Nadie va a aplaudirme por esta revelación, pero puedo probarla hasta sus mínimos detalles. Sé que es mucho más fácil creer que todo fue como tantas veces se ha dicho. Es tan copiosa ya la bibliografía de la leyenda que mi visión, más que un acto de justicia o de precisión, pudiera resultar un ajuste de cuentas, y también un ejercicio de expiación o quizá, exagerando, una tentativa de modificar el curso de la historia. Las últimas monografías parecen evidentes: Aurora Molgás estaba muy enamorada de su marido, el gran traductor y poeta y editor Eusebio Ballabriga. Los que conocieran la casa de Calaceite donde pasaron los últimos meses no tendrán dudas: fueron meses de felicidad compartida sobre la alfombra de tigre del gran comedor con chimenea que había traído Eusebio de su viaje a Isla Negra, donde se la regaló Neruda en memoria de sus días en Java; los besos que se intercambiaban en el jardín, los paseos por la plaza de la Diputación, en torno a los floreros y las farolas, todo era de una sinceridad radiante. Aunque las fotos más hermosas, no son ésas: son aquéllas, en blanco y negro, que tomó el viejo Patricio Julve con tanta paciencia como delectación, en las que ambos se aplican a corregir la versión definitiva de las Obras Completas de Dante. Eusebio, que era un gran calígrafo y un excelente escritor simbolista, presumía de que su letra era casi igual a la del genio italiano; Patricio Julve debió ser aleccionado pues para que comparase sutilmente la copia del original y la traslación de Ballabriga en el retrato postrero de ambos. Coinciden casi en tamaño de la expresión, es decir de las letras, y compiten en redondez y elegancia. Tanto Eusebio como Aurora son conscientes del único ojo del fotógrafo que los mira.

         Siempre he tenido una relación entrañable con Aurora. Nos unía un vaga y casual amistad alimentada en la juventud, y cuando ella apareció en la vida del escritor, a todos les llamó la atención. Aún recuerdo las páginas de periódicos tan alejados del sensacionalismo como El país, el diario en el que he colaborado a menudo, que saludaron su noviazgo, o el inicio de sus relaciones, con igual porción de perplejidad que de incredulidad. El comentarista de sociedad (¿o era una mujer?) no disimulaba la incomodidad de carecer de datos fidedignos de la intrusa e incluso frivolizaba acerca de la frágil memoria de Ballabriga: ni llevaba seis meses divorciado de su cuarta mujer. Nadie la conocía y creo que fui el primero en dedicarle un artículo. No recuerdo exactamente mis palabras ni mi embarullada prosa española, pero sí  conservo en mi mente el espíritu de mi aportación y los datos irrefutables que conocía. Aurora Molgás había sido pianista de joven, se había criado en Francia, concretamente en Morestel, en una quinta no muy alejada de la conocida ruta turística de Stendhal, era hija de exiliado español y había llevado una existencia más bien retirada, podríamos decir que volcada en la jardinería, en la música y en la lectura. Dije, si la memoria no me traiciona, que era una experta en la obra de Stendhal, claro, y de Paul Claudel, cuya casa–palacio estaba a muy pocos kilómetros de la suya y solía frecuentarla en bicicleta hacia el mediodía porque consideraba que a esa hora tanto la campiña como la arboleda gozaban de su mayor esplendor de luz y belleza. Sé que su consideración hacia el autor de La anunciación a María se redujo bastante cuando se enteró de que durante años permitió que su joven y talentosa hermana, Camille, una excepcional escultora, permaneciese recluida en un manicomio.

         Ya entonces me quedé con las ganas de describirla con mayor intensidad, pero al fin y al cabo cualquier lector intrigado tenía unas espléndidas instantáneas de su perfil juncal, de su elevada estatura, de su rostro moreno y de su cabello anudado sobre el cuello en un sencillo lazo. Vestía con naturalidad y buen gusto, y poseía unas manos largas, afiladas. Ofrezco estos dos rasgos porque para mí son elementos que definen a menudo la vida íntima de una mujer.

         Creo que no tardaron en casarse. Fue una ceremonia casi secreta en la Casa Consistorial de Calaceite con poco más de una veintena de invitados –algunos traductores de renombre como Llárdent, Eloísa Álvarez y Ausonio Vitale, y un novelista de la talla de José Donoso, con su mujer Pilar Serrano–. La fiesta, que fue algo así como un festival de nostalgia republicana, transcurrió hasta muy entrada la noche en la Fonda Alcalá. Cuando los novios se retiraron a estrenar la galería de la nueva casa como desposados, unos cuantos se congregaron dispuestos a gastarles una broma. Vieron las luces encendidas desde abajo y se miraban con risitas mientras más de uno apuraba, a morro, una botella de Johnnie Walker; pero en cuanto la habitación quedó a oscuras, empezó la algarabía de voces, imitación de caballos y cerdos, golpes de tambor, y Ausonio Vitale inició una canción napolitana procaz que ruborizaría a cualquiera. Inicialmente, Eusebio y Aurora no hicieron caso. Habría transcurrido cerca de media hora cuando ambos, frescos y alegres, con los ojos chispeantes de felicidad, bajaron a la calle en mangas de camisa y dijeron: «Lo hemos pensado mejor. Hoy es un día especial, y no podemos dejar solos a unos amigos.» Volvieron a la Fonda Alcalá y allí consumieron la noche y una buena parte del alba. El propio poeta, que tenía prohibido el alcohol a sus 73 años, acabó no sólo para el arrastre o hecho unos zorros (expresión que siempre me pareció muy graciosa), sino tambaleándose e incapaz de recordar que unas doce horas antes se había casado con Aurora Molgás, veintiséis años exactamente más joven que él.

         Ballabriga llevaba muchos años trabajando en las Obras Completas de Dante. No ignoraba que existían otras versiones, especialmente de la Divina Comedia y Vida Nueva, tanto en verso –la de Ángel Crespo, publicada en tres volúmenes en tercetos rimados como el original, le parecía casi perfecta– como en prosa, a las que denominaba traducciones perezosas, mas estaba convencido de que su versión iba a ser el gran acontecimiento literario de la década. Y en cierto modo lo fue: recibió galardones por doquier, tanto en Florencia como en Venecia lo nombraron el personaje cultural del año, y el gobierno italiano lo invitó a hacer un viaje por todo el Piamonte, como recompensa y con el secreto deseo, según reveló luego el Ministro de Cultura, Pietro Casena, de que se interesase por Cesare Pavese, que era su poeta y narrador predilecto.

         En todos los lugares, Eusebio Ballabriga, que se manejaba en las lenguas románicas prodigiosamente, incluso en los dialectos, tenía siempre un reconocimiento para su mujer. Aurora Molgás recibía el mensaje con una sonrisa en los labios, pero no decía nada. Supe por ella misma que en los cuatro años ininterrumpidos que costó la traducción hubo momentos de gran tensión (me confesó que Eusebio le había pegado dos o tres veces) pero también de una gran pasión. Me dijo que se entregó con todo el alma y con todo el cuerpo, y que había sido feliz. Agregó ante mi escepticismo: «Fui carnalmente feliz en el retiro de Calaceite. Eusebio era un poeta pero también un toro.» Cuando rondaba los 79 años, o quizá sólo fuesen 78, Eusebio Ballabriga se despeñó en la bicicleta que acababa de estrenar en una de las pendientes del pueblo y murió en el acto. Fue una lástima porque su energía ridiculizaba a su edad: la misma tarde en que expiró había asombrado a cuatro o cinco ciclistas del lugar por su potencia en la escalada y por su buen humor.

         Para Aurora fue un batacazo. Una nueva tormenta del destino contra su vida; tormenta a la cual empezaron a sumársele sucesivos temporales: la ambición de los herederos del poeta, especialmente sus hijos Tomás y Candela. Aurora no quería discutir ni verse metida en pleitos y escándalos públicos. Barajó durante semanas el retorno a Morestel, pero sin saberse bien por qué decidió quedarse. Yo sí he sabido el motivo desde siempre: se identificaba con el paisaje, con la arquitectura del pueblo y con sus paisanos, con el silencio de las noches oscuras en Calaceite. Fue cediendo en todo lo que no esclarecía el testamento: les entregó la editorial, que tenía dos sedes, los derechos de autor, el piso de Barcelona y un apartamento en Cadaqués. Lo más duro fue la renuncia a la Biblioteca personal del poeta, renuncia que le costó muchas lágrimas, porque pensaba que esa era la herencia más íntima que podía recibir del finado. Y en ese momento, sólo le quedaba el caserón antiguo: el último y más prolongado refugio de amor de la pareja. Tomás acudía a visitar la tumba del padre (que yacía en el cementerio municipal del pueblo) cada fin de semana, y los jueves llegaba Candela desde Barcelona. Aurora empezaba a sentirse agobiada porque la vida en la casa era un auténtico infierno: siempre le preguntaban por tal o cual pieza, que dónde estaba la traducción de Vendrá la muerte y tendrá tu ojos de Pavese, que si era cierto que la versión de El hermoso verano del narrador la había dejado, en borrador, desde luego, pero prácticamente concluida. Y siempre acababan llenando el coche de porcelanas, platos de varios lugares, figuras de metal y de madera, de fotos, incluso de ropa de cama bordada a mano con las iniciales A y E. Era un auténtico saqueo. Lo que más le dolió fue que Tomás, sin escrúpulo alguno, retirase un conjunto de fotografías, firmado por el reportero James Franciscus, que había estado un par de veces con el poeta y con ella. Realizó retratos conjuntos, pero al final, consciente de que estaba ante un candidato al Cervantes y quizá al Premio Nobel, lo captó a solas: en el cementerio leyendo poemas, en las afueras paseando con su bastón, en la galería de arriba, curioseando su inmensa colección de Clásicos italianos y tumbado sobre la alfombra enorme de tigre, ante los leños del hogar. El regreso a Morestel dejó de ser una posibilidad remota, pero alguien le aconsejó resistir. Fue el propio Patricio Julve, anciano ya y reportero ambulante todavía en mula y coche de línea, quien le dijo: «Díselo así: “Dejadme en paz. Os lo he dado todo. Todo. Pero la casa no la tendréis nunca”. Díselo así, Aurora. Ésos no son hijos, son vampiros.»

         Aurora nunca me confirmó su arrojo. Quiero decir que jamás me narró la escena, su arrebato de cólera, su probable ofuscación. Pero lo cierto es que la dejaron en paz. Habrían pasado ya seis meses o siete cuando recibió la visita de James Franciscus. Su historia resulta tan peculiar como inverosímil. Una mujer (juraría que se llamaba Priscilla Pérez), que debía ser una freelance en travesía por España, publicó en el New York Times un reportaje sobre la provincia de Teruel, con abundancia de datos acerca de la zona de Matarraña y de las altitudes abruptas, de peñascos y pinadas, del Maestrazgo, todo ello a doble página. Decía que el gran personaje del Maestrazgo había sido Ramón Cabrera, «un general reaccionario de aquellas guerras entre carlistas y liberales que imponía el terror en la zona», apuntaba en la más pura línea del tópico, a pesar de que acababa de leer la «desmitificadora biografía» de un tal Pedro Rújola, Rójula o Rújula, no acertaba a precisar: Ramón Cabrera. La senda del tigre. Y que en Calaceite, a orillas del río Matarraña, vivía el poeta y renombrado traductor Eusebio Ballabriga. Esa información llegó a manos de Franciscus y buscó el pueblo en uno de sus viajes. Fue cálidamente acogido por la pareja, particularmente por Aurora, quien a su vez se sintió halagada por el trato tan cortés que recibió del fotógrafo. Incluso en una ocasión, mientras el poeta se ausentó brevemente, observó cómo la miraba y quizá cómo la provocaba. A lo mejor, me dijo dos meses después de la catástrofe por teléfono, fueron figuraciones mías.

         La visita de Franciscus le devolvió la vida. «Creo que usted y yo tenemos cuentas pendientes», le susurró Franciscus mientras comían en la Fonda Alcalá. Y esa noche, antes de desafiar la memoria del muerto y el estremecimiento de los cuerpos, hablaron y hablaron: él de su vida errante, de idas y venidas, de su pasión por el retrato. Ella, desenvuelta y libre, rememoró su niñez en la alquería en que su padre era vaquero, su juventud de estudio y recogimiento en Morestel, no por nada, sino por enigmática decisión tras un fracaso sentimental –«un fracaso amoroso que conoces mejor que nadie, Jaime», le susurró–, su vocación por la música y su interés por la poesía, «que como sabes, o puedes intuir, no es otra cosa que la prolongación de la música.»

         Tres o cuatro días después, James Franciscus se fue. Se fue quizá para no volver. Y se lo dijo sin decírselo: «Quiero que sepas, Aurora, que, ocurra lo que ocurra, estos días me ayudarán a envejecer.» Ella intentó no sucumbir a las nostalgias: ni a la del poeta muerto ni a la del fotógrafo que había sido como un ave fugaz o un regalo otoñal e inesperado para su corazón. Volvió a centrarse en la música, en partituras de Rachmaninoff, el músico preferido de James, al que había empezado a llamar Jaime, y ultimó las pruebas del manuscrito de Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Entonces comprendió cómo no lo había hecho hasta entonces la fidelidad y la inventiva lírica, el virtuosismo, de Ballabriga. Le pareció superior a Octavio Paz, a Julio Cortázar o a Consuelo Berges, a los que había venerado desde niña, entre otras cosas porque su padre le hablaba de ellos a menudo: a Paz, le decía, lo había conocido en Valencia en 1937; Julio Cortázar era un transterrado, había nacido en Bruselas y siempre se había sentido argentino; y Consuelo Berges se dedicó al novelista del amor con pasión de amante y con la paciencia infinita de una monja. Eusebio Ballabriga traducía con una seguridad aplastante y con un colorido que con frecuencia amenazaba con superar el original. Hasta que comprendió que todo aquello era un subterfugio, que se hallaba fuera de sí, inclinada hacia lo que tanto había combatido: la melancolía. Había dejado de bañarse, no sentía apetito, confundía el día con la noche: anochecía y amanecía tendida en la alfombra de tigre de Java, había empezado a perder el pelo…

         Creo que me llamó la víspera del acto innombrable. Me contó todo lo que he intentado contar aquí: su furiosa desesperación, me leyó una carta de gratitud y de despedida de James Franciscus –«llevo semanas peleando con mi conciencia, Aurora, pero al final ha podido más mi cobardía o mi sentido del deber: en California me esperan seis hijos y una mujer que es inocente», le decía–. Me contó su frecuente insomnio, derivado no sólo de ese amor imposible sino de la mala conciencia que le rondaba por el pálido recuerdo que había tenido de sus cinco años de felicidad y tormento con Ballabriga, por esa presurosa entrega a un desconocido. ¿O acaso no era, en realidad, James Franciscus un desconocido, alguien que había llegado a su vejez por puro azar? Lo que aconteció después, no se le escapa a nadie. La prensa ha sido prolija en los datos y en la descripción de la imagen ominosa de la sangre derramada. En efecto, Aurora Molgás se arrojó al vacío desde la galería de arquillos; se arrojó envuelta en la alfombra de tigre, semidesnuda, con el ralo pelo suelto y unas cuantas fotos tomadas por Patricio Julve, y no por Franciscus como se había supuesto. Casi todos justificaron su defunción voluntaria como el ritual de una viuda inconsolable que no soporta ni la ausencia ni la memoria de su célebre marido.

        Creo que estas notas aclaran que Aurora Molgás murió de amor y de soledad, pero el objeto de su pasión era otro: un tal James Franciscus, fotógrafo y viajero lento por España. El mismo que les ha narrado esta historia infeliz para aliviar sus remordimientos y expiar, si fuera posible, el gran error de su vida. El mayor error de mi vida.


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