LA CIGÜEÑA DE ROBRES

Mariano de Meer
Escritor y  profesor de Lengua Castellana y Literatura 

I

                El verano rescata en nuestros pueblos mil y un sonidos que aletargan con sus combinaciones al perezoso silencio. Entre esos ruidos, hay un efecto sonoro que se repite de un extremo a otro del territorio.  Durante el periodo estival, todo el país se convierte en un intrincado cable de telégrafos. En cada población se escucha un martilleo incesante que no deja de transmitir un mensaje tras otro. Cada pedanía tiene asignada una cabina, una central de comunicación. Desde un pueblo a otro se escucha el pico que golpea intermitentemente, el sonido que imita el castañeo de dientes de una criatura humana recién salida del agua de la piscina en un día con cierzo.

                Las telefonistas que codifican e interpretan todas esas transmisiones trabajan siempre desde las alturas, donde está visto que existe la mejor cobertura. El sonido llega mucho más nítido desde sus nidos, construidos siempre en espadañas y campanarios, sobre cúpulas y tejados, encima de las torres que destacan sobre las panorámicas de los núcleos rurales y urbanos de nuestro territorio.

En sus puestos de trabajo, las aves del cable se alzan vigilantes, concentradas. Mañana y noche producen sus mensajes con una disciplina inquebrantable. Su perseverancia es tal que no hay ser vivo que no reconozca su labor, incluyéndose, desde luego, a la especie humana.

Las agentes de transmisiones mantienen en contacto unos pueblos con otros y crean en los seres humanos la misma sensación que el olor a tierra recién cosechada o las nubes de mosquitos o las cajas de botellines de cerveza dándose un baño de sol junto a la puerta de atrás del bar: es la sugerente sensación de la llegada del buen tiempo, la vuelta al pueblo, la maravillosa percepción de paz pegajosa que solamente un altercado inesperado podría deshacer.

Aunque, la mayor parte de las veces, los mensajes que se transmiten viajan narcotizados, sin sobresaltos, subidos en el tren de un monótono repiqueteo de picos que se golpean, en alguna ocasión, las operadoras de altos vuelos reproducen historias que se salen de la tediosa e insípida rutina veraniega.

Esto es lo que ha ocurrido precisamente ahora con la historia que nos disponemos a arrebatarle a este verano indefenso.

Es bien conocido por todos que los seres humanos han tratado siempre de acercarse a la eficacia comunicativa de aquellos seres con pico y plumas. Sin embargo, nunca han sido capaces de alcanzar su nivel. Están las cigüeñas muy por encima de la especie humana. Los humanos no han llegado en todo este tiempo hasta tan alto, a pesar de haberlo intentado casi todo. Ni el repicar constante de las campanas de la iglesia, ni el repetitivo mensaje de la megafonía desde cualquier ayuntamiento, ni la plantación de antenas o repetidores a mansalva han podido jamás competir con el orquestado y eficaz golpeteo de los picos de estas telegrafistas aladas.

Prueba de ello es lo que ha llegado hoy mismo hasta nosotros. En uno de nuestros pueblos se transmitió una vez la historia que acaba de llegar hasta nuestros oídos con el sonido certero del pico de una cigüeña. En la Comarca de Monegros, según nos cuenta esta transmisión recién capturada y descodificada, tuvo su origen este incidente, este altercado que interrumpió, por un momento, la calma sin noticias de un verano como otro cualquiera.

Cada episodio de esta historia que hoy nos ha visitado, cada escena de esta anécdota ha venido acompañada del movimiento incansable del pico de las cigüeñas. Acunada entre el ritmo del sonido hueco que viene desde las alturas, esta aventura empieza a desenvolverse ahora mismo, como el hatillo anudado que recogía a los recién nacidos que siempre se ha dicho que traía la cigüeña. Estamos a punto de conocer esta aventura que todavía se encuentra entre pañales.

Silencio. El sonido parece que se escucha cada vez más próximo y necesitamos de toda nuestra atención para interpretar el mensaje que lleva en su interior la historia que nos trasladan nuestras emplumadas trabajadoras del cable…

II

Es verano en Monegros. El calor es un hincha que no desfallece, que no abandona el campo hasta el pitido final, es un aficionado que se queda en su asiento alentando a su equipo y animando a los jugadores, a pesar de que la remontada es imposible y la victoria inalcanzable. El calor es el último que se levanta de la butaca y se oculta en las sombras, el último que abandona las gradas.

Mariano de Meer

La tierra entera desprende olor a hierbajo seco, a chasquido de caracol blanco recién pisoteado, a polvo que compra entradas para tumbar por KO toda saliva. Es difícil soportar estas temperaturas y no volverse loco con la gira comarcal de grillos y chicharras, que se retan sin descanso, que compiten sin variar una sola canción del repertorio. Los insectos llevan haciendo bolos por todas las poblaciones de la Comarca desde los primeros veranos del mundo.

Es verano y la tarde agoniza, como un Prometeo que exhibe sus entrañas ocres y se deja vencer por esa criminal redonda y blanca que miente más que alumbra.

                Una salamanquesa está esperando oculta a que caiga finalmente la noche. Conoce la pared donde va a pernoctar en pocos minutos y ha calculado los mosquitos que figurarán en el menú de su cena. Esta vez no piensa compartirla con sus primas. Tras las tapias cercanas, los perros ladran como los trovadores medievales, llorando sus cuitas sin necesidad de público, probando una octava más alta y una nota más sostenida. Cuando creen que tienen ya la letra y la melodía, otros camaradas emiten sus creaciones y lanzan al aire inmóvil y seco sus plantos y elegías. El ladrido del crepúsculo, como un cantar anónimo, no tiene nombre propio.

Al mismo tiempo, los mosquitos zumban y planean, como esas alarmas que soportan ahítas de paciencia que una y otra vez se les posponga de un manotazo, mientras el resto del vecindario asesina mentalmente al dueño de aquel aparato endiablado. Tal vez la vecina de al lado no pueda contenerse y sea incapaz de posponer más sus instintos de venganza.

Con el paso de las horas, aquellos sonidos van ensombreciéndose y la atmósfera de la localidad se convierte en un galimatías, en un programa de televisión matutino cuyo moderador se encuentra amordazado; en un reality que recicla imágenes de otros formatos y llena de subtítulos el caos de voces que juegan con la audiencia como en el patio del colegio; el fin de la jornada se transforma en un concierto de música de cámara en el que todos desafinan y se descompasan,  se convierte en una  supuesta  sesión de control al gobierno. Todo descontrol. Todo desgobierno.

                Es verano y ya es de noche en Robres. No corre una gota de aire. En las casas se busca el frío, el suave soplo de la televisión y del ordenador de mesa. Los vecinos prueban a hacer tertulia en las calles del pueblo y sacan la silla al tranco de la puerta o riegan tiestos y jardineras, buscando el frescor que no han tenido en toda la jornada. Todo ello para mentirse a sí mismos, para convencerse de que es posible combatir contra un verano crudo y sin domesticar. Los más mayores se tumban sobre sus camas y rezan para que amanezca. Y los más jóvenes, que antes soñaban y escalaban torres almenadas, ahora pierden el sueño mirando ansiosos la pantalla de su móvil para no perderse lo último de Instagram.

Cae la noche. En la oscuridad de las habitaciones se apuestan las luciérnagas de la modernidad, aquellas que solo se alimentan de datos cuando no hay wifi donde chupar.

                De vez en cuando se oye el motor de un coche, se pintan carcajadas a brochazos o sale un nuevo chisme de la tele, sin tiempo para que el mando a distancia pueda ensordecerlo o suavizarlo. Sin embargo, es el silencio el gran protagonista de esta noche calurosa del verano, de una noche estival que es prácticamente idéntica a la anterior y que no diferirá demasiado de la noche próxima.

El silencio se adueña de la escena, se dispone a arrullar una conversación que aletea sobre los hogares del pueblo, que se eleva sobre casas y granjas, viñas y almendreras. El sonido de esa charla es como una nana que todo bicho viviente simula escuchar con atención. La voz parece provenir del punto más alto de la iglesia.

                Hasta nosotros llega el contenido de ese diálogo. Las cosas que se observan desde arriba no dejan de sorprendernos. Cuando en los pueblos se toman las cosas con perspectiva parece que llegan con más autoridad. No ha de extrañarnos que nosotros, que escuchamos a estas horas de la noche la voz autorizada que baja hasta la carretera del pueblo, sintamos en nuestro interior el deseo irrefrenable de obviar los otros ruidos.

                –Haz el favor de cerrar el pico y atenderme, que quiero que mi sacrificio quede bien explicado a toda nuestra comunidad.

                –Es una locura, hermana. Vas a lanzarte contra la veleta de la iglesia para demostrar que en este pueblo nadie hace nada. El suicidio como argumento incontestable. Llevas con esa teoría más de un año y medio. Me cansas…

                –Ahora tengo la oportunidad y el móvil. En pleno verano, todo el mundo está ocioso. No hay excusa para no retirar mi cuerpo del tejado. Llevo toda mi vida filosofando sobre la dejadez de la especie humana. Este va a ser el experimento final.

                – ¿Por qué  no dejas caer algún animal ya muerto? ¿O alguna cosa de valor? Qué manía has cogido con exhibirte tú allá en la torre…

                –La especie humana está muy concienciada con los animales. Fíjate que hasta nos han hecho a nosotras unos áticos en varios pueblos que el canal  bordea. Pues ya verás que ni aun así van a ocuparse de mí. Esto va a reforzar mi teoría, y tú la convertirás en ley universal.

                – ¿Yo? Estás tú buena… Voy a tener suficiente con tratar de explicar a la familia lo que vas a hacer. Pero no he perdido la esperanza de disuadirte. Tienes que entrar en razón. Descansa un rato y mañana lo verás con otros ojos…

                –Lo tengo todo decidido. Y va a ser esta noche. Te he puesto algo en las lombrices. Vas a caer rendida en unos segundos. Y después, nadie me impedirá volar hasta la gloria científica.

                Todo bicho viviente ha escuchado a las dos cigüeñas sobre la torre de la iglesia. ¿Será verdad lo que está planeando una de ellas? Una gata parda, que ya ha perdido tres criaturas en la carretera, sabe lo que es velar a un hijo sin poder retirar su cuerpo del asfalto, verlo descomponerse a base de pisadas brutales de caucho, verse obligada a ocultar a la familia la crueldad salvaje de las máquinas de los humanos.

                Los bichos más pequeños han escuchado también aquella conversación. Ahora ven alejarse a la gata, sin embargo, no pueden prestar atención a aquellas voces. Hay unos cuantos críos empeñados en convertirlos en el objetivo de sus juegos. En esa calle ya no hay sitio para las cucarachas y los saltamontes. Por eso, las chinches y los grillos no han podido darse cuenta de que ya no son dos voces las que vienen desde uno de los tejados de la iglesia. Solamente quedan dos ojos abiertos sobre sus cabezas, dos ojos que escrutan el horizonte y calculan velocidad de vuelo y coordenadas exactas para el impacto.

                La voz de la cigüeña, la que no ha sido adormecida por la droga, se apaga también. Ahora no le queda más que esperar hasta que todo quede en calma. El silencio de la noche se extiende como la mantequilla sobre la tostada. Un coche atraviesa la carretera que cruza el pueblo y se aleja llevándose consigo el ruido de un motor que se apagará en La Plana, que no volverá a escucharse hasta unos tragos más tarde. La noche veraniega se aparea con un pueblo que se deja hacer, callado e inerme. Las luces de las casas se han ido apagando y las televisiones son solo pantallas negras con un punto de luz que nadie mira.

cigüeñas

                Es la hora. La cigüeña abandona su nido y echa un último vistazo a su compañera de fatigas, que duerme plácidamente. Confía en no haberse excedido con la sustancia. No han sido más que tres lombrices. Mañana por la mañana estará fresca como una lechuga. Está bien. No puede perder un momento. Inicia el vuelo y llega hasta las granjas. Los puercos duermen. Nadie va a notar nada. No hay luces en las casas ni movimiento en los campos ni en los huertos.

                No hay marcha atrás. Todo está decidido desde hace tiempo. Planea una vez más y sobrevuela el hueco sobre el que se asienta el pueblo, su pueblo. Se despide de todo su mundo y empieza a coger velocidad. Las piscinas, el campo de fútbol, el Pimendón, las viñas, los trigales, el parque de san Blas y, en medio de todo, la iglesia de la Asunción, con su torre y con la  veleta puntiaguda a la que se está aproximando a un ritmo cada vez más vertiginoso.

                Nadie puede detenerla, nadie puede frenar el ritmo de su vuelo presto hacia ese hierro afilado que va a ensartarla como un espeto. El pico tiembla y las alas se abren cuando, a una velocidad de vértigo, el ave se lanza hacia su destino y el cuello hace un amago por evitar un final que ya nadie puede modificar.

Ya está hecho. Los animales de la noche han preferido no mirar. La mañana despertará con un adorno colgando de la veleta de la torre de la iglesia. Todo el mundo se preguntará qué ha podido ocurrir y qué es lo que hace allí aquella pobre cigüeña y por qué nadie la quita de aquel lugar.

III

                Unas semanas después del incidente, la cigüeña que no supo evitar la tragedia se llevará a la familia hasta los apartamentos-estacas de Poleñino. Le resulta insoportable descubrir cómo su hermana tenía más razón que una rapaz. En todos esos días no ha habido un alma que se haya acercado para arrancar su cuerpo del hierro de la iglesia y devolverlo a la tierra para alimentar los campos.  Se hace irresistible contemplar un espectáculo que aguanta en cartel más tiempo  que un éxito  del Teatro de Robres. Aunque las cigüeñas no mirasen hacia lo alto de la iglesia, las murmuraciones y habladurías se les habían hecho igual de insoportables. Por eso había decidido emigrar con toda la familia a ese otro pueblo de la Comarca.

                Varios meses después se dieron los permisos y se levantó la grúa que recogería lo que quedaba de la obstinada cigüeña de Robres. Los humanos no se ponían de acuerdo. Protección animal necesitaba un técnico que estudiara cómo causar el menor impacto en las especies. El Ayuntamiento tenía que confirmar el visto bueno del Seprona. El obispado quería que aquel espectáculo se terminara cuanto antes. Los operarios necesitaban justificar el trabajo fuera de unos horarios que no les correspondían. Unos por otros, la demba sin escobar. Hasta que todo pudo arreglarse y los trabajos de retirada del pobre animal  terminaron por llevarse a cabo. Habían pasado seis meses desde el incidente.

No obstante, los murmullos no iban a cesar tan pronto. En Robres seguían preguntándose por la causa de aquella imagen que aún tardaría en difuminarse y disiparse de su memoria… Solamente había una cigüeña que conocía la respuesta a aquel enigma. Sin embargo, nunca iban a volver a verla por allí. Su familia, que siguió creciendo, nunca más iba a regresar a su pueblo de origen.

Transcurrió un año desde aquel episodio. Al verano siguiente, en una noche fresca, se levantó una nube de polvo en aquella otra localidad monegrina. Un remolino removió la curiosidad de dos crías de cigüeña. ¿Cómo que papá y mamá no habían nacido en Poleñino? ¿Podía ser eso posible? Sus padres se vieron en la obligación de contar la verdad.

Las generaciones de aquella familia de cigüeñas van a seguir preguntando siempre por aquella noche que lo había cambiado todo. Querrán saber por qué nunca volvieron a sus orígenes, se preguntarán todavía por su antepasado más famoso, por su gesta y por su sacrificio. Entonces descubrirán lo que ya casi nadie recuerda. Entre el ruido de la noche, la historia de la cigüeña de Robres mitigará, en las cálidas noches veraniegas, los otros ruidos, las otras penas que el sol de los Monegros va acumulando durante la jornada.

Ningún animal se acuerda del calor que ha soportado durante el día cuando una buena historia silba certera sobre sus oídos en medio de la noche, especialmente si esa historia sigue el vuelo de la primera cigüeña que se atrevió a desafiar a toda la especie humana; especialmente, además, si esa historia llega a sus oídos a través del entrechocar majestuoso del pico de las cigüeñas.


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