Pablo Delgado
Poeta, cuentista y editor

Juan

Domina el calor sofocante, tañen bronces oxidados desde la espadaña de una iglesia modesta, y el pueblo diríase arder paralizado bajo un amplio y seco azul. Son sus moradores, espíritus sencillos pero enérgicos, como los de tantos otros pueblos que jalonan modestamente la agreste comarca de Los Monegros. Pueblos pequeños, muchos volcados casi por entero a una economía eminentemente agrícola; pueblos sumidos en la apatía silenciosa cuando el sol cenital se agrava en el estío; y muy especialmente cuando el peligro de los incendios hace que las autoridades regionales prohíban el uso de maquinaria industrial. Aunque en uno de aquellos lugares parece que tal inveterada costumbre pretende subvertirse.

Así pues, la escena nos conduce a la mañana de un sábado de julio. Observamos cómo bajo cuatro sombrillas de la terraza de un bar se arremolinan gavillas de excursionistas, todos recién llegados que levantan jovial barullo, ríen, tertulian y se pertrechan de bebestibles para la próxima etapa. Aguardan a un guía local que dirigirá su visita por el complejo histórico de la cartuja de Nuestra Señora de las Fuentes, sito a pocos kilómetros. El grupo lo componen unas veinte personas: en su mayoría familias con niños. Y precisamente son dos de los más menudos excursionistas los que nos interesan para esta historia. Se tratan de unas niñas, apenas preadolescentes, que corretean y poco a poco se alejan del resto. La mayor tiene trece años viste vaqueros y una camiseta blanca, mientras que la pequeña, de doce, viste chándal rosa y gris de manga corta.

A unos quince metros de la balumba dos ancianas, sentadas en un antiquísimo pretil de piedra, asisten atentas, igual que espectadoras, ante aquel improvisado vodevil urbanita: cuchichean, fruncen el ceño y gesticulan con los brazos dando la sensación de que algo les incomodara. Transcurridos pocos minutos los adultos pagan las consumiciones y repasan el acopio de bebestibles pues se acerca el guía, sin embargo, las dos pequeñuelas en su frenesí distraído se arriman a las vetustas mujeres. Estas amigablemente las acarician y sonríen como gárgolas burlonas de miradas negras, y empiezan a mascullarles algo. Lo que refieren quedará en la más absoluta incógnita, nunca se sabrá exactamente, pero parece que sus palabras impresionan a las jovencitas que agudizan oídos y quedan boquiabiertas.

De repente sus respectivos padres las interpelan, acaba de llegar el guía que se presenta explicando unas normas básicas. Al cabo los urbanitas marchan entrelazados por una volubilidad de emociones dejando así una terraza muda, desértica como la comarca, y donde solo vasos vacíos sobre las mesas y algunos papeles arrastrados por la brisa, testimonian la inusual prueba de su estadía. La escena entonces vuelve a representar la cotidianidad apática y seca del solaz que se vive en aquellos pueblos comarcanos… Bueno así sería si aquellas dos ancianas sobre el antiquísimo pretil de piedra, aquellas gárgolas vivientes a las que nadie ha prestado demasiada atención, no se hallaran todavía inmersas en un delirante coloquio: realizan gestos bruscos, niegan con la cabeza e incluso una de ellas se santigua.

* * *

Aquellos visitantes son el primer grupo organizado y autorizado que lo visita, porque el monasterio cartujano todavía se halla en plena rehabilitación. La excursión pasa por ser un ensayo, una prueba piloto para futuras visitas guiadas organizadas. Así que esta transcurre durante casi dos horas: dos horas mostrando claustros de altísimos abovedados, de pasillos moribundos poblados de telarañas, de antiguas celdas desnudas y agrietadas, aljibes insondables, cementerios tristemente cubiertos por legiones de cimbreantes avenas y solitarias cerrajas… y todo ello complementado con eruditas disertaciones históricas, artísticas y arqueológicas, las cuales, pese a la buena intención del guía, a los visitantes parecen más bien sumirles en el tedio. Quién diría que aquella cartuja de Los Monegros, apenas un lustro atrás, estuvo a punto de desaparecer por su mal estado, porque tan solo una inusual reacción de las autoridades regionales permitió perentoriamente que no acabara convertida en otra ruinosa y romántica estampa para el recuerdo.

Hagamos por tanto una síntesis de la disertación que el guía ofreció a nuestros urbanitas, así podremos dibujar con nuestra imaginación aquel mayúsculo ensueño de antañona oración. Parece ser que el edificio original se fundó en el siglo XI, mas no llegaría a su esplendor hasta el XVIII con las últimas ampliaciones y remodelaciones, en las que además intervino el pintor fray Manuel Bayeu, hermano de Francisco Bayeu, que decoró con exquisito estilo las instalaciones en un trabajo que le llevó media vida. Sin embargo, poco fue el tiempo que los silenciosos monjes del lugar pudieron disfrutar de aquello, pues tras la cruenta invasión francesa que hizo temblar al país, y la posterior desamortización liberal, se vieron expelidos a abandonar el lugar de recogimiento. Con el comedio del siglo XIX —aquel siglo materialista donde la fe espiritual sería puesta en jaque por la fe científica—, las instalaciones trocaron en balneario para la burguesía aprovechando los hermosos interiores y el paso de un cercano caudal de aguas sulfurosas. Aunque aquel negocio tampoco prosperó y en el siglo XX —pesimista y convulso—, la cartuja, que llegaría a servir de cuartel en la Guerra Civil, acabó trocando en recinto para fines agropecuarios por parte de una rica familia terrateniente; y así fue hasta que finalmente en el siglo XXI los políticos tomaron cartas en el asunto para hacerse con el monasterio y devolverle la dignidad perdida.

* * *

Pero volvamos a la escena que nos interesa: allá tenemos ahora al guía, un hombre treintañero natural de la comarca, que parece muy satisfecho de su trabajo y da respuesta a algunas preguntas que los visitantes realizan. A continuación, son todos conducidos al porche de la entrada donde imaginamos que algunos compañeros suyos han preparado sillas y mesas llenas de viandas: porque hay bebestibles varios junto a ensaladillas, encurtidos y dulces tradicionales. Todo ello a buen seguro cebo con el que el ayuntamiento intenciona ganar la anuencia de aquellos primeros visitantes. Unas buenas críticas llamarán a nuevos grupos, y esto contribuirá a priorizar la reforma del complejo por parte de las autoridades regionales, amén de aportar dinero extra a la localidad, dando con ello respiro a la cada vez más exhausta economía de secano.

Tras el festín, mientras los adultos se solazan acariciados por una intermitente brisa, el vivaz concierto monocorde de las chicharras y compartiendo impresiones del lugar, los niños refractarios a la inacción no pueden evitar levantarse y jugar. Unos pequeños corretearán así por el extenso patio amurallado que antaño sirviera de campo para el cultivo; otros, con pistolas de agua, reirán y chillarán empapándose de pies a cabeza; pero aquellas niñas que antes se acercaran a las ancianas, aprovechando el relajo de los adultos, parece que tienen algún plan mejor, porque furtivamente, sin que nadie las vea, vuelven a traspasar las puertas del monasterio.

* * *

A estas alturas del relato todavía no hemos presentado a las pequeñas como es debido, y para lo que va a suceder a continuación obligado resulta hacerlo. La más pequeña que viste un chándal de manga corta se llama Cristina: es una niña de piel blanca, casi lechosa, tiene ojillos pequeños azul celeste y luce una cuidada melena dorada y lisa que se extiende hasta su cintura; pero también es muy bajita y esto, unido a un considerable sobrepeso, acentúan en ella una gruesa papada en el cuello que le da cierto aire muelle y bonachón. Suponemos que tal silueta, unido a su carácter un tanto retraído, da pábulo a sus compañeros de instituto para hostigarla sin motivo. Porque los niños, haciendo gala de su no tan inocente malicia, tienen por costumbre tomar el pelo a quien no cumple con su canon de normalidad. Cristina sufre ansiedad debido a la “cordialidad” de sus compañeros, lo cual la ha llevado a desarrollar un tic, por llamarlo de alguna manera, de cuyo testimonio quedan por sus bracitos y piernas arañazos y otras marcas resultado de rascarse compulsivamente al ponerse nerviosa. Respecto a la mayor que luce unos vaqueros se llama Beatriz, es alta y esbelta, empieza incluso a mostrar cierta cinturita de avispa propia de los pródromos de la pubertad; luce un cabello negro rizado a media melena, y unos ojos grandes y vivos de color negro que tienden a dilatarse cuando se pone nerviosa, pero sus nervios son los propios de un carácter fuerte y algo tiránico que la impelen incluso a enfrentarse por gusto con los chicos más gamberros del patio.

Ambas acuden al mismo instituto, aunque no se puede decir que sean amigas, simplemente Beatriz tolera a Cristina porque sus padres son viejos compañeros de la facultad y gustan de cuando en cuando reunirse para excursionar o cenar. Así que, si bien en el patio su relación es inexistente, cuando coinciden fuera mantienen una suerte de amistad propia de las circunstancias: pero una amistad en la que Beatriz ejerce una sutil tiranía. Porque es ella la que suele decidir los juegos, quien marca las reglas si no le convienen, y, en definitiva, quien siempre lleva razón. La pequeña por el contrario se muestra servil, y por su carácter afable, siente que Beatriz es lo más parecido a una amiga que no ha tenido nunca, por lo que acepta con mansedumbre su papel de segundona.

* * *

Sigamos ahora a las pequeñas para escuchar qué es lo que dicen. Beatriz introduce a Cristina agarrándola del brazo dentro de la iglesia, y allí, con cierto reparo aún, conversan en voz baja.

—Pero Bea, todavía no me has explicado por qué hemos vuelto aquí, mis papás se pueden enfadar…

—Psch, calla boba, nadie nos ha visto. Tú sígueme que vamos a jugar con un columpio.

—¿Un columpio? —interroga sorprendida Cristina.

—Sí, eso es, lo vi dentro, nadie se dio cuenta, en ese pasillo donde están las antiguas celdas de los monjes. ¡Era chulísimo!

—Pues ese pasillo a mí me da miedo… He visto sombras raras que se movían.

—Qué gallina eres. Si no quieres acompañarme vuélvete, pero nunca más jugaré contigo —amenaza Beatriz con su habitual tono autoritario segura de que la pequeña cederá.

Y sin mirarla, apretándola con fuerza y tirando de ella la arrastra sin opción a réplica. Lo cierto es que Beatriz casi da la sensación de que se conociera el viejo monasterio cartujano, y así, atravesando una portezuela a mano derecha de la iglesia, entran por el claustrillo abigarrado de tremendas pinturas que recrean escenas bíblicas, después atraviesan un espacio con arcadas donde pueden ver el selvático patio del priorato, y frente a este, acaban accediendo a un pasillo semivelado por la luz donde se ubican las celdas.

Aquel pasillo se diría que supone la mortaja sucia de un cadáver cartujo porque, originalmente de un vivo encalado blanco, luce ahora deslustrado tras el paso de la historia: polvo, arañas, desconchones, grietas y, sobre todo, algunos que otros grafitis que milicianos poco decorosos dejaron grabados dando cuenta de necesidades no satisfechas. Gobierna allí una luz tamizada que otorga un halo de mística serenitud acorde al gusto de los monjes. Y todavía las celdas resultan aún más oscuras, abiertas cada cinco o seis metros, en aquellos habitáculos apenas un haz de la tarde rompe su oscuridad debido a unos pequeños ventanales rectangulares colocados a una buena altura de su pared frontal.

Desde luego el atrevimiento de las pequeñas no parece interrumpir el descanso eterno de los otrora cartujos, suponemos que vistos todos los avatares por los que pasó su construcción, la intrepidez de aquellas no supondrá ninguna molestia a sus almas errantes. Así y todo, las niñas siguen avanzando y ojeando dentro del pasillo sombrío hasta que ya en el comedio topan con una celda, una en cuyo interior pude verse un viejo columpio de madera el cual prende al techo por dos cuerdas atadas a pernos de acero.

—¡Anda! —exhala la menor expresando en su faz ademán de ingenuidad—. Es verdad que había un columpio… ¡Qué guay!

Y Cristina da el primer paso con la emoción de jugar, pero Beatriz enseguida extiende enérgicamente su brazo y la detiene:

—Sí, pero tú primero empujarás. El columpio puede romperse con tu peso, aún no estamos seguras cómo está —advierte con maledicente preocupación—. Lo hago por tu bien.

Cristina calla, e inconscientemente comienza a sentir comezón en el brazo izquierdo, por lo que inevitablemente se rasca como suele hacer en situaciones incómodas o humillantes. Qué buena amiga resulta Beatriz, ni siquiera repara en el tic de la pobrecilla. Se sienta sobre el columpio y a su orden la pequeña comienza, con sus manitas gruesas y suaves, a dar impulso al cuerpo filiforme y ligero de Beatriz. Y así, una y otra vez, poco a poco, se irá columpiando en rápidos y repetitivos movimientos, y sube más y más alto hasta el punto de que en un momento casi se diría que fuera a darse la vuelta y sorprender por detrás a la pequeña. «Vamos empuja, no seas floja, idiota» clama entre risas la mandona. Y Cristina mientras tanto, tras dos o tres minutos de esfuerzo, siente que le flaquean las fuerzas, suda abundantemente debido al calor condensado en aquel pequeño habitáculo, apenas el vano ayuda a ventilar porque desde su boca, más que brisa ligera, se arroja un denso vómito de aire canicular. Y en un instante fallan sus reflejos y el cuerpo de Beatriz arremete contra ella en el vaivén. La pequeña cae de espaldas abruptamente. Beatriz se detiene, espera que nada grave haya sucedido porque a buen seguro todas las culpas recaerían sobre ella. Se cerciora que esté bien, y tras comprobar que así es comienza a recriminarle el descuido. Otra vez la niña-fámula obedece inerme, se incorpora compungida y se acerca. Sin embargo, lo que ninguna de las dos hubiera esperado en ese momento es que, mientras la mayor levanta el dedo de forma admonitoria dispuesta ya a dar nueva orden, una tercera vocecita viene a interrumpir la escena: «¡Hacéis mucho ruido!».

Las jovencitas callan, se miran estupefactas y al instante advierten que, junto a la esquina de la pieza, entre las sombras y sentado en cuclillas, un niño aproximadamente de su misma edad las mira con ceño torcido.

Beatriz se asusta ante la desconcertante aparición, pero queriendo ocultarlo, carraspea dos veces y con voz enérgica inquiere al extraño:

—¡Anda y tú quién eres? ¿Cuándo has llegado?

— Me llamo Juan, soy el hijo del guarda. Ya estaba aquí, pero ninguna habéis reparado en mí. ¡Ca! Y mira que llevo un rato viéndoos jugar con mi columpio, aunque no me importa. Lo hizo mi padre, pasa varias horas vigilando los alrededores, y a él no le gusta que yo salga sin su compañía, así que quiso que tuviera algo con qué entretenerme. Además, últimamente tenemos problemas con los intrusos. Y ahora vosotras también os habéis colado sin permiso.

—Perdona, pero nosotras no nos hemos colado aquí —replica Beatriz—. Llegamos con la visita guiada, nuestros padres están en el porche descansando, hemos comido allí.

—¿Visitas? ¡Mira tú! Pues no sabía na. ¿Y os han dejao comer allí? ¡Caramba! Vaya faena, seguro dejáis todo sucio y luego me tocará a mí limpiar. ¡Puaj!, desde que mi madre nos abandonó soy responsable de las labores domésticas.

—Pobrecito —interviene Cristina con voz conciliadora—. No te preocupes nosotras nos ocuparemos de que recojan todo.

—Gracias —contesta levantándose de la esquina y mostrando lo que parece una sonrisa. A continuación, interroga—: ¿Y cómo os llamáis?

—Pues yo soy Cris —se adelanta a decir la pequeña mientras dobla levemente sus rodillas y graciosamente levanta sus faldas con índices y pulgares

—Y yo Bea —replica bruscamente mientras pone los brazos en jarro y alza la barbilla.

Juan, sin prestar demasiada atención a la mayor, se sacude el polvo de los pantalones, avanza y prosigue:

—Muy bien, pues ya que estáis aquí… Hace mucho que no juego con nadie, podéis quedaros, pero os columpiaré yo.

Beatriz no deja de escrutar el aspecto de aquel joven que encuentra peculiar, aunque no sabría explicar el porqué. Observa que calza unos viejos zapatos negros con calcetines beiges altos, además luce un pantalón marrón muy corto sujeto por tirantes azules, y su cuerpecito enclenque lo cubre una camisa blanca una talla o dos más grande la cual se viene a arremangar hasta los codos. Pero lo más llamativo es que en sus bracitos y piernas también hay marcas de arañazos similares a los de Cristina. Si Beatriz hubiera sido más avispada de lo que se piensa, habría colegido que el modo de vestir de Juan resulta a todas luces demodé.

No sabemos si Juan sabría o no leer el pensamiento, pero lo cierto es que se acerca hasta Beatriz como advertido de su pesquisa silenciosa, y casi retándola, deteniéndose frente a su cara y mirando imantadamente a sus pupilas, con unos ojos verdes oscuros muy abiertos que semejan esconder un fondo insondable, levanta su mano y con gesto cordial la invita a subir.

—¡Ea, Bea, súbete!

Beatriz se siente enflaquecer, incapaz de responder, semejando que en ese instante hubiera perdido su capacidad de decisión obedece sin más. Tan solo contesta:

—Ya estoy preparada.

Juan mira fugazmente a Cristina, le envía un pícaro guiño y comienza a columpiar con fuerza. De tal suerte pasa el tiempo, se suceden innúmeras repeticiones del vaivén, apenas variaciones de la parábola que dibuja en el aire, y Beatriz por un momento comienza a sentirse absorta, ensimismada. En cada ir y venir percibe que se aleja más de aquel lugar; y llega por un instante a perder la percepción del tiempo; y se balancea adelante y atrás como si de un muñeco se tratara ya, sin darse cuenta, sin percatarse que hace buen rato que nadie la empuja, con la inusual sensación de poder proseguir en aquel pendular eurítmico hasta el fin de los días. Mas entonces la voz inopinadamente fuerte de Cristina la precipita fuera de aquel cadencioso sortilegio: «¡Gané otra vez!». Y al detenerse se percata que los dos están jugando animosamente a “piedra papel o tijera”.

—Pero oye, quién dijo que pararas —recrimina furibunda.

—¡Ca! Qué bien sabes mandar y qué poco espabilá eres. Si solo te empujé tres veces, después has seguido sola. ¿Qué querías? Menudo rollo verte, parecías alelá. Así que le propuse jugar a tu amiga.

Tras aquellas palabras Cristina se tapa la boca para intentar disimular la risa. Beatriz se da cuenta y advierte que aquella impertinencia pone a prueba su autoridad, por lo que no tiene más opción que replicar en seguida para hacerse valer:

—¡Pues ya me he cansado, que se monte Cristina!

Y de nuevo Cristina, mostrando total sumisión, vuelve a obedecer. Pero Juan es quien parece trocar sus planes:

—¡Alto! ¿Por qué no pintamos? —propone con voz animosa—. En una celda cercana tengo botes y brochas, los dejaron abandonados unos pintores que fueron a casa de los amos. A lo mejor un día aprendo a dibujar como los artistas del monasterio. Mi padre me dio permiso para usarlos siempre y cuando fuera solo en aquella celda. «Quién sabe —me decía—, tal vez algún día valgas para algo y te encarguen adornar alguna cartuja del demonio, así me sacarás de este cochino oficio de guarda».

—Tu padre parece majo —indica Cristina.

—Ahora sí —contesta Juan ladeando la cabeza despacio, dando la sensación de que le molestara el cuello y con los ojos muy abiertos sin mirar a punto fijo.

Cristina enarca las cejas esperando la aprobación de su amiga, solo si ella acepta irán a dibujar. Y lo cierto es que, a Bea, pese a no agradarle la impertinente soltura del niño, el plan de pintar en una celda le parece más emocionante que proseguir con el columpio. Por tanto, muestra su anuencia con una sonrisa seca y responde:

—¡Pues llévanos allí!

* * *

Volvamos a cambiar de escenario. Ahora los tres avanzan hasta el final del pasillo, junto a un espacio donde se halla el aljibe ya vacío de los antiguos monjes, y a la indicación de Juan se introducen en una pieza similar a la del columpio, aunque en su lugar descubrirán un armario de madera carcomida por el hacer constante de los insectos, y sobres sus baldas brochas usadas y algunos botes polvorientos de pintura roja, negra y azul.

—¿Y dónde vamos a pintar? —pregunta la mayor.

—Allá —contesta con determinación mientras señala con su dedo anular la pared frontal—. Os dije que mi padre me dio permiso para pintar aquí lo que quisiera. Vamos chicas será divertido. Yo empezaré a esbozar una figura y vosotras la colorearéis. Será nuestra contribución al monasterio.

Y pronto Beatriz con una brocha y pintura roja y Cristina con la azul, empezarán a dar color a los dibujos que el chico realiza en negro sobre el lienzo encalado. En breve tiempo irá surgiendo una figura de gran formato, incluso llegarán a necesitar algunas cajas viejas de madera que había amontonadas para alcanzar más altura. Juan no deja de realizar curvas y adornos con esmero, casi arrebatado, y las dos muchachas le siguen libremente rellenando aquí y allá, igual que si una mano invisible las empujara. Y seguirán de tal suerte dibujando, esbozando y coloreando hasta que, al concluir, los tres se percatan que sus manos, brazos y ropas se encuentran embadurnados con aquella densa mezcla tricolor.

A buen seguro pensarán recibir alguna reprimenda ¡qué le vamos a hacer!, son travesuras de la edad, saben cómo actuar en tales casos, pondrán caritas de pena y todo olvidado. Pero resulta evidente que las niñas muestran mayor interés en su creación. Estupefactas examinan el enorme dibujo. Ninguna de las dos había tenido tiempo de tomar distancia y preguntarse de qué se trataba: simplemente se dejaron llevar. Beatriz es quien lo escudriña más detenidamente, atisba una figura antropomórfica de cuatro brazos extendidos y nudosos que ocupa casi por entero la pared frontal, una figura que diríase portar sobre su cabeza un halo similar al de los santos, pero con adornos indescriptibles, y de cuyas extremidades un tanto informes parecen brotar llagas sangrantes.

—Vaya… ¿Qué es? —pregunta a continuación.

—Este es mi protector. Sangra porque sufre, sangra mucho porque sufre cuando hacen daño a los niños, y extiende sus brazos para que todos contemplen el dolor.

—¿Es Jesús? —pregunta un tanto confundida Cristina.

—No es Jesucristo, es mi protector, como mi ángel guardián, pero no vive en el cielo —repite con cierto enfado—.

—¿Y dónde vive? Los ángeles viven en el cielo.

—Cerca, y aparece cuando yo quiero porque le invoco. Él es bueno y si le llamas defiende a los niños que son molidos a palos.

—Entonces yo también le invocaré —apunta Cristina mientras muestra sus marcas. Los dos lo hacen y se miran mutuamente.

A Beatriz aquella escena le incomoda, estudia la figura extraña, la de ese ser, y vuelve a fijarse en Cristina y Juan. Repentinamente un calambreo recorre su espalda y la pone en alerta, inopinadamente siente deseos de abandonar dicha pieza para regresar al columpio. Juan y Cristina accederán a su petición, pero algo le hace sospechar que quizás en el tiempo que pasó columpiándose aturdida ese desconcertante ser hubiera sido ya invocado.

Una vez en la celda del columpio Beatriz indica a Cristina que la columpie. Esta por primera vez obedece a regañadientes, Beatriz no lo tiene en cuenta, prefiere que su amiga esté ocupada con ella y no con Juan. Necesita relajarse y sobre todo mirar por encima a aquel impertinente muchacho que ahora asiste al juego con maliciosa sonrisa, una que deja entrever pequeños y sucios dientes amarillos. ¡Realmente le incomoda cada vez más! Mas tras unos pocos balanceos, de improviso, la cuerda derecha del columpio se desata y cae al suelo dándose un buen revolcón. La reacción inmediata de Juan es reírse a mandíbula batiente, y su amiga, pese a mostrar un fugaz atisbo de preocupación, semejando algún tipo de contagio, se detiene y comienza a hacer lo mismo, y cada vez más fuerte, hasta que el eco de sus carcajadas incluso escapa de la pieza y recorre el pasillo y celdas contiguas.

Beatriz no puede soportarlo, otra vez riéndose así y ahora a costa suya. Se siente humillada por aquel niño y la boba de Cristina. ¡La boba de Cristina! De súbito empiezan a saltársele las lágrimas, lagrimas de rabia que no puede reprimir. Sale corriendo de la celda y les grita: «¡Se lo voy a decir a mis padres! ¡Se lo voy a contar a todos!».

* * *

Cuando de sopetón irrumpe Beatriz llorando ante los mayores la atmósfera somnolienta que todavía reina se volatiliza. Cunde la alarma y Beatriz apenas llega a balbucir cuatro palabras inteligibles debido a los nervios. Sus padres intentan tranquilizarla, interrogan qué ha ocurrido y dónde está la pequeña. De seguido relata a trompicones y excitada que la dejó en la celda del columpio con el otro niño, el hijo del guarda, y que le hicieron una jugarreta desatando la cuerda para que se cayera. Los adultos al instante preguntan al guía por ese niño, y este confundido responde que es imposible que haya alguno allí, ni mucho menos hijo de un guarda porque nadie desempeña tal oficio. Así que, alertados del posible peligro, y dándose cuenta de que algo inusual sucede, el guía y varios adultos se adentran en el complejo para buscar a Cristina. Buscan por la sacristía, por el claustrillo, y registrarán celdas y otras dependencias sin éxito: sin rastro de la niña. Regresan entonces para interrogar de nuevo a Beatriz que está siendo atendida por su madre. La niña ahora más calmada explica lo ocurrido: les relata a continuación cómo han jugado con un viejo columpio hasta que apareció aquel niño en una esquina, se llama Juan y dice ser el hijo del guarda; y luego pintaron con él en otra celda y se mancharon, pero un momento ¿y las manchas?, ya no hay rastro de ninguna… El padre de Beatriz se irrita, superado por aquella ristra de fantásticas justificaciones le propina una bofetada acusándola de mentirosa: «¡No hay rastro de pintura, y ningún columpio en las celdas, todo es mentira!».

Pero el guía se acerca, pone la mano sobre el hombro del padre y, mostrando un semblante de nerviosa seriedad, le corrige temblorosamente: «Sí que lo hay, o mejor dicho lo hubo. Hace cinco años cuando la Diputación se hizo cargo del edificio colaboré en las primeras tareas de limpieza, el monasterio estaba ruinoso, en una situación crítica tras décadas de uso como establo, ya os lo expliqué en la visita. El caso es que en una de las antiguas celdas había un columpio roto, todavía pendía por una cuerda del techo. Se trataba del columpio que el hijo del antiguo guarda utilizaba. Pero eso sucedió décadas atrás, en 1981 si no recuerdo mal. Me lo contaron los mayores que ayudaron en la limpieza del monasterio. Antaño había un guarda para proteger los cientos de cabezas de ganado de la familia, vivía en ese edificio adyacente al monasterio, y que sirvió siglos atrás a los hermanos encargados de las tareas pesadas del monasterio. Parece ser que era muy severo, incluso pegaba palizas a la madre y esta acabó por abandonarlos. Es extraño que dejara al niño con él, tal vez no se vio con fuerzas o esperaba regresar… Imagino que el muchacho también sufriría la violencia del padre, aunque todavía más extraño es que aquel un día desapareciera, no saben qué ocurrió, fue como si la tierra se lo hubiera tragado, y al cabo de unas semanas abandonaron la búsqueda. Los señores decidieron llevar al niño a un orfanato, pero el desdichado nunca ingresaría, se ahorcó en una de esas viejas celdas antes que vinieran por él. ¡Una historia terrible! Nadie en el pueblo habla ya de ello, ni siquiera yo lo sabía, y si no fuera por mi trabajo tampoco me habría enterado».

Tras aquel relato los padres atenazados por el horror de lo inexplicable no tardan en volver a interrogar a la niña, ya no saben qué pensar porque ante la posible tragedia que les sobreviene incluso la explicación más fantástica tiene cabida. Y le ruegan que les señale el lugar donde se halla exactamente aquel columpio. Beatriz se siente repentinamente culpable por haber dejado sola a Cristina, un escalofrío la congestiona, pero temiendo que quizá lo vivido hubiera sido algo más que una jugarreta, sobrepuesta a su enojo primero, agarra la mano del padre de Cristina y los conduce hasta la celda del columpio.

 Allí estaba la pequeña Cris, en cuclillas junto a una esquina, en la misma donde apareciera Juan. El resto sucederá igual que un vértigo: preguntas sin respuestas claras; explicaciones asombrosas que desafían cualquier lógica; y ni rastro del columpio o del dibujo en otra celda. Así que intentando ofrecer una solución mínimamente coherente el guía apuntará hacia aquellas dos mujeres apergaminadas del pretil. Desvelará que son primas y siempre han vivido juntas, que se ganan la vida tirando las cartas, leyendo las manos o realizando heterodoxas curaciones a las gentes más crédulas y supersticiosas de la comarca. Tuvieron que ser ellas las que llenaron sus cabecitas con alguna conseja siniestra del lugar, con una moderna leyenda para niñas impresionables. Eso explicaría todo.

Sin más todo el grupo, y especialmente los padres, aceptan el argumento del guía aferrándose de tal suerte a ese posible verosímil. Abandonan súbitamente la cartuja. Ahora les provoca escalofríos. Extramuros, y antes de coger los vehículos, acuerdan que todo aquello no ha sido más que un invento de las pequeñas, un cuento provocado por su activa fantasía e impelido por alguna patraña previa de aquellas dos ancianas. Mejor será olvidarlo. No les importan las incongruencias del relato. ¿Cómo es posible que Cristina la primera vez no estuviera en la celda si buscaron allí? ¿Si buscaron por muchos más rincones? El viaje de regresó sucederá en el más absoluto silencio.

* * *

El lunes Beatriz y Cristina volverán a encontrarse en el patio, sus padres aquella mañana se mostrarán distantes entre ellos, como si lo sucedido en la cartuja hubiera roto su cordial amistad, y unos y otros culparán privadamente a sus respectivas hijas de una excesiva y nociva influencia.

Sin embargo, las pequeñas una vez en el recreo se buscarán, se mirarán a la cara sin pronunciar palabra durante unos segundos eternos, y se cogerán las manos delante de todos para después preguntarse:

—¿Desapareciste? La primera vez que entraron a buscarte no te vieron. ¿Dónde te metiste?

—Me fui con Juan, él quería que me quedara allá, me dijo que se aburría y me confesó que se sentía muy solo, que se ocultaba de todos para que no vinieran a buscarlo. Después le pregunté por su padre, y respondió que no me preocupara, que era él quien debía cuidarlo.

—¿A su padre? Pero Juan nos mintió, su padre no le quería y desapareció igual que su madre.

—No es cierto, nunca lo abandonó, fue peor. Su padre le pegaba mucho y un día se hartó. No me dijo más. Le pregunté por qué lo cuidaba, no lo entendía, y me enseñó algo. Me llevó hasta el borde del profundo aljibe de los monjes y allí me aupó para asomarme.

—¿Qué viste?

—Estaba muy oscuro, pero aún así pude verlo: había un esqueleto y una figura que se movía cerca: el padre de Juan. Andaba lentamente dando vueltas, además su cara era horrible, estaba ensangrentada y creo que partida. La vi porque me miró y me señaló con un gesto terrible, no sé si pidiendo ayuda o maldiciéndome.

—¿Vive aún? Es imposible eso.

—No lo sé, a lo mejor era otra cosa, estaba confundida. Y luego vi algo enorme pegado a la pared: ¡era el ángel protector!, parecía pintado, pero se movía… Tuve mucho miedo, creí que a lo mejor Juan quería empujarme allí. Hice fuerza hacia atrás y me soltó porque caí al suelo y no le vi más. Entonces corrí con los ojos cerrados. Corrí hasta la celda del columpio esperando encontrarte, pero no estabas. Olvidé que te habías ido y además no había ningún columpio, ya no sabía qué hacer. Me fui hasta la esquina y comencé a llorar y a rezar todo el rato: hasta que finalmente aparecisteis.

—Cristina… Tal vez nuestros padres tengan razón, lo que ocurrió allí son fantasías, me lo repiten continuamente. No estábamos manchadas de pintura, no encontraron ningún dibujo y tampoco estaba el columpio. ¡Juan no podía ser real! Recuerda lo que aquellas brujas contaron, mencionaron el columpio, a lo mejor soñamos o tuvimos una pesadilla juntas. Ellas hicieron que nos imagináramos todo eso.

—No son brujas. Las viejecitas no tienen la culpa… ¡Tú lo sabes! Ellas solo nos advirtieron. Y lo que había en el aljibe…  ¡Cómo me voy a imaginar eso! Juan y su padre eran…, eran… ¿Beatriz, realmente crees que Juan no existió?

Beatriz callará, preferirá no responder, y sin embargo sus miradas límpidas brillarán dando la sensación de responderse con un código de sensaciones que solo ellas sabrían descifrar. Luego sonreirá tiernamente a Cristina y la abrazará para consolarla, para manifestarle con aquel gesto que nunca más volvería a molestarla y que no permitiría que nadie, dentro o fuera del instituto, le hiciera daño. A partir de tal experiencia algo en ellas, en su relación, en su forma de actuar trocaría para siempre haciéndoles más sensibles al mundo que les rodea. Algo que a la postre serviría a Cristina para ganar confianza en sí misma y superar, al cabo, el acoso infligido por sus compañeros.

FIN

Pablo Delgado


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