Carta a un desconocido ausente

Querido Fran:

Permíteme que me atreva a castellanizar tu nombre y lo escriba así, sin z. Creo que a estas alturas de tu eternidad (hoy, 3 de junio de 2024, hace 100 años que abandonaste el mundo mortal) ya no te importará mi pequeña osadía. Permíteme también el tuteo, tampoco creo que ahora te importen demasiado los tratamientos de cortesía.

            Te preguntarás por qué te escribo esta carta si no nos conocemos. Nadie nos presentó, evidentemente, porque nuestra vida discurrió, la mía todavía discurre, con una diferencia de años bastante notable. Cuando yo nací, el año en que fue reconocido el estado de Israel y se sentaron las bases para los futuros conflictos con los palestinos y países árabes colindantes, ya llevabas muerto casi un cuarto de siglo. Aludo a esto porque sé que tu familia y tú erais judíos, de los que padecieron la persecución y el exterminio de los nazis durante la segunda guerra mundial. Tus tres hermanas: Elli, Valli y Ottla murieron asesinadas en campos de concentración. Tú no llegaste a sufrir el holocausto, puesto que aquella dolorosa tuberculosis laríngea se te había llevado por delante veinte años antes.

            No sé si allá donde tú estás os llegan las noticias de la Tierra. Si es así, sabrás que, de nuevo, los judíos la están liando parda con sus vecinos musulmanes, eternos enemigos irreconciliables.

Nunca entendí por qué vuestro pueblo se ha autodenominado elegido por Dios. Lo que a mí las monjas me dejaron leer de la Biblia, en mis pocos años de formación religiosa, me informó de que habéis sido una cultura belicosa, amparándoos en un Dios justiciero, que no justo, a veces cruel; que habéis ido de acá para allá, nómadas en busca de su tierra prometida, enfrentándoos a todo aquel que se oponía a los designios divinos, interpretando estos como el apoyo a Israel aun a costa del aniquilamiento de otros pueblos. Hasta el cine nos contó vuestra epopeya en sendas películas, Los diez mandamientos (1956) y Éxodo (1960), con las consabidas licencias cinematográficas.

Bien es cierto que, esta historia de dispersión y lucha ha desarrollado en vosotros a lo largo de los siglos unas cualidades mentales y estratégicas que os han permitido vivir con acomodo e incluso riqueza allá donde vuestras comunidades se han establecido. Y vuestro primitivo afán por conseguir la tierra prometida parece que se ha transformado en una ambición por ocupar cada vez más territorios. Pero me pregunto: ¿Qué tiene esto que ver con Dios? ¿Acaso vuestro Yahvé o Jehová desea, si es que existe, que os convirtáis en el azote de los gentiles? Otros nos llaman infieles. Y para colmo, el señor Netanyahu, el primer ministro de Israel, dice que se trata de establecer un nuevo orden. ¿De qué me suena a mí todo esto?

Interpreto que la confusión humana no se originó por la diversidad de lenguas, según el mito de la Torre de Babel, sino por las ideas de las diferentes confesiones religiosas, cada una de ellas pretendiendo estar en posesión de la verdad como hijos favoritos de su dios. Esa diversidad y pretensión, sin olvidar el ansia de poder y riqueza, ha sido la causa secular de luchas y atrocidades.

El actual genocidio sobre la población palestina de Gaza ¿forma parte de una venganza o es simplemente una manifestación más del imperialismo brutal ejercido en este caso por las antiguas víctimas? ¿Quién empezó primero, David o Goliat? ¿Qué les importará eso a los miles de muertos que está ocasionando esta nueva guerra que nadie sabe cómo acabará? Hoy en día ya no apoya el padre Dios a Israel, es el todopoderoso tío Sam. Ya no mueve montañas la fe, sino el gran negocio de las armas.

Naturalmente, tú no has tenido oportunidad de vivir estos hechos, si hubiera sido así te habrías sentido avergonzado; he leído que no fuiste un judío demasiado comprometido con vuestra religión, tuvieron más influencia en ti los postulados darwinianos, el socialismo e incluso el existencialismo. Bien, creo que me estoy saliendo del tema que me había propuesto en esta carta; de modo que, cambiemos de registro.

Voy, de nuevo, a ser atrevida. No hace mucho visité tu ciudad natal dentro de un programado viaje con unos amigos a las tres capitales imperiales: Praga, Viena y Budapest. Previamente, había recabado información sobre ti y al llegar a Praga y visitar la casa donde se supone que viviste parte de tu infancia me invadió la peregrina idea de que, entre tú y yo, a pesar de la diferencia de edad y circunstancias, había ciertas similitudes y a su vez diferencias; algo así como una comunicación extrasensorial. Quizás exagero, pero al conocer tu biografía y ver algunas de tus fotografías con ese semblante concentrado de mirada triste, sentí esa corriente que nos atrae hacia ciertos seres, al mismo tiempo que sucede todo lo contrario con otros sin que, aparentemente, medien causas o efectos reales que lo propicien.

En la pequeña tienda de recuerdos adquirí la Carta al padre. Confieso que de tu obra solo había leído La Metamorfosis, quizás la más famosa, y confieso también que su contenido me había causado una impresión desagradable. Luego comprendí que quizás mis gustos literarios no estaban acordes con el estilo surrealista. Mi formación lectora se había orientado hacia la novela realista, en mi adolescencia la de aventuras, y ya entrada en años descubrí y gocé de la poesía de nuestros grandes maestros. No obstante, era incuestionable el valor literario de la obra y así lo reconocí cuando fui capaz de analizarla y entender el contenido metafórico del texto y sus connotaciones con tu realidad. Percibí aquel realismo mágico que se encerraba velado entre las palabras: la soledad, la incomprensión, la crueldad de los seres humanos, incluso la de los más cercanos, la propia familia. Más tarde, al conocer tu Carta al padre, se afirmó en mí esta percepción.

Comprendo por qué tu madre nunca quiso entregarle esa carta a tu padre. Por una parte, puede que le diera más valor literario que humano y la considerara exagerada dada su condición de esposa sumisa que defiende o justifica los actos de su marido. Por otra, porque quizás le tenía a él el mismo miedo que tú manifestabas tenerle. Bien es cierto que, en esa carta tratas de dejar claro que no le culpas de sus actitudes hacia ti, que no dudas de sus buenas intenciones en cuanto a tu educación, pero al mismo tiempo le haces responsable de tu carácter débil, inconstante y dubitativo. Le recriminas que cualquier decisión que tú tomabas o proyecto que emprendías eran interpuestos y rebatidos por los suyos propios y se imponía su autoridad y tu obediencia. No niegas que te proporcionó los medios para tener una vida cómoda y una sólida formación, pero eso no era lo más importante para ti. Lo más importante era aquello de lo que, según tu parecer, carecías: su amor, su comprensión o su empatía.

Vuestras diferencias físicas también fueron un factor de desacuerdo. Él era fuerte, vigoroso; tú flaco y poquita cosa, diríamos aquí.

Estos datos vertidos por tus propias palabras fueron los que desarrollaron en mí esa sensación de proximidad de la que te hablé antes, aunque bajo distintas circunstancias.

Mi padre también fue un hombre autoritario; sin embargo, a diferencia del tuyo, nunca ejerció su autoridad con violencia física. Su arma arrojadiza era el lenguaje. Cuando se enfadaba, y esto ocurría siempre que se cuestionaba su opinión, si yo había sido la causante de su enojo, lo que sucedía con frecuencia debido a mi naturaleza impulsiva, salían de su boca las frases más ofensivas qua puedas imaginar. Te aseguro que hubiera preferido un bofetón, ese dolor dura menos que las palabras hirientes que sobreviven en el ánimo maltrecho. Sin embargo, mi padre jamás me puso la mano encima. Tampoco recuerdo que me hiciera ninguna caricia o manifestación de cariño.

Tu nombras un hecho que, sin duda, te marcó en la infancia. Una noche tenías sed y gimoteabas desde tu cama pidiendo agua, por verdadera necesidad o por que no tenías sueño y querías llamar la atención como hacen a veces los niños. Tu padre llegó a tu cuarto, te cogió brazos y te encerró en el balcón durante toda la noche.

Mi padre no fue tan duro conmigo cuando una tarde llegué a casa después de la hora convenida, la de la cena. Había estado escuchando música con una amiga y el tiempo pasó volando. Al abrirme la puerta solo me señaló la de mi cuarto y me dijo: «No salgas de ahí hasta mañana». Yo no repliqué. Desde mi cama oí que mi madre salía en mi defensa y argumentaba que cómo me iba a acostar sin cenar, que ya estaba bastante flaca como para perder una comida y que tampoco había merendado. Mi padre solo contestó: «Así aprenderá». Lo que él nunca supo es que yo sabía dónde guardaba mi madre una lata de galletas y en el momento en que los ronquidos me confirmaron que los dos dormían, me levanté y me comí un buen puñado. Una dulce venganza en rebeldía por el disgusto.

Con respecto a comunicar los sentimientos en una carta al padre, yo también lo hice con el mío años después de su muerte, pero la mía fue una carta muy escueta; apenas un par de folios. Posiblemente lo hice para restaurar o recomponer ese recuerdo amargo que yo tenía de él. En ella reconocía que, a pesar de su carácter irascible y su prepotencia, había sido un buen padre preocupado en todo momento por que a su familia no le faltara de nada. A mí me proporcionó una buena educación y me hizo estudiar una carrera que me asegurara el futuro. Gracias a él fui maestra y he de decir que, nunca me arrepentí porque he tenido el privilegio de disfrutar con mi trabajo, aunque también debo confesar que hubiera preferido estudiar música, pero eso no entraba en los planes paternos, la carrera musical suponía demasiados años de preparación y como él decía: «Muchos son los llamados y pocos los elegidos». Había que ir a lo seguro, la carrera de Magisterio era corta y él ya se sentía mayor, quería que su niña estuviera colocada cuanto antes.

Algo parecido sucedió contigo, ¿no es así? Tú no tenías nada claro que querías ser abogado, hubieras preferido dedicarte a la Historia del Arte o a la Naturaleza y sobre todo a la Literatura. Hasta que no tuviste un empleo fijo y remunerado como asesor jurídico en aquella empresa de seguros laborales, no pudiste disponer del tiempo y la libertad económica necesarios para dedicarte a escribir, que era tu verdadera pasión. Imagino el aburrimiento que te produciría tu burocrático trabajo, por eso te dedicaste en cuerpo y alma a evadirte a través de tus numerosos relatos.

Sin pretender, en absoluto, compararme contigo en el aspecto formal literario; también yo tuve que esperar años hasta que vi publicado mi primer libro. Ya había cumplido los cincuenta y tenía a mi cargo una familia con cuatro hijos cuando lo conseguí.

 Durante mi infancia y adolescencia, mi afición por leer y escribir había sido considerada poco menos que una pérdida de tiempo por mi progenitor y yo debía hacerlo a escondidas, a veces bajo las sábanas de mi cama o en el pequeño jardín de casa mientras mis padres echaban la siesta. Durante el invierno era más fácil camuflar a Julio Verne, a Emilia Pardo Bazán o a Víctor Hugo entre los manuales de Matemáticas, incluso escribir un cuento en las últimas hojas del cuaderno de Gramática. Mi formación fue, pues, prácticamente autodidacta, salvo por las clases de Literatura del Instituto gracias a un profesor que hacía mucho hincapié no solo en el contenido de los textos, sino en la forma; disfrutaba con la sintaxis, la ortografía, los recursos…y contagiaba a las alumnas su entusiasmo.

Cuando, por fin, vi publicados mis primeros cuentos para niños y otros relatos para adultos, ya mi máquina se había puesto en marcha y durante estos veinticinco años no ha dejado de funcionar. Quiero hacer una aclaración que quizás también nos aproxime a ti y a mí: nunca he sido capaz de escribir un texto de más de doscientas páginas, seguramente fruto de mi impaciencia por ver terminado el trabajo o dar resolución a un conflicto. Puede ser también que me haya influenciado mi profesión. Para comunicarse con el alumnado es necesario poner en práctica esas cualidades del lenguaje que nos enseñaron: claridad y precisión. También he tenido en mente la máxima de nuestro Baltasar Gracián: «Lo bueno, si breve; dos veces bueno». Espero haberlo conseguido o, en todo caso, seguir aprendiendo.

Qué lástima que tu vida fuera tan corta, solo cuarenta y un años, después de tu paso por diversos sanatorios y una dolorosa enfermedad, tuberculosis pulmonar y faríngea. Podrías haber dejado un legado mucho más extenso. A pesar de eso, tu influencia ha sido indiscutible sobre grandes escritores como Albert Camus, Jean Paul Sartre, Jorge Luis Borges o Gabriel García Márquez, por nombrarte algunos. Si no hubiese sido por tu amigo Max Brod, quien, a tu muerte, editó tus manuscritos aun en contra de tu voluntad, solo nos habrían llegado unas pocas obras tuyas. También quiero destacar tu gusto por el género epistolar: las cartas al padre, a Milena y a Otla, que nos han proporcionado una verdadera documentación sobre tu vida. Y tu interés por el teatro. Yo también he hecho mis pinitos en el género dramático con varias obras para escolares y dos de teatro leído con compañeros de la Asociación Aragonesa de Escritores.

¿Y qué me dices de nuestra educación religiosa?

Al igual que a ti tu padre te hacía acompañarle a la sinagoga, al menos en ocasiones especiales, a mí el mío me obligaba a rezar el rosario cada tarde, por aquello que se decía en los años sesenta en nuestra católica España: «La familia que reza unida permanece unida». Las consignas formaban parte importante de nuestra vida.

Aquello fue otra de las causas de conflicto. En mi inocente sinceridad y raciocinio yo pensaba, y tuve la osadía de decirlo, que era un sinsentido hablar con Dios repitiendo hasta la saciedad las mismas palabras. El pobre debía de estar aburrido. ¿No sería más lógico dirigirnos a él como a un padre a quien se le cuentan nuestros sinsabores o se le pide consejo? Mi argumento no sirvió de nada, yo solo era una chica que creía saberlo todo y lo que debía hacer era obedecer y callar. El asunto terminó a voces, mi padre dando un puñetazo en la mesa y mi madre y yo llorando asustadas por su desproporcionada reacción. Curiosamente, él, que siempre me tuvo bajo su mando de militar en plaza, al final de su vida se vio obligado a depender de mí y vivir bajo mi cuidado.

Creo que estas actitudes patriarcales vienen dadas por unas circunstancias en las que, de alguna manera, el hombre se ha sentido inferior a la mujer y trata de equilibrar ese sentimiento haciendo valer la autoridad que le proporciona la ley o su propia naturaleza física mediante una dictadura familiar.

Tu padre procedía de una familia checa, rural y humilde. Tu madre, por el contrario, era de familia burguesa con más nivel económico y cultural. Su idioma era el alemán, de más prestancia social que el checo; por eso fuiste enviado a los mejores centros educativos de Praga.

Mi padre también era de origen humilde, pero tenía el orgullo de haberse hecho a sí mismo mediante el estudio y el trabajo duro, sacando adelante a sus padres y a su hermano menor. Durante nuestra guerra civil del 39 entró en el ejército como suboficial especialista y todo eso marcó su carácter. Mi madre, hija de una familia numerosa, debió de ser una joven muy bien preparada para desempeñar sus funciones de ejemplar esposa y abnegada madre. Por otra parte, aunque no tenía una cultura sólida, le gustaba leer, ir al teatro o a la zarzuela y escuchar música. ¿Que no sabes qué es la zarzuela? Se podría decir que la ópera del pueblo llano. Otro día hablamos de ello.

Al igual que a ti, a mí me llevaron a un buen colegio, es decir, a un colegio que se creía bueno porque era de pago y regentado por monjas. Teniendo en cuenta que me rodearía de hijas de familias selectas, mis padres creían darme así una educación que me convirtiera en, lo que se decía, una señorita. Pero yo era una niña de barrio que disfrutaba jugando en la calle con sus amigas, niñas que iban a la escuela pública, la de los pobres, y que tenía la cabeza a pájaros y no pensaba sino en cantar, bailar y leer cuentos. La fuerte disciplina escolar llena de normas de conducta y obligaciones religiosas estuvo a punto de arruinar mi carácter.

Todas las mañanas, el tener que vestirme con el uniforme del colegio, me invadía una gran tristeza que con frecuencia se materializaba en llanto. Por fortuna mis padres se dieron cuenta y actuaron. En tercero de bachiller me matricularon en el Instituto de Enseñanza Media Miguel Servet y mi vida dio un giro hacia la luz. Lo que no cambió fue la exigencia de mi padre con respecto a la obligación de sacar buenas notas. No se conformaba con un aprobado, siempre debía mejorar la puntuación en una constante competición conmigo misma y en competencia asimismo con mi hermano muerto, al que no llegué a conocer. Debió de ser un niño prodigio al cual me nombraban constantemente. Esto siempre me produjo una especie de resentimiento hacia él porque yo no conseguiría jamás llegar a su altura, ni lo más mínimo.

Tú tuviste dos hermanos que murieron siendo muy pequeños. Llegaste a sentir cierto complejo de culpabilidad. Te creías responsable por haberles tenido celos y haber deseado en algún momento que desaparecieran. Estos pequeños traumas infantiles nos acompañan hasta que la madurez impone el sentido común y aceptamos las cosas como son, no como nosotros las creemos o deseamos.

La relación con mi madre fue mucho más natural. Era un ser bondadoso y comprensivo que odiaba imponerse por la fuerza sin razonar sus decisiones. Era fácil obedecerla, siempre estaba dispuesta a escucharme, ayudándome en mis problemas. Solo recuerdo que en una ocasión me dio unas buenas zurras con su zapatilla en mi trasero, creyendo que yo estaba mintiendo al contarle un hecho que me había sucedido en el colegio. Cuando se enteró de que yo decía la verdad, me pidió perdón mezclando en mis mejillas sus lágrimas con sus besos. Nunca lo olvidaré.

Hablemos un poco de las palabras.

            Tu idioma nativo era el checo, sin embargo, utilizaste mucho más el alemán, que era tu lengua materna y, por añadidura, aquella en la que se expresaba la burguesía y la intelectualidad de Praga. Para completar tu educación burguesa aprendiste francés y cultura francesa. Los idiomas son una característica circunstancial de la vida, aquellos que habéis pasado a la otra orilla, si es que existe, supongo que poseeréis el don de lenguas.

Yo fui educada por una madre manchega que utilizaba un castellano correcto con alguna que otra intrusión de sus ancestros italianos. Por otra parte, mi familia también desciende de vascos y gallegos. Cómo me hubiera gustado poder expresarme en todos estos idiomas. Lamentablemente no ha sido así y quizás por ello envidio a los bilingües, creo que serlo enriquece la capacidad de comunicación del ser humano. Tú gozaste de este privilegio.

Tu nombre, en castellano, me gusta: Francisco José. Nombre de emperador. De aquel que nos representaron en la edulcorada película de Sissí, allá por los años cincuenta y tantos, interpretada por una joven y bella Romy Schneider y un atractivo y apuesto Karl Böhm. Los personajes cinematográficos sólo se acercaban anecdóticamente a los representados. Pero no voy a hablar del Imperio austrohúngaro, sino de otro de esos momentos en que, como ya te he dicho, he sentido cierta empatía hacia ti, aunque esta vez en sentido contrario, es decir, aquello que nos diferencia.

Ayer cayó en mis manos una fotografía realizada en Praga. Mi marido y yo estamos junto a la barandilla del Moldava. Mi marido también tiene nombre de emperador. Romano. Acabábamos de atravesar el puente de Carlos, esa joya de la arquitectura gótica jalonada a ambos lados por una treintena de esculturas, príncipes, sabios, santos… farolas barrocas y torres defensivas. Fue como pasear por la historia checa, a pesar de la muchedumbre de turistas con quienes había que disputar el espacio. Pedimos a uno de ellos, un amable señor asiático, que nos hiciera la foto con mi móvil.

Imaginé como habría sido tu deambular por esas calles, con tus amigos compañeros de universidad, comentando las clases del profesor Alfred Weber, aquel gran economista, geógrafo y sociólogo, que sembró en ti la semilla del análisis y crítica de la sociedad industrial. Supongo que también hablaríais de poesía o de filosofía, Byron, Goethe, Nietsche… en ese círculo de intelectuales al que perteneciste.

Mis conocimientos en el campo de la filosofía se limitaron al aspecto académico de la Pedagogía: Paidología, Didáctica, Ontología, Lógica y Ética. La filosofía fue para mí, en general, un extenso mundo inexplorado. En cuanto a pertenecer a círculos culturales, mis pretensiones no llegaron más allá de la Asociación de Amigos del Libro y la Asociación Aragonesa de Escritores.

Hay algo más que llamó sobremanera mi atención en tu biografía y fue tu vida amorosa. Parece que tenías un afán desmesurado por afianzar o definir tu sexualidad. Frecuentaste burdeles y tuviste varios amoríos. Solo con Felicia Bauer estuviste a punto de sentar la cabeza, como decimos en esta tierra. Tuviste una importante relación con Grete Block, de la cual parece que nació un niño al que no llegaste a conocer, murió tres años antes que tú a la tierna edad de siete años. Otras mujeres de tu vida fuero Milena Jessenska y Dora Dymant a las que te unieron también intereses profesionales. A través de tus cartas hemos podido conocerlas. Lo que parece cierto es que era mucho más numeroso tu círculo de amigos y por encima de todos Max Brod, que te acompañó durante toda tu vida.

Yo, por el contrario, he sido mujer de un solo hombre. Me casé joven y no había tenido otro novio que un chico con el que la relación no fue más allá de los paseos dominicales cogidos de la mano y algún que otro beso furtivo en el portal de mi casa. El juego solo duró unos meses.

En mi juventud, las consignas del catolicismo nos decían que las chicas teníamos que ir vírgenes al matrimonio, reservarnos para el que había de ser nuestro esposo. Si consentíamos un simple beso o un pensamiento o deseo considerado impuro, ya había que ir a buscar el perdón del confesor.  Con ellos, los curas eran mucho más permisivos. Nos recomendaban libros que nos hablaran de sexo, siempre desde el punto de vista del amor y la formación de una familia. Las madres apenas nos informaban de lo que era esa función biológica, humana y vital, el tema resultaba tabú también para ellas; al menos para la mía, educada en un ambiente de represión emocional. Por supuesto, un tupido velo sobre la homosexualidad. Siempre me sorprendió que en las películas se censuraran las escenas de amor y sin embargo no se hiciera con las que mostraban tiros, asesinatos o ahorcamientos; como si los mandamientos relacionados con el sexo fueran más importantes que él no matarás.

Bien, creo que me estoy extendiendo demasiado con esta carta. He pretendido con ella entrar en contacto contigo a través de la palabra escrita y hacerte partícipe de una pequeña parte de mi mundo. Al mismo tiempo me ha interesado comunicarme con el hombre, no con el autor; tu bibliografía se puede encontrar en numerosas fuentes. Es curioso, en vida fuiste reservado y poco hablador y hoy se te considera uno de los grandes de la literatura universal. Creo que esto, ahora, también te importará bien poco.

Me despido de ti con un único deseo: Que la paz sea contigo. Shalom.

María Dolores Tolosa
Junio 2024


GRACIAS POR ACEPTAR nuestras cookies, son simplemente para las estadísticas de visitas en Google.

Ver política de cookies
 
ACEPTAR

Aviso de cookies
Ir al contenido