Por Ricardo Ibars Fernández
Profesor. Licenciado en Filosofía y Letras.

LA AVENTURA EQUINOCCIAL DE SENDER Y SAURA: DOS OSCENSES TRAS LAS HUELLAS DE “EL DORADO”

  1. Introducción.

¿Qué tiene que ver la provincia de Huesca con la mítica región de tesoros sin fin conocida como “El Dorado”?

El nexo de unión entre ambas realidades se encuentra en la obra de dos artistas oscenses que dedicaron a la búsqueda de “El Dorado” dos de sus mejores obras.

Este artículo no nace desde la perspectiva del crítico que pretende realizar una profunda exégesis de la obra literaria de Ramón J. Sender y la cinematográfica de Carlos Saura. Nace desde la admiración de quien esto escribe por estos dos autores y de la fascinación que en ellos ejerció una epopeya como la de Lope de Aguirre y, a través de sus obras, en mi propia persona.

Pretendo con ello indagar en qué es lo que atrajo a estos dos creadores de la figura de Lope de Aguirre y su alucinada y trágica aventura y por qué les sedujo de un modo tan personal como para llevarle al uno a escribir una de sus mejores novelas y al otro a embarcarse en un proyecto que acabó siendo en su día la película más cara del cine español.

Sirva también este artículo como humilde homenaje a estos dos emblemáticos artistas de la provincia de Huesca que, pese a su reconocimiento, tal vez no gocen de toda la atención que merecen. Prueba de ello es, por ejemplo, la a mi juicio escasa relevancia de una figura como Sender en los libros de texto y la dificultad de encontrar nuevas ediciones de algunas de sus obras en las librerías. Igualmente, la dificultad de hacerse con algunas de las películas de Saura editadas en DVD o bluray, como es el caso de la que nos ocupa, que se encuentra actualmente descatalogada y prácticamente imposible de conseguir en formato físico.

Sin más dilación, empecemos este recorrido por las obras de estos autores pero, antes de ello, debemos comenzar por el principio: por una desafortunada expedición que tuvo lugar en el año 1560 a lo largo del río Amazonas. Procuraremos no perdernos en tan procelosa travesía gracias a la compañía de otras aventuras literarias y cinematográficas que nos irán acompañando a lo largo de este singular periplo.

  1. “El Dorado” o el sueño que se convirtió en pesadilla

Desperado, da:

  1. adj. Dicho de un delincuente: Que está dispuesto a todo.
  2. adj. Desesperado.

       Diccionario de la Real Academia Española.

La búsqueda del tesoro siempre ha sido uno de los temas que más ha fascinado a los narradores de historias, ya desde la mítica búsqueda del vellocino de oro descrita por Apolonio de Rodas y luego por Robert Graves en una magnífica y divertida novela, sin olvidar a Jasón y los argonautas, la maravillosa película con efectos especiales del gran Harryhausen. La mención del vellocino de oro no es baladí ya que dicho símbolo pasó a formar parte de la monarquía de los Austrias bajo el emblema de la Orden del Toisón de Oro y volverá a aparecer más adelante en este artículo.

Amazonas

Pero, ¿qué era “El Dorado” y quién fue Lope de Aguirre? Hay que aclarar, antes de nada, que “El Dorado” no era un lugar sino una persona. Con el nombre de “El Dorado” los conquistadores españoles se referían al cacique de una tribu indígena cuyo cuerpo, según una leyenda de los indios chibchas, era rociado y cubierto de oro en polvo antes de ser conducido al interior de un lago donde depositaba varias ofrendas de dicho metal. Se suponía que el cacique gobernaba unas tierras de legendarias riquezas a las que pasó a conocerse como las tierras de “El Dorado” y, por extensión, como simplemente “El Dorado”.

Respecto al infame Lope de Aguirre, una clara muestra de la pervivencia que tiene todavía su figura en la cultura popular es el hecho de que una de las superproducciones Disney de más reciente éxito, Jungle Cruise[1], protagonizada por las megaestrellas Dwayne “The Rock” Johnson y Emily Blunt, lo tenga a él, precisamente como villano.

Poco importa que el Lope de Aguirre de este esmerado producto de entretenimiento tenga poco que ver con la figura histórica; que vaya en busca de unos míticos pétalos de una planta sanadora en lugar de la legendaria ciudad de “El Dorado”; que su hija, que lo acompañó a la expedición, se llame aquí Ana en vez de Elvira(también la famosa película de Herzog le cambiará el nombre) o que no haya ninguna otra referencia, aparte del propio nombre, que lo emparente con el personaje real. Lo que resulta destacable es la persistencia de la imponente presencia de Lope de Aguirre en el imaginario colectivo como alguien perseguido por el infortunio y a quien sus crímenes le hicieron cargar con el estigma de un ser “maldito”.

¿Pero quién fue realmente Lope de Aguirre y a qué se debe su mala fama para que esta haya perdurado de tal modo hasta nuestros días? ¿Cuál es la historia que atrajo tanto a Ramón J. Sender y Carlos Saura y que ambos nos cuentan en sus respectivas obras? Hela aquí:

Según cuentan las crónicas (y la expedición de Lope de Aguirre es una de las mejor documentadas de la época), era el tal Lope de Aguirre un sujeto que frisaba la cuarentena, malencarado, de origen vasco, que contaba con varias heridas producto de un pasado violento y turbulento, una de las cuales le había dejado una cojera en un pie y otra unas quemaduras en la cara. Así lo describe una de las crónicas de la época: “Es el cruel tirano un hombre pequeño de cuerpo, muy mal agestado, cojea de un pie que está manco dél, y de las manos, de muchos arcabuzazos que le han dado en batallas en Pirú, hallándose en algunas de parte del Rey, nuestro señor, y otras de parte de los tiranos.[2]

Corría el año 1560 cuando el virrey del Perú, el Marqués de Cañete decidió encomendar a Pedro de Ursúa la jornada (que es como llamaban antes a las expediciones) de Omagua y El Dorado. Era Pedro de Ursúa un hidalgo de unos treinta y cinco años, buen mozo y bien plantado, que había ganado fama por haber fundado dos ciudades y haber sometido con éxito una rebelión de negros cimarrones.

El objetivo declarado de la expedición era el de hacerse con unas ricas tierras en oro en el interior del río Amazonas, de las que se había tenido noticias por una expedición anterior de Francisco de Orellana y por la llegada de un pequeño contingente de indios brasiles que habían llegado huyendo de sus tierras hasta territorio peruano remontando el Amazonas desde el otro extremo, y cuyos testimonios, habida cuenta la necesidad de ganarse a sus nuevos anfitriones, no es que se pudieran considerar muy fiables: “lo que los indios del Brasil habían dicho en Pirú que habían visto de riqueza de oro y plata, hacíanlo por contentar a los españoles, como veían que eran amigos dello[3].

Hemos dicho que ese era el objetivo declarado porque había otro objetivo no tan declarado para la mentada expedición. Una vez finalizadas con éxito la conquista del imperio azteca por Cortés y la del imperio inca por Pizarro y repartido el botín entre los vencedores, quedaba todavía una gran masa de aventureros “desperados”, ansiosos de conquistas y botín, insatisfechos por los magros restos de la conquista que les quedaban. Ello había dado ya pie a algunas revueltas por parte de estos insatisfechos, la más grave de las cuales había estado capitaneada por el propio hermano de Francisco Pizarro, Gonzalo, apenas quince años antes, en 1544.

Para dar salida a esa masa de peligrosos descontentos se implementó, precisamente a partir de 1544, una medida conocida como la “descarga de los Reinos” que consistía, ni más ni menos, que en enviar en expediciones de conquista a esa explosiva caterva de hombres de fortuna para que obtuvieran, por medio de ellas, las recompensas que las propias colonias no podían ofrecerles. Y una de esas expediciones fue la de Pedro de Ursúa en búsqueda de “El Dorado”.

Ya antes de partir, Pedro de Ursúa recibió varias advertencias en contra de algunos de los integrantes de la expedición, entre ellos acerca de Lope de Aguirre, que le aconsejaban deshacerse de tales indeseables y peligrosos elementos. Sin embargo, Pedro de Ursúa decidió desoír tales advertencias pensando que dicha “peligrosidad” le sería muy necesaria en una expedición de tales características y confiando, por otro lado, en que la fuerza de su liderazgo sería capaz de contener a tales elementos. Dos errores que iban a resultar fatales.

La expedición ya comenzó con mal pie. El retraso de varios meses provocado por Pedro de Ursúa para conseguir más dinero y provisiones para la expedición, unido a la humedad y el trabajo de los insectos, hizo que la madera de las naves, listas en los astilleros desde meses antes de la partida, se pudriera y que gran parte de estas se fueran a pique en el momento mismo de la botadura, en septiembre de 1560, junto con gran parte de los alimentos y pertrechos que transportaban.

Por si fuera poco, Ursúa se obstinó, a pesar de los consejos en contra por parte de algunos de sus allegados, en llevarse consigo a su amante, Inés de Atienza, una bellísima mestiza que provocaría no pocos celos por parte de sus capitanes y numerosas fricciones en el seno de la expedición.

Pronto, el hambre, las enfermedades, las deserciones y las disputas internas se cebaron con los expedicionarios. En numerosas ocasiones se vieron obligados a saquear los poblados por los que pasaban y robarles sus alimentos para subsistir sin que las misérrimas raciones obtenidas de ese modo sirvieran más que para posponer unos pocos días los períodos de hambruna.

Muchos de ellos empezaban a sospechar que su búsqueda del mítico “El Dorado” era una quimera y que los indios con que topaban y les conminaban a seguir adelante les engañaban para deshacerse de tan inoportunos visitantes: “Y mintieron en todo lo que dijeron en Pirú, porque la provincia de Omagua que ellos decían haber visto, y que era muy rica tierra, jamás se pudo hallar ni saber lo que era ni donde estaba; y los indios que toparíamos de la tierra, nos decían todos que adelante estaba aquella provincia; y era por echarnos de su tierra, porque no les comiésemos las comidas[4].

Así las cosas, el desánimo empezó a cundir en el ánimo de todos y, el primero de ellos, en Pedro de Ursúa, quien empezó a descuidar sus obligaciones de líder pasando cada vez más tiempo en compañía de su amante. Ello, unido al descontento provocado por el reparto de las magras provisiones y del escaso botín obtenido en las rapiñas y en los intercambios con los nativos, favoreciendo a sus favoritos, hizo que el desastre se precipitara. El 1 de enero de 1561, apenas tres meses después de iniciada la expedición, Pedro de Ursúa es asesinado a estocadas mientras duerme, en una conspiración fraguada por varios de sus capitanes, Aguirre entre ellos, y liderada por Fernando de Guzmán, aristócrata y su hombre de confianza.

A partir de ese luctuoso hecho los acontecimientos se precipitan. Los capitanes de la expedición dudan unos de otros hasta tal punto que, a instancias de Lope de Aguirre, todos los miembros de la expedición son coaccionados a firmar en un papel su aquiescencia con el asesinato de Ursúa y se confirma a Fernando de Guzmán como nuevo líder de la expedición. Uno de los capitanes, Juan de la Bandera, rival de Lope de Aguirre, se queda con Inés de Atienza como amante y logra que Aguirre sea destituido de su cargo de Maestre de campo, una especie de jefe de operaciones militares, a causa de su crueldad al imponer justicia entre los soldados a su cargo.

Aguirre se alía entonces con Zalduendo, otro capitán que desea a Inés de Atienza, y, con varios de sus hombres, asesinan a Juan de la Bandera y sus allegados. Fernando de Guzmán, quien demuestra ser un líder débil y dubitativo, se ve impotente para evitar el asesinato y, temeroso de Aguirre lo restituye en su cargo. Inés de Atienza, como la moneda que pasa de mano en mano, se convierte en la amante de Zalduendo.

Los celos y rivalidades se enconan y acumulan. En marzo de 1561 se ordena una nueva reunión de la tropa y en ella se hace firmar a todos un nuevo documento por el cual se declaran libres de su sumisión a la Corona española, nombran a Fernando de Guzmán Príncipe del Perú y, a instancias otra vez de Lope de Aguirre, se cambia el objetivo de la expedición. Ya no será este el descubrimiento y poblamiento del mítico (y para muchos ya asumido como inexistente) “El Dorado”, sino que será uno mucho más ambicioso: nada menos que salir del Amazonas, volver a las tierras del Perú y hacerse con ellas independizándose de la Corona española.

Aunque todos firman el susodicho documento, muchos de ellos lo hacen bajo coacción o miedo y varios firman con nombre falso, cosa que no pasa desapercibida a Aguirre, y, además, se produce una importante disensión, ya que muchos de los miembros de la expedición siguen con la idea de alcanzar el objetivo original, el descubrimiento de “El Dorado” y sus riquezas y, tal vez así, hacerse perdonar por las autoridades y la corona española los sangrientos hechos producidos hasta ese momento.

Como he dicho, la expedición de Lope de Aguirre es una de las mejor documentadas. Conocemos varios testimonios escritos por varios de sus integrantes tras el resultado de la misma pero es que, además, contamos incluso con el testimonio del protagonista que, en varias cartas, dejó constancia de su versión de los hechos. Dejemos que hable, pues, por sí mismo, en una de las cartas que dirigió nada menos que al propio rey Felipe II:

Fue este mal gobernador (Ursúa) tan perverso, ambicioso, miserable, que no lo podíamos sufrir, y así, por ser imposible relatar sus maldades, y por tenerme por parte en mi caso como me ternás, excelente Rey y señor, no diré más, excelente Rey y señor, de que le matamos, cierto, muerte bien breve. Y luego a un mancebo, caballero de Sevilla, que se nombraba D. Fernando de Guzmán, le alzamos por nuestro rey y le juramos como tal, como tu real persona verá por las firmas de todos los que en ello nos hallamos, que quedan en la isla de la Margarita destas Indias. Y a mi me nombraron por su maestre de campo, y porque no consentí en sus insultos y maldades me quisieron matar y yo maté al nuevo rey, y al capitán de su guardia, y teniente general, y cuatro capitanes, y su mayordomo, y su capellán, clérigo de misa, y una mujer de la liga contra mí, y a un comendador de Rodas, y a un almirante, y a dos alférez, y otros cinco o seis aliados suyos. Y con intención de llevar la guerra adelante o morir en ella, por las muchas crueldades que tus ministros usan con nosotros, y nombré de nuevo capitanes y sargento mayor, y me quisieron matar, y los ahorqué a todos[5].

La frialdad con que Lope de Aguirre narra sus hazañas sigue sobrecogiendo a través de los siglos. Tal como él mismo cuenta, sospechando que Fernando de Guzmán planeaba volver al objetivo de descubrir “El Dorado” y sustituirle en el mando y deshacerse de él, Aguirre se adelanta y lo hace matar, lo mismo que a Zalduendo, a doña Inés, a quien considera una mala influencia y una tentación para otros capitanes, y a varios hombres más.

A partir de ahí y hasta la desembocadura del Amazonas, la travesía se convierte en un continuo rosario de desdichas, enfermedades, hambrunas, desesperación… y muertes. Rodeados por una naturaleza hostil y sospechando de todo y de todos, Aguirre va condenando a muerte a todo aquellos que cree que conspiran contra él y que provocan su enfado. Los cargos, tal como dejan constancia los carteles que les hace colgar del cuello en el momento de su ejecución son de lo más variopinto y no exentos de cierto cruel sentido del humor: “Por amotinadorcillo”, “Por luterano”, “Por inútil y desaprovechado”…

Finalmente, hacia julio de 1561, los restos de la expedición llegan a la desembocadura del Amazonas y de ahí a la rica isla de La Margarita, que saquean sin piedad después de atraer con engaños a sus dirigentes, encerrarlos y asesinarlos. Aguirre hasta se hace confeccionar una bandera negra con dos espadas rojas cruzadas, en lo que parece un remedo de la más popular tradición piratesca.

Sin embargo, ya durante su estancia en La Margarita, varios de sus hombres, hartos de tanta matanza o, más probablemente, temiendo por su propia seguridad ante los cambiantes caprichos del que ya llaman “el tirano”, aprovechan para desertar. Muchos de esos desertores, como el capitán Francisco Vázquez, serán los autores de las crónicas gracias a los cuales conoceremos después estos hechos.

Las matanzas y las deserciones se suceden mientras la cada vez más menguada tropa se dirige nuevamente hacia el interior por las poblaciones de Burburata y Nueva Valencia. El gobernador de la zona envía tropas para atrapar y castigar a los rebeldes pero estas son tan exiguas y tan inexpertas, reclutadas a toda prisa, que no se atreven a enfrentarse a los terribles marañones[6] y demoran el enfrentamiento una y otra vez.

Al final, el arma que acabará con la revuelta de Lope de Aguirre no serán los cañones, sino una que ha demostrado su probada eficacia hasta la actualidad: la propaganda. Las tropas del rey no cesan de a gritar a los amotinados, cuando se hallan cerca, instándoles a abandonar al tirano y prometiéndoles la amnistía si lo hacen y van dejando por todas partes copias de una cédula, expedida en nombre de Felipe II, prometiendo el perdón real a todos aquellos que abandonen a Aguirre y se pasen a las tropas del rey.

Por último, al llegar a la población de Barquisimeto, Aguirre es prácticamente abandonado por todos, salvo por los que están demasiado heridos o enfermos para hacerlo, y por un escaso puñado de incondicionales pero, antes de dejarse atrapar, aún tiene tiempo de cometer una de sus peores felonías y por las que será más tristemente recordado. Él mismo asesina a cuchilladas a su propia hija Elvira para, según dicen que dijo, no tuviera que sufrir el baldón de ser llamada por siempre “la hija del traidor” y para no tener que verla convertida en puta y en “colchón de bellacos”.

Sin embargo, en el momento de entregarse a las tropas del rey, algunos de sus antiguos hombres, quizá temerosos de lo que Aguirre pueda contar de ellos si es sometido a juicio, le dispararon con el arcabuz. El primer disparo le dio un poco por encima del pecho y aún tuvo tiempo de replicar con chulería: “Éste no es nada”, tras lo cual vino un segundo disparo, más acertado, ante el que dicen que replicó: “Éste sí”. Y murió. Era el 27 de octubre de 1561 Toda la aventura había durado aproximadamente un año y un mes.

Según cuentan las crónicas, su cuerpo fue decapitado y cortado en trozos que se depositaron a las veras de los caminos como advertencia y escarmiento para futuros imitadores, mientras que su cabeza fue llevada a Tocuyo y expuesta allí en una jaula donde la famosa calavera aún pudo ser contemplada durante muchos años.

Y esa es la historia de aquellos malhadados hombres que, yendo en busca del más fabuloso de los tesoros, no acabaron encontrando sino lo que ya llevaban dentro de ellos mismos y, en concreto, lo peor: ambición, orgullo desmedido, ansias de venganza, odio, rencor y muerte.

¿Estaba loco Lope de Aguirre tal como le apodaban? No es el objeto de este artículo averiguarlo sino ver qué respuesta dieron a ese atrayente enigma dos autores oscenses como Ramón J. Sender y Carlos Saura y tratar de ver qué es lo que de tal aventura les atrajo y sedujo o la razón por la que se vieron interpelados desde un punto de vista tan íntimo y personal como para verse impelidos a contar su historia.

En cualquier caso, cabe recordar el tono frío y lúcido con el que Aguirre cuenta sus “hazañas” en sus cartas y la larga lista de agravios que este menciona en las mismas para justificar sus actos, en donde no deja títere con cabeza y se queja de todo y de todos: de los funcionarios reales a cargo de la administración de las Indias, de los religiosos y frailes, y hasta del propio rey.

Cabe también recordar que Aguirre no ejerció él solo el monopolio de la violencia que se desató durante la expedición de “El Dorado”, aunque luego se convirtiera en su principal protagonista y ejecutor, sino que todos, desde Ursúa a Fernando de Guzmán, La Bandera, Zalduendo y muchos más fueron partícipes de esa violencia.

Quizás una de las primeras y más atinadas respuestas al enigma de Lope de Aguirre y el sino de la expedición de “El Dorado” haya surgido, siglos más tarde, de la pluma de un polaco de nacimiento pero inglés de adopción, Joseph Conrad, quien en esa joya de la literatura universal que es El corazón de las tinieblas, prodigiosa descripción de otra atribulada travesía por otro ominoso río, el Congo, dejó escrito:

Un país cubierto de pantanos, marchas a través de los bosques, en algún lugar del interior la sensación de que el salvajismo, el salvajismo extremo, lo rodea…, toda esa vida misteriosa y primitiva que se agita en el bosque, en las selvas, en el corazón del hombre salvaje. No hay iniciación para tales misterios. Ha de vivir en medio de lo incomprensible, que también es detestable. Y hay en todo ello una fascinación que comienza a trabajar en él. La fascinación de lo abominable. Pueden imaginar el pesar creciente, el deseo de escapar, la impotente repugnancia, el odio”[7].

“Tengan en cuenta que ninguno de nosotros podría conocer esa experiencia. Lo que a nosotros nos salva es la eficiencia…, el culto por la eficiencia. Pero aquellos jóvenes en realidad no tenían demasiado en que apoyarse. No eran colonizadores; su administración equivalía a una pura opresión y nada más, imagino. Eran conquistadores, y eso lo único que requiere es fuerza bruta, nada de lo que pueda uno vanagloriarse cuando se posee, ya que la fuerza no es sino una casualidad nacida de la debilidad de los otros. Se apoderaban de todo lo que podían. Aquello era verdadero robo con violencia, asesinato con agravantes en gran escala, y los hombres hacían aquello ciegamente, como es natural en quienes se debaten en la oscuridad. La conquista de la tierra, que por lo general consiste en arrebatársela a quienes tienen una tez de color distinto de las nuestras, no es nada agradable cuando se observa con atención. Lo único que la redime es la idea. Una idea que la respalda: no un pretexto sentimental sino una idea; y una creencia generosa en esa idea, en algo que se puede enarbolar, ante lo que uno puede postrarse y ofrecerse en sacrificio…”[8].

Lo que prosigue en el magistral libro de Conrad (y en la impresionante película de Francis Ford Coppola que surgió de él) es la precisa narración de lo que sucede cuando esa idea, ese sueño, cae, desaparece. Lo que queda no es sino “el horror, el horror.” ¿Conocía Conrad la historia de Lope de Aguirre y El “Dorado” cuando se lanzó a escribir su viaje al corazón de las tinieblas? No tengo constancia de ello pero, si no lo conocía, lo parece.

  1. El Aguirre de Ramón J. Sender: la razón de la locura

Hay algo que es y algo que no es. Sender es. No encuentro para este autor y su obra otra definición mejor que ésta”.

Carmen Laforet en su prólogo para La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, de Ramón J. Sender[9].

Sender, “el premio Nobel que debió ser y no fue[10] en palabras de Arturo Pérez-Reverte, tal vez tenía en mente las palabras escritas por Conrad que hemos citado como colofón de nuestro apartado anterior cuando escribió lo siguiente en su novela sobre las andanzas de Lope de Aguirre y sus marañones: “Pedrarías, oyéndole, pensaba una vez más en la “tarumba del equinoccio”. Él también sentía dentro de sí mismo su mundo moral subvertido y tenía que reprimirse y vigilarse muchas veces[11]. Sender, testigo de primera mano de algunos de los horrores provocados por la barbarie de la Guerra Civil, era plenamente consciente de como los preceptos más elementales de la moral desaparecen ante determinadas condiciones ambientales.

Ramón J. Sender terminó de escribir su novela, La aventura equinoccial de Lope de Aguirreen 1964 durante su exilio en América. Pertenece a un grupo de novelas históricas escritas durante aquella época como Bizancio o Carolus Rex y de las cuales esta es una de las más populares.

La novela de Sender sigue punto por punto la aventura de la expedición de “El Dorado” tal como hemos relatado anteriormente, desde su partida, hasta la muerte de Aguirre en Barquisimeto. La peripecia está narrada con gran agilidad y se beneficia del estilo directo y conciso, casi periodístico, de Sender, así como de su gusto por el detalle pero, como dice Laforet en su prólogo, sin ningún tipo de morbosidad, ni malsana curiosidad. Sender no se recrea en los sanguinolentos crímenes, aunque no los omite, porque a él lo que le interesa es reflejar la naturaleza del mal en el ser humano y de dónde procede este mal.

Ello no obsta para que en ella aparezcan también varias de las características propias del autor aragonés como esos coloristas personajes secundarios que aportan viveza y realismo costumbrista a la narración, como la criada Torralba, que no puede evitar cantar una jota soriana en cuando se encarama a un lugar alto, o el negro Bemba que ameniza la aventura con las canciones y bailes de su tierra.

Asimismo, el humor socarrón y negro de Sender, también aparece frecuentemente a lo largo de la novela a pesar de la truculencia de los hechos narrados. Sirva como ejemplo el caso del pedazo de vitela que Aguirre utiliza como orden de ejecución una y otra vez, a pesar de que el sudor por llevarla debajo de la coraza haya hecho que las letras que en ella estaban escritas resulten ilegibles.

Pero ¿qué es lo que fascinó a Sender de aquella aventura como para lanzarse a novelarla? Tal vez una de las claves nos las proporciona el famoso escritor Arturo Pérez Reverte en su artículo La aventura equinoccial de Bernardo Atxaga publicado en su columna semanal Patente de corso, en donde escribió: “Aguirre reniega de España y su monarca y eso lo hace aún más español, en ese rasgo genial que consiste precisamente en no querer serlo. Gesta heroica que degenera en locura de sangre y de soberbia, tan de aquí, donde basta un quítame esas pajas, una asonada, un trasvase, para acuchillarse en calles y plazas; donde hombres desesperados, engañados durante siglos por reyes y por validos, persiguen el sueño de un Dorado que los haga libres y calme la sed de justicia, el ansia de venganza que llevan en los ojos y en la sangre[12].

Sender, habiéndose visto obligado a exiliarse de España tras la Guerra Civil, conocía bien ese rencor enconado, esos agravios acumulados y esas ansias de venganza que habían convertido a su país en un baño de sangre. Y él como nadie, desde su exilio, podía entender esa relación de amor-odio con la madre patria que acababa por cristalizar en ese rasgo tan español que consiste en no querer serlo.

Laforet en su prólogo ahonda en la idea expuesta por Reverte: “nunca las cualidades y defectos de nuestra raza, que dieron la grandeza de su momento y también causaron la ruina de España, se han hecho sentir -sin aludir a ellos- de manera tan clara, objetiva y al mismo tiempo tan desde dentro, como en estas páginas[13].

Es inevitable no ver en la narración que hace Sender de la antiepopeya de Aguirre, ecos de la tragedia reciente sufrida por España. Su novela está trufada de alusiones, con esa lucidez tan aragonesa, que nos remiten a ella: “Peligrosa suele ser la perplejidad de los capitanes armados en tiempos de paz”, “en tiempos confusos, el más extremista suele arrastrar consigo las opiniones de los otros”, “en la guerra ya es sabido que sólo tiene razón el que la gana[14].

Las referencias a la guerra son evidentes y Sender no escatima a lo largo del libro reflexiones no sólo en torno a la misma sino respecto a la responsabilidad colectiva, en la que se incluye: “era como si la vida se hubiera interrumpido en todas partes un momento para que cada cual pudiera cerciorarse mejor de lo que sucedía, los criminales de su crimen y los otros de su tolerancia y aceptación pasiva[15]. “Todos matamos al gobernador y todos nos hemos holgado de ello y hasta los que no lo sabían son culpables en lenguaje militar por consentirlo y no enterarse (…). Todos hemos sido y somos traidores y todos nos hemos hallado en este motín[16].

Pero el centro de la narración es Lope de Aguirre, ese sujeto vasco, bronco, que duerme hasta con la coraza puesta porque no se fía de nadie. Si hay un aspecto en el que destaca extraordinariamente la novela de Sender es en el agudo retrato que éste hace de Lope de Aguirre, una caracterización psicológica que va mucho más allá de la “locura” que los cronistas de su época le atribuyeron.

El Aguirre de Sender no es un simple loco en el sentido actual del término. Tal como él mismo le comenta a Carmen Laforet en una de sus cartas de la abundante correspondencia que ambos mantuvieron: “Era un monstruo, es verdad. Pero ¿no lo eran Hitler, Stalin, y tantos otros más próximos para quienes reservaban los diarios las primeras páginas, las iglesias el incienso y la historia frecuentemente el perdón y hasta los laureles?”[17]

Como vemos, Sender tiene claro que la línea que separa al monstruo del héroe es muy fina y que muchas veces depende del lado en el que caiga la moneda de la victoria. Sabe, como le ha tocado vivir, que la historia la escriben los vencedores y que, de haber triunfado la rebelión de Aguirre, tal vez la historia que hoy se nos contara sería otra y tal vez Aguirre sería visto como un adalid y abanderado avant la lettre de la independencia de los pueblos iberoamericanos.

Sender, que viene de donde viene, rehúye los juicios morales fáciles, nunca ha sido amigo de ellos, y sabe que la realidad no es blanca o negra, sino que se diluye en una amplia gama de grises. De hecho, Sender tiene claro que Aguirre no es un simple loco y que, dadas otras circunstancias, podría haber sido hasta digno de admiración: “Qué gran camarada sería este Lope si no fuera tan… Y no acertaba con la palabra. Miserable no le iba. Vil, tampoco. Era difícil calificarlo de un modo vejatorio porque veía en él un Julio César con la cabeza reducida al tamaño de un puño, como hacían los indios tupíes. Pero Julio César. También el caudillo romano había matado gente culpable y gente inocente. […] Ni más ni menos[18].

En esas breves líneas se esconde toda una reflexión por parte de Sender sobre el sentido de la Historia y de las “grandes” figuras históricas. Sender sabe que la Historia se ha escrito con sangre y que muy pocas de las figuras que se ensalzan en los libros de texto tienen las manos limpias.

Sabe también que el miedo y la ignorancia son dos impulsos muy poderosos que pueden sacar a la luz lo peor del ser humano y llevarle a cometer las peores atrocidades. Conrad lo expuso en El corazón de las tinieblas, como hemos visto, pero también otro escritor posterior ahondó en ello. El premio Nobel William Golding reflejó muy acertadamente como el miedo a lo ignoto es la madre de la violencia en su esclarecedora obra El señor de las moscas.

En la misma línea de lo que escribiera Golding, Sender conoce de primera mano el lado oscuro al que conduce el miedo y así lo refleja en su obra: “no era el daño lo que temían, sino el no saber lo que sucedía. Los peores sinsabores y angustias del hombre vienen de lo mismo: del no entender o del entender a medias[19].

De acuerdo, el miedo era lo que impulsaba a la masa pero… ¿qué hay de la responsabilidad individual?, ¿qué es lo que impulsó realmente a Lope de Aguirre? ¿Era un loco? ¿Un iluminado? Después de todo, el propio Aguirre se refería a sí mismo en sus cartas como “El peregrino”.

Si hay algo que destaca por encima de todo en la novela de Sender, aparte de la precisión de su prosa, es el agudo análisis psicológico de sus personajes y en concreto de Lope de Aguirre.

El Aguirre de Sender es un ser terroríficamente lúcido pero con una lucidez envenenada de rencor y resentimiento por los agravios de los que se siente una víctima inocente. Es una percepción parcialmente sesgada, ya que Aguirre, como deja clara la novela,se ha ido labrando paso a paso su destino, pero lo importante no es que la percepción sea real o no, sino como la siente el agraviado.

Aguirre es la perfecta encarnación del “desperado”, aquel que siente que ha ido acumulando desengaños, traiciones, y miserias y percibe que ya está al final de su vida y ha llegado la hora de cobrarse lo que se le debe porque ya no tiene nada que perder: “(Alonso Esteban) era uno de esos hombres a quienes la desgracia hace cobardes, así como hay otros -Lope, por ejemplo- a quienes exaspera y da bríos y capacidad de agresión[20].

Lope es, por tanto, el ejemplo perfecto de ese español, al que la exposición continuada ante la desgracia, ya sea sobrevenida por causas ajenas o propias, convierte en un sujeto realmente peligroso y le hace reaccionar con violencia, y cuyo motor de acción (y es un poderoso motor según Sender) es la fuerza del resentimiento, un resentimiento que ya no conoce límites.

El resentimiento (de sus asesinos) era contra Ursúa nada más. Pero el de Lope era contra los hombres todos, contra el cielo y la tierra, contra el rey y contra Dios. Los otros se daban cuenta de que algo fatídico y sombrío dominaba en la voluntad de Lope, pero no sabían qué. Ya no llamaban a Aguirre el loco, porque veían que no era la razón lo que le faltaba, sino todo lo demás. Le faltaba todo en el mundo menos la razón. Y él quería apoderarse, con su razón, de todo lo que le faltaba[21].

Así, la historia de Aguirre es la historia de una obsesión, de una lógica, enferma pero lógica al fin y al cabo, seguida al pie de la letra hasta sus inevitables y horrendas conclusiones, algo que Sender también había podido comprobar de primera mano tras los horrores provocados después del ascenso nazi y la II Guerra Mundial.

Hay, sin embargo, un aliento trágico y heroico en todo ello, pues si algo no puede decirse del Aguirre descrito por Sender es que no sea fiel a sus principios. El problema es lo que sucede cuando esos principios están torcidos. Como dice el propio Aguirre en la novela: “porque yo tengo un defecto y una virtud. El defecto es que no me gusta dejar enemigos a mi espalda y la virtud es que mi corazón me avisa de quienes son mis enemigos y de su mala intención cuando la hay. Y no piense que hablo como loco. En todo caso no olvide que lo que digo como loco sé sostenerlo como cuerdo, que es más de lo que se usa por ahí[22].

Carmen Laforet dice en su prólogo que en la novela “no se presenta ninguna tesis sobre los hechos acaecidos alrededor de Lope de Aguirre[23]. Con todos mis respetos hacia mi admirada escritora, me permito disentir. Claro que hay una tesis y es lo que he tratado de demostrar con los ejemplos citados.

Sender deja claro en la novela que más allá de las circunstancias, hay una responsabilidad individual en nuestros actos, pero también hay unas motivaciones para esos actos y es una locura no reconocerlas. Para Sender estaba claro que no hay peor amenaza que el hombre que se siente agraviado, ya sea con o sin motivo, y que el miedo, el resentimiento y el afán de venganza no son más que las volátiles mechas a las que cualquier pequeña chispa puede convertir en la más terrible explosión de violencia.

No puedo finalizar este apartado de mi artículo sin volver a referirme, una vez más, a las palabras de Arturo Pérez-Reverte: “Hay libros mágicos que ayudan a reconocerse y, por tanto, a comprender. La aventura equinoccial de Lope de Aguirre es uno de ellos[24].

  1. El Dorado de Carlos Saura: el fantasma de un sueño

El Dorado¡Hemos conquistado muchas tierras! ¡Hemos visto muchas cosas nuevas!… ¡Sabemos más, Aguirre!… ¡Sabemos más!… ¡Y el sueño de ayer se va desvaneciendo! ¿No iremos en pos de un fantasma?[25]

Frase de diálogo de Alonso Esteban (interpretado por Francisco Merino) en El Dorado.

Ya antes de que Saura rodara su película existía otra que trataba acerca de Lope de Aguirre y la expedición a “El Dorado”. Se trata de la muy conocida Aguirre, la cólera de Dios del alemán Werner Herzog. Saura, en el libro que escribió sobre el rodaje de su película El Dorado comenta que la película de Herzog le pareció “una película hermosa pero llena de inexactitudes y anacronismos”[26].

Es cierto que, en lo que se refiere a exactitud histórica, la película de Herzog es un cúmulo de despropósitos desde el principio: comenta que la expedición estaba al mando de Gonzalo Pizarro (que había muerto 12 años antes de que la expedición tuviera lugar); que la expedición desapareció en la selva sin dejar rastro y que los únicos testimonios que conocemos de ella se deben a las crónicas escritas por el fraile Gaspar de Carvajal (que fue el cronista de la expedición de Orellana pero no de la de Ursúa, en la que nunca estuvo); la hija de Aguirre se llama Flor (Flores en la versión original) en vez de Elvira… Y la expedición que se puede ver en pantalla consta sólo de unos cuarenta hombres que se desplazan por el río en cuatro balsas cuando la expedición real constó de varios cientos de hombres que se desplazaron en bergantines y otros tipos de naves.

Lo que ocurre, es que a Herzog nunca le interesó hacer una película histórica, como a Saura (o más bien una reflexión histórica en el caso de este último). Lo que Herzog pretende hacer con su película, un poco en la línea del libro de Conrad del que ya hemos hablado y de su pseudo-adaptación cinematográfica, Apocalypse now de Francis Ford Coppola, fue plasmar un viaje hacia lo más profundo de la locura.

Y para ello nada mejor que la elección de un actor tan desquiciado como Klaus Kinski. El Aguirre de Kinski es un loco que se nota que está loco desde el principio y al que el aislamiento y las condiciones extremas de la expedición le proporcionarán el ambiente ideal para dar rienda suelta a su locura.

Toda la película de Herzog tiene ese aire alucinado, desde la maravillosa escena inicial del descenso por las montañas, hasta ese impactante final con Aguirre en la balsa rodeado por los monos, alucinación visual perfectamente complementada por la sugerente música de Popol Vuh, sin duda otra de las razones de la popularidad de la película.

El objetivo de Saura al filmar su película es otro. Saura comenta en su libro antes citado que su impulso de hacer una película sobre “El Dorado” nació, precisamente tras la lectura del libro de Sender aunque, a la hora de hacer el guión, no se basó en él sino en las crónicas de la época (aunque perviven ecos de la novela de Sender en el largometraje, como el personaje de la criada Torralba). Hay en toda la película y el diseño de producción un cuidado extremo por ser fieles a la historia y a la época.

Sin embargo, de entrada, hay una diferencia sustancial entre la película de Saura y las obras tanto de Sender como de Herzog, más allá de la pretendida historicidad de la misma, y es que, mientras que las obras de Sender y Herzog hacen referencia las dos al personaje de Aguirre en sus títulos, la de Saura se titula simplemente El Dorado.

Podría parecer un detalle trivial pero no lo es, es toda una declaración de intenciones, porque a Saura no le importa tanto el personaje de Aguirre, si estaba loco o no, como el mundo que dio lugar a ese personaje y a todos los que le rodean.

El tema de El Dorado de Saura es el mismo que ha permeado otras muchas películas de su filmografía: la contraposición entre las apariencias y la realidad, entre las expectativas y “lo que es” o, si se quiere, entre el sueño y lo real.

Una contraposición que ya se encuentra en otras películas de Saura como Los golfos, La caza, Ana y los lobos o Cría cuervos por citar unas cuantas. En todas ellas, los personajes protagonistas viven en un cierto mundo irreal que sus expectativas han creado, ya sean personajes marginales como los de Los golfos o de la burguesía como los de Ana y los lobos y Cría cuervos, expectativas que finalmente acaban chocando con la realidad.

Quizás sea La caza la película en la que es más evidente ese paralelismo con El Dorado. En La caza, bajo una aparentemente inocente jornada de caza entre un grupo de viejos amigos, se esconde un mundo de envidias y rencores no olvidados que al final acabarán por salir a la luz en un estremecedor paroxismo de violencia.

Del mismo modo, en El Dorado, los personajes empiezan su viaje bajo el reclamo de un sueño, el del oro de “El Dorado”, y el de unas expectativas de riqueza que nunca se van a cumplir, mientras que lo que va a salir a la luz a lo largo de ese viaje, será ese cargamento oculto de rencores, envidias, afán de venganza y ambición desmedida que cada uno de ellos lleva consigo.

Por eso no es de extrañar que la película de Saura empiece con un sueño y termine con otro. La película de Saura comienza con una escena que recrea la leyenda de los indios chibcha que dio lugar a la leyenda de “El Dorado”, aquella en la que el cacique indio es bañado en polvo de oro y conducido al centro de un lago para depositar sus ofrendas de oro. Escena que luego descubrimos que pertenece a un sueño soñado por Elvira, la hija de Aguirre.

Y en el personaje de Elvira está la otra clave de la película porque, a pesar de su menor presencia en pantalla, es en torno al personaje de la niña Elvira y de su mirada que gravita toda la película.

Elvira, interpretada por una jovencísima Inés Sastre en el que fue su debut, ejerce ese papel de observador inocente capaz de ir desvelando, poco a poco, con su inquisitoria mirada y su curiosidad, las miserias y la violencia soterrada que se ocultan debajo del sueño prometido. Es un papel muy similar al que ejerce el personaje del joven Emilio Gutiérrez Caba en La caza, la niña Ana Torrent en Cría Cuervos o la institutriz interpretada por Geraldine Chaplin en Ana y los lobos.

El DoradoÉse es el personaje que de verdad le interesa a Saura, más que el del propio Aguirre, el personaje que pregunta, que cuestiona la realidad que sus mayores le imponen y que incluso trata de rebelarse contra ella. De hecho, su primera línea de diálogo no es sino una pregunta y una pregunta crucial: “¿Tú crees que existe “El Dorado”?” le pregunta a su aya. Y desde entonces no deja de cuestionar la realidad. Y más adelante, cuando el piloto Alonso Esteban le habla de las enormes serpientes “que no tienen fin” vuelve a interrogar: “¿Es verdad, padre?”. Y cuando su aya le habla de la belleza de doña Inés diciéndole que tiene unas manos muy finas, delicadas y muy blancas, Elvira le replica: “No puede tener las manos blancas porque es mestiza como yo[27].

Elvira es el personaje que va a ejercer durante toda la película como contrapunto a esa otra visión del mundo impuesta por los adultos que le rodean. Es a través de los ojos de Elvira que vemos como Inés de Atienza va a hablar con La Bandera tras la muerte de Ursúa para buscar su protección y es Elvira la que se enfrenta a su padre por el asesinato de Inés y le afea su participación.

Toda la película juega a subvertir las expectativas creadas entre los personajes y el choque con la cruda realidad, ya desde el inicio, con esa parada marcial en el puerto de embarque, con todas esas armaduras relucientes y brillantes a la luz del sol, que más adelante veremos sucias y oxidadas; esos ostentosos bergantines, hermosos por fuera pero que están podridos por dentro y se van a pique nada más botarse al agua; el encuentro en el poblado defendido por una impresionante empalizada pero que oculta a una tribu de indios pacíficos y temerosos o la escena de la celebración de la Navidad, con su portal de Belén y sus villancicos, que es seguida, casi inmediatamente después, por el sangriento asesinato de Ursúa en su tienda. Siempre se ofrece una aparente realidad que, en verdad, oculta otra.

Y lo que se oculta debajo de esa apariencia no es otra cosa que el poder y la violencia latente que eran consustanciales a la sociedad de la época y que, una vez reveladas, brotan sin piedad en una orgía de sangre y muerte.

Que el poder es uno de los temas de la película, se nos muestra ya desde los títulos de crédito iniciales, que van sobreimpresos mientras la cámara recorre una fastuosa imagen de Felipe II, deteniéndose con detalle en algunos de sus símbolos de poder: la coraza, la empuñadura de la espada, el bastón de mando y la insignia del Toisón de oro, ese símbolo que remite al vellocino de oro que mencionábamos al principio de este artículo, y que actúa aquí también como símbolo de la búsqueda de ese tesoro inalcanzable.

Resulta imposible no relacionar este subtexto de la película con las circunstancias sociales y políticas bajo las que Carlos Saura empezó a hacer cine a finales de los años 50 y principios de los 60 durante la España franquista, una España que, bajo una apariencia de aperturismo al exterior y cierta modernización, seguía ocultando una férrea dictadura y un ambiente represivo dominado por la violencia en lo político y por la censura en lo cultural.

Es por ello que esta película, en su día la más cara del cine español, es totalmente coherente con la filmografía anterior de Carlos Saura a pesar de que en su día muchos no entendieran que se embarcara en un producto de esas características. Una filmografía en donde ese subtexto también está presente, aunque se trate de películas de menor presupuesto como las mencionadas anteriormente.

Por eso, para Saura, la causante de esa locura de violencia en la que acaban cayendo todos los miembros de la expedición no es la ambición por poseer el oro como en el caso de El tesoro de Sierra Madre, la excelente película de John Huston basada en el libro de B. Traven, o el vacío moral y de ideales dentro del corazón de las tinieblas de la selva vietnamita en el que se ve inmerso el Coronel Kurtz de Apocalypse now. No, el Aguirre de Saura no es el Kurtz de Coppola porque Aguirre no actúa así al ver cuestionados y desaparecer sus ideales, Aguirre actúa así porque precisamente son los ideales de su época los que le han hecho así y los que le hacen actuar de ese modo. No puede actuar de otra forma.

Y por ese motivo, el Aguirre encarnado por Omero Antonutti no es ni un loco como el de Herzog, ni alguien corroído por el rencor y las ansias de venganza como el de Sender.

El Aguirre de Saura y Antonutti es un individuo ambicioso, frío y calculador, que observa detenidamente las ansias de poder y las debilidades de los que le rodean y se aprovecha de ellas para finalmente librarse de ellos y colocarse a sí mismo en lo más alto. Es un personaje que, simplemente, está esperando su oportunidad (durante la primera parte de la película apenas habla y se dedica tan solo a mirar a los demás) y que, en cuanto ésta aparece, la agarra por los cabellos y ya no la suelta. Es, en suma, un producto de su época y del ambiente que le rodea y que lo único que hace es, por tanto, actuar como sería esperable dado el contexto en el que está inmerso.

Saura siempre se mostró muy satisfecho de la elección e interpretación de Omero Antonutti como Lope de Aguirre que, efectivamente, es muy correcta, pero a mí siempre me quedará la duda de cómo hubiera resultado en ese papel nuestro gran Juan Diego, con el que Saura contaría más tarde para interpretar a San Juan de la Cruz en La noche oscura, su otro gran fresco histórico ambientado también en el siglo XVI.

¿Y por qué Saura se sintió tan atraído precisamente por el siglo XVI como para ambientar en él sus dos películas “históricas”? No sólo por los dos caracteres extremos y contrapuestos, pero a la vez icónicos, que Aguirre y San Juan de la cruz representan dentro de su época y del carácter español, el santo místico y el sanguinario oportunista, sino porque el siglo XVI, la España imperial de Felipe II, era el espejo idealizado en el que la España franquista se miraba, ese pasado supuestamente glorioso al cual quería retornar. Y también porque Saura fija en esa España de la Contrarreforma, con su poder absolutista, su conservadurismo inmovilista y su rigorismo religioso, el origen de muchos rasgos del “carácter español” que acabarán haciéndonos ser lo que somos y causando, entre otras cosas, la Guerra Civil.

Es esa “españolidad”, precisamente, la idea de España nacida en el siglo XVI y que continua casi hasta nuestros días, la que Saura se ha dedicado a criticar durante gran parte de su filmografía y por eso El Dorado resulta una película perfectamente coherente con el resto de su trayectoria cinematográfica.

La película no llega a narrar la salida del Amazonas y los sucesos posteriores, sino que prefiere terminar con otro sueño opuesto al del principio, pues si en aquel era la niña Elvira la que soñaba, ahora es el propio Aguirre, y el sueño se ha tornado pesadilla premonitoria en la que vemos la muerte de Elvira a manos de su padre, que tendrá lugar posteriormente. La película termina con ese aire de ensoñación mientras sobre las caras de Elvira y Aguirre, cada vez más difusas, se sobreponen las imágenes de la selva y el discurrir del río iluminadas por la luz del amanecer y una voz en off nos informa del final que tendrá Lope de Aguirre.

La aventura de “El Dorado” no es para Saura sino la metáfora perfecta de aquella España que le tocó vivir durante tantos años y cuyas consecuencias aún seguimos arrostrando: aquella España que, bajo la apariencia de un sueño de orden social y paz, escondía en sus entrañas la sustancia de la que están hechas las pesadillas.

  1. Conclusiones

Al final de este viaje creo que tenemos los elementos suficientes como para poder afirmar que la fascinación que tanto Sender como Saura sintieron por la aventura de “El Dorado” y Lope de Aguirre no deriva de su condición de oscenses[28], más allá del hecho de que su común procedencia fuera la que pusiera en las manos de Saura la novela de Sender. No, tal fascinación procede de las vivencias personales de ambos, en la guerra uno y en la posguerra el otro, para las cuales la historia de “El Dorado” les sirvió como metáfora perfecta en las que plasmar sus inquietudes respectivas, si bien con ciertas diferencias.

La principal diferencia es que, como hemos visto, la obra de Sender pone el acento en el individuo y sus motivaciones como germen de la violencia: el miedo, el rencor, el resentimiento y el afán de venganza. Sender analiza los efectos que tales fuerzas provocan en el individuo continuamente expuesto a ellas y concluye que su inevitable respuesta es la violencia.

Para Saura, en cambio, la violencia está inherente en el sistema que ha alumbrado a esos individuos. Una violencia soterrada bajo una apariencia, un sueño de orden y de paz, que no es sino dominación. Saura explora lo que sucede cuando ese frágil sueño se rompe ante determinadas circunstancias. En ese caso el individuo responde como lo que es, como un producto de esa sociedad que le ha alumbrado.

Podríamos decir que mientras que a Sender, en su novela, “le duelen los españoles” a Saura, en su película, “le duele España”.

Obras citadas

Collet-Serra, Jaume. (Dirección). (2021). Jungle Cruise [Película].

Conrad, Joseph. (1987). El Corazón de las tinieblas. La soga al cuello. Barcelona: Hispamérica ediciones.

Coppola, Francis Ford. (Dirección). (1979). Apocalypse now [Película].

de Aguirre, Lope. (2011). Carta de Lope de Aguirre a Felipe II. En Pastor, Beatriz y Callau, Sergio,Lope de Aguirre y la rebelión de los marañones (págs. 71-79). Madrid: Editorial Castalia.

de Zúñiga, Gonzalo. (2011). Relación de Gonzalo de Zuñiga. En Pastor, Beatriz y Callau, Sergio ,Lope de Aguirre y la rebelión de los marañones (págs. 105-154). Madrid: Editorial Castalia.

Herzog, Werner. (Dirección). (1972). Aguirre, der Zorn Gottes [Película].

Laforet, Carmen. (1982). Presentación. En R. J. Sender, La aventura equinoccial de Lope de Aguirre (págs. 7-14). Madrid: Editorial Magisterio Español.

Pérez-Reverte, Arturo. (24 de Septiembre de 1995). La aventura equinoccial de Bernardo Atxaga. Obtenido de Artículos de Arturo Pérez-Reverte: https://arturoperez-reverte.blogspot.com/2009/09/la-aventura-equinoccial-de-bernardo.html

Saura, Carlos. (Dirección). (1988). El Dorado [Película].

Saura, Carlos. (1987). El Dorado. Guión, fotogramas, documentos e historia de mi película. Barcelona: Círculo de Lectores.

Sender, Ramón. J. (1982). La aventura equinoccial de Lope de Aguirre. Madrid: Magisterio Español.

Sender, Ramón. J. (2019). Carta a Carmen Laforet (Febrero de 1967). En C. y. Laforet, Puedo contar contigo. Correspondencia (pág. 101). Barcelona: Austral.

Bibliografía y filmografía adicional

D’Lugo, Marvin. (1991). The films of Carlos Saura. The practice of seeing. Oxford: Princeton University Press.

Galán, Juan Eslava. (2020). La conquista de América contada para escépticos. Barcelona: Editorial Planeta.

Mainer, José-Carlos. (1999). Ramón J. Sender. La búsqueda del héroe. Zaragoza: Caja de Ahorros de la Inmaculada de Aragón.

Pastor, Beatriz y Callau, Sergio (2011) Lope de Aguirre y la rebelión de los marañones. Madrid: Editorial Castalia.

Saura, Carlos. (Dirección). (1960). Los golfos [Película].

Saura, Carlos. (Dirección). (1966). La Caza [Película].

Saura, Carlos. (Dirección). (1973). Ana y los lobos [Película].

Saura, Carlos. (Dirección). (1976). Cría Cuervos [Película].

Saura, Carlos. (Dirección). (1989). La noche oscura [Película].

[1](Collet-Serra, 2021)

[2](de Zúñiga, 2011, pág. 147)

[3](de Zúñiga, 2011, pág. 114)

[4](de Zúñiga, 2011, pág. 114)

[5](de Aguirre, 2011, pág. 77)

[6] Marañones es el nombre con el que Aguirre gustaba de llamar a sus tropas en referencia al río Marañón, nombre con el que era conocido el Amazonas.

[7](Conrad, 1987, pág. 18)

[8](Conrad, 1987, págs. 18-19)

[9](Laforet, 1982, pág. 14)

[10](Pérez-Reverte, 1995)

[11](Sender R. J., 1982, pág. 245)

[12](Pérez-Reverte, 1995)

[13](Laforet, 1982, pág. 13)

[14](Sender R. J., 1982, págs. 43,151,156)

[15](Sender R. J., 1982, págs. 127-128)

[16](Sender R. J., 1982, pág. 137)

[17](Sender, Carta a Carmen Laforet (Febrero de 1967), 2019)

[18](Sender R. J., 1982, pág. 291)

[19](Sender R. J., 1982, pág. 91)

[20](Sender R. J., 1982, pág. 95)

[21](Sender R. J., 1982, pág. 90)

[22](Sender R. J., 1982, pág. 101)

[23](Laforet, 1982, pág. 12)

[24](Pérez-Reverte, 1995)

[25](Saura, El Dorado, 1988)

[26](Saura, 1987)

[27](Saura, El Dorado, 1988)

[28]  Por más que al propio Saura le cause cierta perplejidad el hecho de que el primer historiador en estudiar la figura de Lope de Aguirre fuera también un oscense, Emiliano Jos, yo no me siento capacitado para dilucidar si hay algo en el carácter oscense (ni siquiera sé si existe algo como el “carácter oscense”) que explique esa atracción por el personaje de Lope de Aguirre.


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