Javier Barreiro Bordonaba
SALTA 1988
Mercado de la ciudad. Multitud de especias, yerbas medicinales, espinosos peces de río, moscas sobre carnes, tajos bajos -la uña de vaca de El Buscón-, indios de ojos vidriosos sentados, viejas fumando un apestoso y negrísimo tabaco que se vende en enormes roscas aposentadas en el suelo. Charlatanes que pregonan, sobre todo, líquidos diversos; sorprende un remedio para la alopecia, cuando no se vislumbra ningún indio calvo. Sacamuelas, peluqueros, diversidad de frutas y verduras de pésimo aspecto, zapateros, filtros para obtener amor o espantar el mal de ojo, estampas de la Virgen, del Gauchito Gil, de la Difunta Correa…
La extremada timidez o cortesía del nativo le veda importunar al forastero que, fascinado, contempla aquel mundo, sin querer perturbarlo ni aparentar demasiado interés por nada. Pero un “¡Oiga, maestro!” le hace volverse hacia la izquierda. Es un hombre alrededor de los cincuenta, braquicéfalo, plano de nuca, con un reminiscencia oriental en los ojos. Se trata de un rumano que vende libros de magia. Pregunto por el negocio, con un público abundoso en analfabetos. Me dice que le compran más aquellos que los letrados. El libro como objeto mágico. No puedo resistir la tentación de examinar unos cuantos: el Ciprianillo, las Clavículas de Salomón, la Tabla de esmeralda, de nuevo, la Difunta Correa… Pésimas, pero muy coloridas ediciones. Tampoco puedo evitar el tópico y le pregunto por Drácula. Lo tiene, pero para sí, en rumano. Los indios no comprarían nunca algo que tenga que ver con Mandinga, el diablo. Recuerdo que puse ese nombre a un perro que, efectivamente, resultó malísimo. No con los humanos sino con sus congéneres.
El rumano me invita a un vaso de caña, dejando sus libros abandonados. Asegura que nunca le robarían nada. No sé si por respeto supersticioso o porque allá no se estila el latrocinio. Entramos a un tabuco en una esquina del mercado. Hombres de aspecto enfermizo beben en silencio, sentados en el suelo. El techo no me permite estar de pie aunque no paso del 1,80. Nos aposentamos en unos taburetes enanos y espero que Marian me cuente su historia. Antes quiere enterarse de la mía que no es interesante ni para mí: viajero en busca de sensaciones. Marian es un tránsfuga del comunismo que llegó al país hace 30 años y trabajó en diversas estancias casi por la comida: “venía una sirvienta con una fuente y nos daba una papa a cada uno, luego, había una botella llena de sopa e íbamos tomando tragos, como quien toma vino. Cada semana nos pagaban con vale que había que gastar allí”. Después, se ajuntó con una china que
–dice- tiene poderes. De ahí a la venta de libros mágicos, un paso. Cae la tarde y el quinto aguardiente, espeso, rasposo, insano. Debo irme. Me llevo tres libros del inconcebible cubil de Marian. No acepta los míseros pesos que cuestan. Le obsequio mi reloj. Por el regalo o por los cinco vasos de caña, en el trasegado rostro de Marian se precipitan los lagrimones.