nuestra Lyra estaba inquieta. Sin saber cómo, resbaló y cayó al ibón. La rápida intervención del chico mayor, que se tumbó en la orilla casi con su cara en el agua y alargando los brazos la agarró por las orejas, salvó la situación. La perrita, en cuanto se vio en tierra firme, se sacudió enérgicamente de hocico a rabo y recompensó a su salvador con una buena ducha helada. Por supuesto, decidimos que el grupo debía seguir unido.

Quién pudiera volver a esa edad feliz en que las piernas te llevan adonde quieren sin quejarse ni reclamar descanso.

En otra foto, algo cómica esta, aparezco posando en actitud de esquiadora el primer día que subí a Formigal. Habíamos ido con el colegio: padres, niños y profesores a pasar el día. Si he de hacer honor a la verdad, no conseguí mantenerme sobre mis esquíes alquilados más de unos minutos. Creo que estuve más tiempo sentada sobre la nieve que en posición vertical. Al final, opté por ir la cafetería y pasear por los alrededores con mis botas de descanso, también prestadas, en espera de que volvieran los demás, que lo estaban pasando en grande, y llegara la hora de comer. El deporte nunca ha sido mi fuerte. Admiro a quienes lo practican, pero mi cuerpo no responde a mi intención ni a mi deseo. Sin embargo, y a pesar de mi fracaso, disfruté del paisaje y del ambiente. No he vuelto a intentar esquiar. Siento haberme perdido esta experiencia.

Otra experiencia bien distinta y también de alguna manera relacionada con la climatología pirenaica fue la de aquel frío atardecer de diciembre en el que presenté uno de mis libros en el Ayuntamiento de Canfrac Estación.

Tras la reunión con los lectores en la Biblioteca Municipal y a fin de que no regresáramos a Zaragoza de noche y con previsión de nevada, el Ayuntamiento nos alojó a mi marido y a mí en el hotel. Al día siguiente, después de un suculento desayuno, visitamos la Estación Internacional.

En aquel año aún se podía ver libremente, aunque lo visto estuviera en un estado lastimoso de ruina y abandono. Sin embargo, ya se entreveía la grandiosidad del edificio que había sido un referente de la arquitectura industrial del primer tercio del siglo veinte.

Construida como vía de comunicación entre España y Francia a través de los Pirineos, se aprovechó la vía férrea existente hasta Jaca y se construyó el tramo hasta Canfranc, abriendo al mismo tiempo el túnel de Somport. Es inaugurada en 1925 por Alfonso XIII y comienza a funcionar tres años más tarde como estación de mercancías y pasajeros. Poseía varios muelles para el transbordo de mercancías, ya que el ancho de vías no era el mismo en la parte española y en la francesa, depósito de máquinas, oficina de correos, puesto de aduanas y comisaría de policía además de un amplio vestíbulo de acceso a los andenes y un hotel internacional.

Dejó de cumplir sus funciones tras la segunda guerra mundial y se abandonó definitivamente hacia 1970 como consecuencia de un descarrilamiento y derrumbe en el túnel.

La parte central del edificio tiene un tejado curvo de pizarra, a cuatro vertientes, con unos pináculos laterales que recuerdan el estilo francés. También encontramos mansardillas y arcos de medio punto. Los materiales empleados además del hormigón y la piedra fueron en abundancia el cristal y el hierro que la acercan al modernismo, formando un conjunto realmente espectacular.

Es indudable que el uso de la estación no solo estuvo ligado al aspecto comercial, sino que tuvo gran importancia en el transporte de viajeros, sobre todo de aquellas personas que huían de la ocupación y persecución nazi y que veían en España el modo de acceder a Portugal desde donde podrían embarcar hacia América y sentirse a salvo.

Ahora, en que por fin se han terminado las obras de restauración y rehabilitación, es el momento de volver para gozar de las visitas guiadas en las que nos podrán dar cumplida cuenta de las características y circunstancias históricas de este singular edificio.

Sería demasiado prolijo describir aquí todos los lugares dignos de mención que se extienden a lo largo y ancho de la geografía oscense. Guardo personales recuerdos de muchos de ellos: Sallent de Gállego por unas jornadas literarias; Tramacastilla de Tena por un concierto con la Coral Zaragoza; Biescas por la amistad con el matrimonio Callabed-Emperador; Bielsa por un relajante fin de semana en el parador a los pies del Monte Perdido; Boltaña y Ainsa por el descubrimiento del Sobrarbe; Jaca por el festival de los Pirineos y su ambiente cosmopolita; Bolea, que visitamos con el colegio y donde el catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Zaragoza, Eliseo Serrano, padre de dos de nuestros alumnos, nos explicó con todo detalle la colegiata de Santa María la Mayor y su magnífico retablo; Fonz por su velada literaria en casa de mi amiga Chus Fuentes; Rodellar y el barranco de Mascún, otra excursión escolar, donde aprendí a distinguir al alimoche del quebrantahuesos; Santa Cruz de la Serós por su iglesia de Santa María, la más antigua abadía benedictina de Aragón, donde el Canticorum jubilo, a dúo con mi amiga Belén Gonzalvo, nos sonó a Gloria  y San Juan de la Peña, que merece punto y aparte.

En varias ocasiones he visitado este monasterio. No recuerdo la primera, aunque probablemente habrá sido la más impactante, sino la última por el carácter especial que ha tenido.

Era el año 2019 y la segunda vez que se organizaba, por parte de la Asociación Literaria Rey Fernando de Aragón, un encuentro de poetas en el claustro del monasterio viejo, esa joya del románico aragonés.

Tras la visita guiada en la que se nos mostraron algunas dependencias, la reproducción del Santo Grial, supuestamente custodiado aquí y el Panteón de Nobles donde reposan, entre otros, los restos de los primeros reyes de Aragón: Ramiro I, Sancho Ramírez y Pedro I y sus esposas; así como uno de los nobles más preclaros de nuestra historia, el Conde de Aranda, pasamos al claustro, o lo que queda de él, bajo esa enorme peña que da nombre al antiguo cenobio.

Allí recitamos nuestras trovas acompañadas por la música de la joven violonchelista Dolors Miravete. Tras el concierto, subimos al monasterio nuevo y, en la pradera de San Indalecio, dimos buena cuenta de una comida de hermandad, nunca mejor dicho porque cada cual llevaba algo preparado de casa y lo compartió con los otros en las mesas y bancos puestos allí con el fin de acoger estos festines campestres. Un café en la cafetería y un paseo hasta el Balcón de los Pirineos para admirar el paisaje fueron el colofón de ese día entrañable del que salió la idea de publicar un libro colectivo de relatos y poemas.

La idea cristalizó en Trobada (título que juega con el doble significado de encuentro y poemas) y fue editado por Ediciones Imperium en el 2020. Quiero extraer de él parte de mi participación para dar con ella fin a estas instantáneas oscenses.

CONCIERTO

            Suena en adagio el chelo esta mañana

            en el claustro del viejo monasterio

            y libra, con su son, del cautiverio

            al silencio; presencia soberana.

 

            La palabra, que fluye cual fontana

            de la humana razón y de su imperio,

            enmudece al hechizo y al misterio

            que el solitario concertista emana.

 

            Y entre unos brazos, cómplices de amores,

            llora el alma del dulce compañero

            de sueños, esperanzas y Dolores.

 

            Bajo este cielo pétreo y austero

            donde pierden las aves sus colores,

            las lágrimas del chelo son de acero.

María Dolores Tolosa


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