Texto y selección de Javier Barreiro

EL VIENTO Y LA PALABRA EN LA CIMA DE LA POESÍA VERONIANA

José VerónTengo para mí que El viento y la palabra (2010) es el más alto e intenso de los poemarios de José Verón, que dedicó su vida a muchos afanes, pero fue el de poeta el que, sin duda,  más lo ocupó e importancia tuvo en su devenir íntimo. Es significativo que estos poemas fueran proyectados, concebidos y comenzados a escribir poco después de que la medicina le diagnosticara un cáncer que no le permitiría alargar su vida mucho más allá de tres años, aunque luego fuera casi un cuarto de siglo lo que su lucha por la supervivencia le permitió resistir.

En los versos de este libro la percepción y el entendimiento entablan un combate donde las sensaciones son siempre primordiales y el intento de comprender, condenado al fracaso. Así, el conocimiento que la ejecución del poema proporciona al autor sobre sí mismo contrasta con esa perplejidad que le deparan las sensaciones del pasado, ya filtradas por la bruma del recuerdo, y la contemplación de un presente fascinante pero, en su situación, culposo y vacío de referencias.

El protagonista de El viento y la palabra es la soledad. No hay presencia humana en este libro arrasador y de subyugante limpidez expresiva; ni siquiera espectros o fantasmas, como en otros poemarios del autor. El enigma de la creación poética requiere una atención extraordinariamente vigilante. Percepción y palabra se encadenan, de modo que el propio poeta llegó a decir que escribiendo se sentía parte del paisaje: “una sensación panteísta, tal vez primitiva, que me acerca al universo inabarcable (…) Al paisaje le debo más de lo que puedo expresar”

El universo que habita en estos poemas de Verón sería casi exclusivamente metafísico si no fuera por la presencia de los elementos primordiales y su fascinación por los escenarios horros de escenografía: calles desnudas, eriales barridos por el viento, horizontes solitarios, muros siempre presididos por la noche y el silencio. Apenas aparece el sol, aunque sí la luz, pero son brumas, nieblas y telones nubosos lo que nos trasmite su mirada. En este mundo solitario y silente los humanos no comparecen y así la escenografía recuerda ciertos ambientes de pintores vinculados al surrealismo como pudieran ser Chirico, Delvaux o Carrá pero, dado que en éstos hay todavía figuras humanas, aunque sean estáticas y más próximas al maniquí que al hálito vital, quizá sean las atmósferas de Yves Tanguy las más afines a los universos veronianos. Pintura y música son artes indesgajables en alguien que dedicó sus energías creadoras a la fotografía y a la música y en nuestras conversaciones de casi medio siglo de amistad estas artes tuvieron una presencia constante.

 El viento y la palabra acoge tres partes: En la primera, “El tiempo y el camino”, además de dar vuelo al eterno tema del tempus fugit y rememorar la intensidad de las emociones en su trayecto vital, el poeta nos muestra su sensación de que ese camino no ofrecerá dentro de muy poco ninguna otra perspectiva que sombra, soledad y misterio. “El viento y la palabra”, su segunda parte que da título general al libro, constituye una síntesis de su estado de ánimo que nos regala poemas tan ilustrativos y ejemplificadores como “El Aleph”:

El último silencio de la vencida tarde,

los latidos sutiles de mi existir cansado,

la bruma de la ausencia

                                   y el aire del retorno.

Todo está en esta noche,

las olvidadas horas de la duda

               y los lejanos días luminosos,

esos años pletóricos de luz

que ahora vuelven como sombras tristes.

En un fugaz espejo veo la soledad.

El tiempo alguna vez es todo el tiempo.

Finalmente, “La música y el aire” se sumerge en las composiciones que hicieron tan feliz a Pepe Verón a lo largo de décadas. La música –que no es otra cosa sino tiempo– se resuelve en la unidad fundamental de tiempo y la palabra: “El tiempo, alguna vez, es todo el tiempo”.

Como se adujo, el poemario está plenamente inscrito y enmarcado por el silencio, palabra con que comienza el poemario: “El silencio remoto de los cielos” y lo culmina, de forma rotunda y apodíctica: “…y se entrega al silencio para siempre”. Incluso la postrera cita gongorina que cierra el libro no puede ser más explícita: “muda la admiración, habla callando”.

Luz, sombra, soledad, noche y misterio son los ejes de esta poesía, lo que nos habla de un régimen nocturno de la conciencia, que asume la imperturbabilidad del entorno sin aspavientos, contraponiendo la intensidad de la mirada a la frialdad del universo, desdeñosa con el observador. Sin embargo, no es un yo potente el que refulge en estas líneas sino una voz profunda que se inserta en el tiempo y en la que la inteligencia fluye de forma tan natural que apenas la percibimos. Podemos inferir el desvalimiento de esa voz, la insistencia en la aludida soledad: “nadie llama a mi puerta”; “lenta vuelve la sombra de la perpetua soledad…” Pero, sobre todo, una melancólica y desgajada serenidad, como la de quién, consciente del inexorable paso del tiempo, lo detiene para fijarlo en una fotografía, en un poema, en unas voces, que a veces se confunden, como se confunde el camino de la vida.

José Verón Gormaz tardó más de diez años de continuas correcciones en publicar este libro que iba a llamarse “El jardín transparente”, título relegado a uno de los poemas que contiene. Ello da muestra de la importancia que le otorgó y, de hecho, me entregó sucesivas versiones para otear mi opinión sobre ellas, con lo que casi tuve que impelerle a que lo publicara antes de que se escabullese el estado de concentración, intensidad y contenida emotividad que mostraba desde el momento de su concepción. La pureza expresiva, la ausencia de todo magma extra-poético, la desolación y contención espiritual que trasmite en un lenguaje sencillo y casi elemental muestra cómo, en las obras más altas, el pájaro de fuego sopla en el oído del autor para augurarle: “los versos que ahora lees son el otro”.

 


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