“Tan prisionero se es con una cadena amarrada al pie como con una corona sobre la cabeza.” – Joaquín Dicenta
Taberna “La Estufa”, Madrid, año 1884
Sentado en una mesa de madera rancia, sita al fondo del establecimiento, un joven contemplaba con los ojos vidriosos los agujeros de bala que mellaban la sucia pared junto a un rincón. Aquel hombre de bigotes arrogantes y tupé picudo se llamaba Joaquín Dicenta, y desde hacía unos meses se había convertido, tal vez compartiendo el honor con su buen amigo Manuel Paso, en el cliente más leal de aquel pútrido tabernáculo.
En “La Estufa” se daban cita cada noche y cada día toda suerte de alcohólicos desahuciados, de fracasados reincidentes y de marginados sin otro infierno en el que caerse muertos. Sin embargo, por otro lado, servía también de “sancta sanctorum” para un nutrido grupo de intelectuales con barba y chaqueta ceñida, de aquellos que comulgaban mucho más con el socialismo utópico o con el Krausismo que con el pan bendito, y de los que nunca nombraban en vano el nombre de Francisco Giner de los Ríos.
Unos y otros se mezclaban en la penumbra arrullados por el vino, y lo cierto es que gran parte se identificaba con una y otra calaña al mismo tiempo. Aquel era el caso de Joaquín Dicenta, quien había acabado en tales círculos tras su expulsión de la Academia de Artillería de Segovia por bohemio, borracho y mujeriego; pero también por sus ideales demócratas y republicanos, por sus colaboraciones en el periódico “El Liberal”, por sus poemas en la revista “Edén”, y por sus infructuosos intentos de estudiar Derecho.
Y aquella noche de invierno, que en los arrabales parecía siempre más frío y menos compasivo que en las grandes casas, el joven, medio ebrio y poco dormido, con las ropas manchadas de lo que esperaba que no fuese más que barro, parecía incapaz de apartar la mirada de unos boquetes que, discretos, daban fe de algún tiroteo en el recodo más íntimo del local. ¿Acaso estaba llorando?
Joaquín Dicenta había nacido en Calatayud por pura casualidad, pues quiso el destino que su madre se pusiese de parto a mitad de camino entre Alicante y Vitoria. No demasiado después, a su padre lo llamarían a filas para ver si al final Carlos sí o Carlos no, y con la duda todavía en el aire, un disparo le alcanzó en la cabeza y le robó el juicio en un suspiro.
Desde entonces lo llamaron “majareta”, pero su esposa, desoyendo a todos, se negó a internarlo en un sanatorio. Al contrario, se lo llevó de la mano a casa, a Alicante, y allí siguió viviendo la familia, haciendo como si nada grave hubiese pasado. Así son a veces las cosas.
Sin embargo, aquel hijo que, hacía no tantas cosechas, había llegado al mundo a la vera del Jalón, crecía tratando de admirar a un hombre que de repente no sabía ni empuñar el tenedor, ni por qué se mojaba cuando llovía, y que a veces más que hablar, parecía que balara como las ovejas.
Con el tiempo, aquel hombre fue olvidando hasta los rostros más cercanos, hasta las voces más sentidas, y al final, murió sin recordar siquiera su propio nombre. Al final fue Carlos no, pero lo cierto es que eso muy poco le importaba al joven que, con los ojos rebosando casi tanto como el vaso, no podía apartar la mirada de unos agujeros de bala que mellaban la sucia pared junto a un rincón.
Al fin, el joven tiró el recipiente al suelo de un manotazo, recogió sus apuntes, y se levantó de su silla. El vidrio opaco estalló en mil pedazos al chocar, pero el bullicio y la embriaguez de clientes y taberneros impidieron que nadie pudiera acaso reparar en la incidencia.
Las hojas del papel emborronado y manchado de vino que ahora estrechaba contra su pecho guardaban con celo su trabajo de los últimos días: poco más que unos cuantos versos desacompasados que ya había planeado titular “Prometeo”; pero que ocultaban en su seno una revelación, que aunque desde luego era por muchos sospechada, en el momento de su publicación habría de desencadenar un pequeño terremoto en la vida del bilbilitano.
Según rezaban aquellas atrevidas y todavía jóvenes estrofas, Joaquín Dicenta se declaraba a sí mismo como ateo. Y si a esto le sumamos un matrimonio frustrado, unas tormentosas relaciones con una bailaora gitana llamada Amparo de Triana, y su consabida afición por la bebida y los tugurios, podemos hacernos una idea del modo en el que la sociedad casi al completó acabó por marginar al poeta.
Así, siguieron en la vida del autor años de sombras y rincones, de escasas monedas, de frecuentar “La Estufa” y otros antros sin nombre, de peleas y de trifulcas: hay quien dice que una noche le cortó las melenas al mismo Valle-Inclán, teniendo este que afeitarse el cráneo para disimular el estropicio; hay quien dice que pasó algún tiempo secuestrado por no pagar sus deudas; y también hay quien dice que llegó a rondar su mente la idea del suicidio.
De aquellos años oscuros solo sobresalieron el estreno de su primer drama bajo la protección de Manuel Tamayo, y la fundación de la Sociedad de Autores junto a Ruperto Chapí. Sin embargo, cuando parecía que ya nada sacaría al bilbilitano de sus penurias, y que estaría abocado a morir en el olvido, una luz se encendió en su mundo tras el fulgurante estreno de “Juan José”, una obra teatral de denuncia social que rápidamente habría de convertirse en el mayor de sus éxitos, en la escena más representada en España antes de la Guerra Civil, y también en su tabla de salvación.
A resultas de aquello, no tardó en ser homenajeado por todas las personalidades que apenas hacía unos meses le denostaban. Poco después fue nombrado director de la revista “Germinal”, un boletín literario de contenido político que aglutinaba entre sus autores a un extenso elenco de republicanos y anticlericales de los que se hacían llamar “Gente nueva”: Nicolás Salmerón, Ernesto Bark, Jurado de la Parra… y no mucho más tarde, Ramiro de Maeztu, Jacinto Benavente, Pío Baroja, e incluso el propio Valle-Inclán.
El que nunca perdonó al bilbilitano por su truculenta trayectoria vital fue Julio Camba, su gran adversario y autor de numerosos textos en su contra, y también Unamuno y Azorín hicieron varias veces referencia a su afición por los bajos fondos. Nada de aquello le impidió convertirse más pronto que tarde en el flamante director del diario republicano más importante de su época, “El País”.
Allí, en la cima de su éxito, fue donde a Joaquín Dicenta le asaltó la enfermedad, y tan aprisa como suele suceder en estos casos, la muerte se alzó como su ineludible destino. Entonces decidió que marcharía a pasar sus últimos días a Alicante, allí donde había transcurrido su infancia. Pero antes de abandonar para siempre Madrid, antes de encaminar sus pasos al mar, no pudo dejar de visitar una última vez “La Estufa”, y pararse a contemplar aquel solitario rincón del fondo, donde unos agujeros en la pared daban constancia de uno de los últimos tiroteos.