Carmen Muñoz
Finalista XXIV PREMIO INTERNACIONAL DE CUENTOS MAX AUB 2010)
Los ojos del coyote seguían el vuelo de las plumas de quetzal. Con mirada brillante se recreaba en el devenir de aquellas dagas incruentas que acuchillaban el viento en la tarde mejicana. La presa seguía poseída por la atávica danza, ofrenda tardía al Quinto Sol que moría un poco más cada día.
No tenía prisa, estaba condenada, y se divertía dejándole creer que era todavía un ser libre. Más tarde hincaría los colmillos sobre su cuello robándole el aliento, suavemente, haciéndole saber quién era desde entonces el amo de su vida. Cualquier gesto brusco, cualquier intento por zafarse apretaría el abrazo de sus mandíbulas, estrangulándola, pero aún había tiempo y a él le gustaba ser generoso con sus víctimas.
Los pies, protegidos por los cactli golpeaban el suelo en cada salto haciendo sonar las ajorcas alrededor de los tobillos. Sólo los encumbrados podían llevar esas sandalias de tiras de cuero, el resto de la población vivía descalza, parecía no dolerles los guijarros que se les clavaban en las plantas o, al menos, no se quejaban. Antes de comenzar la danza el guerrero se había despojado de su tilmatli, que llevaba sujeto al hombro y cuyos dibujos, entramados de oro y plata, indicaban su alta posición en el rango militar, era un pilli,, un héroe. Un rico pectoral oscilaba en cada envite de su pecho al compás de la música monótona, dura y repetitiva que llevaba al éxtasis. Sartales de caracolas y turquesas acorazaban sus músculos desnudos. No podía dejar de bailar. Los ricos brazaletes de sus brazos lo aferraban como grilletes a la alta posición que detentaba, la de los señores de aquella tierra. Su cabeza se estremecía debajo del penacho de plumas de aves raras como un arco iris enfebrecido. La sangre en sus venas recorría su cuerpo obligándole a sacudirse al dictado de la memoria de sus antepasados. El tiempo había detenido su loca carrera y parecía en suspenso hasta que el último golpe de timbal lo sacó del trance. El poderoso azteca volvió a ser un pobre campesino sin tierra.
Con cuidado guardó sus galas, como le gustaba llamar a su plumado disfraz, en una caja de cartón sobre el armario del cuartucho que compartía con cinco hermanos desde que el mayor de ellos, Miguel, lo había abandonado para dirigirse a la tierra de los gringos. Una torpe carta, escrita tres meses después de su partida, les había anunciado que había cruzado la línea divisoria por algún punto de los tres mil quinientos kilómetros de frontera que separaban las dos civilizaciones. Sumergirse en las aguas del río Grande a nado suponía el bautismo que lo convertía en hijo bastardo de “la gran puta del norte”, un “wet back” o “espaldas mojadas”. Él sería el siguiente.
Se enfundó sus “jeans” gastados, una camiseta de colores comidos por las lavadas y las deportivas nuevas que escondía debajo de la cama para quitarlas de la vista de sus compañeros de dormitorio, que las miraban golosamente. Ya en la calle, Emiliano se dirigió hacia la plaza festiva en la que hacía un rato se había sentido un amo del mundo, un príncipe de la guerra precolombino. Apoyado en la pared del bar, el coyote lo esperaba con un tequila en la mano. Aunque anochecía, el traficante de ilegales cubría su frente sudorosa con un sombrero tejano y una estrella de plata de cinco puntas ceñida al cuello tapaba el primer botón de su camisa. Entre las rendijas de su mirada oblicua de indio, vio venir a su cliente.
—Qué hay de bueno, Francisco— saludó Emiliano.
— Te he dicho que me llames Frank, Francisco es nombre de muertos de hambre como tú ¿has entendido? —El muerto de hambre apretó los dientes y sostuvo la mirada. El recuerdo de una chica le dio fuerzas.
— Si, Frank.
— ¿Has traído el dinero? —preguntó el coyote.
— Si, Frank —respondía Emiliano con falso servilismo. En su interior sabía que tenía que doblarse ante su yugo si quería liberarse de las cadenas de un futuro sin esperanzas.
Los gruesos dedos del traficante contabilizaron los dólares y su gesto adusto se suavizó. Apoyando su pesado brazo sobre los hombros del campesino lo invitó a un trago y lo condujo al interior de la cantina. El joven se dejó llevar.
—Mañana a las seis, aquí mismo. Estate preparado o me voy sin ti, no tengo ningún problema en llenar tu plaza, y no te devolveré los pesos si no vienes, los negocios son los negocios —dijo Frank. El trato estaba cerrado. Emiliano fue al encuentro del amor.
Atravesando cúmulos y estratos, viajando en una gota de agua, expandiéndose en cada ráfaga de aire que besa primero la cara de un niño en América Latina y abraza después la cintura de una mujer blanca y azul como el paisaje de su tierra de hielo, flotando entre la niebla que reboza los árboles todavía dormidos, abrasada por los rayos impíos que tuestan la arena de los desiertos, la conciencia penetra en la Naturaleza. Puede bañar los objetos y los seres de forma lenta, impregnándolos hasta que la materia de la que están hechos nota su peso. A veces desciende como un rayo que ciega y cauteriza. Y todo se mueve. Las moléculas se agitan dentro de cada cuerpo y se ponen al mando de la Vida, que se expande en círculos concéntricos. Lejos ya de nosotros, esa vibración conduce los soles y los planetas hasta el centro de las galaxias.
Nadie sabe dónde se aposenta, tal vez no tenga una base anatómica sobre la que descansar y cualquier conjunto de átomos pueda servir de receptáculo: el tímpano en el que choca la música, los dedos que acarician, los ojos que buscan un nuevo horizonte, las alas de una mariposa.
El tronco del oyamel quedó súbitamente desnudo. Como un solo ser, miles de mariposas monarca emprendieron el vuelo. Habían recibido el mensaje de partir, cuando los días se hacían más largos y la tibieza del aire lamía sus alas. Millones de congéneres habían consumado su ciclo en esas montañas: nacer, reproducirse y morir, un círculo completo que duraba de dos a cinco semanas. Sus hijas, las que ahora tomaban el relevo, dejarían su vida en suspenso hasta completar un viaje de cuatro mil kilómetros hacia el norte. Los Grandes Lagos, en la frontera de Estados Unidos y Canadá serían los testigos y beneficiados: polinizarían flores y pintarían los bosques, sólo entonces podrían transmitir sus genes, antes de que algún guijarro del suelo o el estómago de un pequeño animal les sirviera de tumba. Para ello disponían de un tiempo extra. Las que consiguieran terminar su epopeya habrían alcanzado casi la inmortalidad, nueve meses de vida. Más de mil años para un hombre.
En silencio cargaron sus cosas. Francisco, Frank, esperaba al volante con el motor al ralentí a que todos tomaran asiento. La furgoneta se puso en marcha con seis personas a bordo: cinco ilegales y el traficante que los conducía dócilmente por una senda plagada de incógnitas. Ninguno miró hacia atrás, nadie habló, el golpe seco de la portezuela al cerrarse sirvió de saludo.
Demasiado nervioso para rendirse al sueño de la madrugada, Emiliano contemplaba levantarse el día a través de la ventanilla. El vaho de su aliento se interponía entre él y el paisaje como una cortina de preguntas sin contestar que el joven se esforzaba por disipar con la manga de su camisa, pero antes, ocultando el gesto a sus compañeros, escribía con dedo amoroso un nombre de mujer en la superficie blanquecina.
Habían tomado la carretera que conducía al norte desde las tierras luminosas y pobres del sur de Méjico. Cuanto más avanzaban menos acogedora les parecía la primavera que comenzaba, acostumbrados como estaban a la generosidad de su sol. El primer día transcurrió casi por completo en el mutismo, cortado de vez en cuando por las secas palabras del coyote
— Cinco minutos para una meada y seguimos. No se alejen mucho o me voy sin ustedes.
Al atardecer se salieron de la ruta y buscaron una carretera secundaria. Acamparon en un pequeño bosque. Unas cuantas latas de conserva calentadas al calor de una hoguera les sirvió de cena. La luz de las llamas hacía brillar los rostros y, por primera vez, se miraron unos a otros.
Se levantaron temprano y, como obedeciendo a una ley no escrita, continuaron en silencio la marcha. Después de atravesar una Querétaro somnolienta la renqueante furgoneta se dirigía hacia San Luis de Potosí. La antigua riqueza minera de la región le había valido este apelativo, hermanada gracias a la plata de sus entrañas con las ricas minas bolivianas de las que había tomado el nombre. Su fortuna procedía ahora de la industria y el comercio. Tal vez no les hubiera resultado muy costoso a aquellos hombres encontrar un trabajo de obrero en una de sus fábricas con el que alimentar una familia, sin embargo, miraban al frente sin detener la vista en el tejido urbano que les rodeaba. Sus sueños estaban poblados de multinacionales en las que trabajar de ocho a cinco, grandes carros con el depósito lleno, pantallas de televisión en la que rubias y esculturales modelos anglosajonas les sonrieran mostrando la sonrisa de la abundancia y después, tras haber ofrendado su sudor en los nuevos altares, volver unos días a sus pueblitos moribundos con las manos llenas. Para eso habían estado escarbando la tierra durante años, doblando la espalda sobre los surcos para recoger el fruto. Separando monedas y pequeños billetes de los míseros salarios para pagar el precio de la usura, un viaje hacia un destino incierto.
Un ruido ronco anunciaba problemas. La furgoneta perdió velocidad hasta pararse. Malhumorado, Francisco, bajó del coche y levantó el capó
—¡La hija de la gran puta, se ha chingado el motor! —aulló el coyote- no podemos seguir- los demás intercambiaron miradas de preocupación.
—Vamos a tener que pasar la noche aquí mismo, en la cuneta. El pueblo más cercano está a veinte kilómetros, lo digo por si quieren cenar- apostilló burlonamente— Si no logramos arreglar la avería tendré que conseguir un nuevo vehículo y eso costará tiempo y dinero ¿está entendido? los imponderables corren de su cuenta- Miró las caras mestizas que se ensombrecían
—Sí, ya sé que llevan poco dinero encima pero seguro que sus familiares les pueden ayudar. No se preocupen ya pagarán en destino—. Un sonido ahogado, triste como una queja no expresada se escapó de una garganta, pero nadie dijo nada. Con las tripas vacías intentaron conciliar el sueño. Tan sólo algún coche tardío iluminaba la noche sin pan de aquellos infelices. Emiliano se juró recordar esa sensación y luchar a vida o muerte para no volver a ser poseído por ella. Más tarde, el chasquido efervescente de una lata que se abría desveló al muchacho. Dentro de la furgoneta, en la oscuridad, el traficante se regalaba unos tragos y unas viandas.
La nube de mariposas abandonó su santuario de invierno en las montañas de Michoacán. Presintiendo abril, desplegaron las alas y las entregaron a los vientos. Así, mecidas por las corrientes de aire se dejarían arrastrar sin ofrecer resistencia, como minúsculas cometas zafándose del cabo que las sujeta a unas manos. No eran tantas como otros años; muchas de las que habían llegado en octubre desde Canadá habían seguido su vuelo sin detenerse en sus refugios ancestrales. Las monarcas necesitan bosques apretados, lujuriosos, para aposentarse, una especie de capullo protector formado por las altas ramas de los oyameles donde vivir a salvo. A ras de suelo, las poblaciones humanas precisaban de la madera para su supervivencia. Apilados en los caminos, grandes troncos esperaban los camiones que los llevarían a los aserraderos. Tarde o temprano ni mariposas ni hombres podrían seguir viviendo en aquellos valles arrasados. Imitando a sus vecinas, los campesinos de la región extenderían sus alas y buscarían nuevos territorios, al norte, donde dicen que hay comida en abundancia y un futuro mejor para sus hijos; para unos y otras una carrera de obstáculos en la que sólo unos cuantos llegarían a la meta.
El coyote parecía intranquilo; apretaba el celular a su oreja y hablaba a gritos mientras caminaba nerviosamente en ambas direcciones. Las noticias que se filtraban a través del minúsculo artefacto parecían no satisfacer sus deseos. Las patrullas fronterizas habían redoblado esfuerzos y su compinche del otro lado estaba inmovilizado en “el corralón”, el centro de detención de ilegales de El Paso, en Texas. Recluidos entre esas paredes, gentes dispares esperaban ser repatriados: blancos descendientes de españoles, italianos o judíos askenazis, indios de todas las etnias del subcontinente austral, negros y mestizos, unidos todos por un alma que se expresa en la misma lengua, el castellano.
No era la primera vez ni sería la última, Alfredo Morata, Fred desde hacía unos años, tenía tanta habilidad para dejarse atrapar por “la migra” como para zafarse de ella. Formaba parte de su “job” como llamaba eufemísticamente a su labor para ayudar a cruzar la frontera a sus compatriotas. Antiguo “wet back”, acompañaba a los ilegales en su incursión en Estados Unidos. Cuando olisqueaba un “jeep” de la pasma ocultaba a los mejicanos en algún zulo y les daba instrucciones por si no volvía en veinticuatro horas, luego salía al encuentro de la policía y se dejaba atrapar, esquivando la suerte de los ilegales. No podían hacerle nada, tenía papeles y, aunque sospechaban de él, jamás lo habían pillado traficando con seres humanos. Era cuestión de días o de horas y saldría libre. Al otro lado, la suerte de unos hombres quedaba en suspenso.
—Decidan- comunicó Francisco cuando terminó de hablar por teléfono— o tomamos a la izquierda, por Chihuahua a Ciudad Juárez para cruzar por El Paso o tiramos recto hasta Piedras Negras y atraviesan la frontera por Eagle Pass— terminó. Uno de los compañeros de Emiliano, un tal Rubén, que recorría el mismo trayecto por tercera vez, fue el primero en hablar
—¿Qué posibilidades tenemos en cada caso? —la ingenua pregunta dibujó una torcida sonrisa en el coyote, a veces hasta él mismo sentía lástima de esos miserables.
—Si vamos a El Paso contarán con la ayuda de mi compadre, Fred, y les será más fácil tener éxito, pero no sabemos cuánto tendremos que esperar, mi socio está detenido y tiene a los “polis” sobre su pista y yo no voy a perder mi tiempo con ustedes a menos que ajustemos de nuevo el precio.
Protestaron, gritaron, maldijeron al coyote y a la vida perra que les había tocado vivir, algunos se llevaban con impotencia las manos a la cabeza y otros, como Emiliano, cerraban los dedos crispados sobre las palmas convirtiendo unas manos que sirven en puños que luchan. Desprovisto de todo adorno, aquel gesto otorgaba de nuevo al danzante azteca su condición de guerrero.
Francisco estaba acostumbrado a estas reacciones y sabía manejarlas, sólo en contadas ocasiones había sacado a pasear su “pipa” como medida disuasoria
—Si deciden ir a Piedras Negras mañana mismo podrán atravesar a nado el Río Grande, conozco algún recodo tranquilo y con poca vigilancia, aparte de eso, tendrán que contar ustedes con sus propias fuerzas. Les daré las direcciones de unas cuantas granjas que no piden documentos y contratan “espaldas mojadas”. Lo que les suceda a partir de entonces será cosa suya- concluyó.
El cenzontle espera entusiasmado la caravana multicolor que todas las primaveras cae como una lluvia de confeti de las alturas. Las mariposas monarca se creen protegidas por el escudo venenoso que les proporcionan las asclepias, las flores anaranjadas que son su fuente principal de alimento. Los alcaloides venenosos de estas plantas impregnan sus tejidos haciéndolas poco apetecibles para pájaros, ratones y lagartos. Los llamativos colores de sus alas, de tonos ambarinos bordeados en negro, ponen sobre aviso a los posibles depredadores de su toxicidad, pero esta avecilla, llamada también calandria americana, ha aprendido a distinguir las partes comestibles de estos insectos convirtiéndose en su verdugo. Aunque nada tiene que ver con la calandria del otro lado del Atlántico, los primeros pobladores europeos le dieron ese nombre por compartir la rara habilidad con la que despliega su canto, capaz, incluso, de imitar el de otras aves y la música de los hombres. Después de volar durante horas por encima de las nubes, a una altura de mil metros, recorriendo distancias de hasta ciento veinte kilómetros, de controlar la posición de sus alas para no gastar energía, después de enfrentarse al choque con otras especies migratorias o de perder el rumbo por alguna violenta ráfaga de aire las monarcas descienden al atardecer para posarse en los troncos y ramas de los árboles, pero antes deben esquivar los picos de los cenzontles, que aguardan vigilantes su llegada.
Como un solo ser cubren troncos y ramas, las unas sobre las otras, en un afán de no perder calor y poder atravesar la noche sin dejarse vencer por el frío. En la oscuridad, el ruido de sus alas parece un rumor de papel de seda arrugado. A veces, vencidas por su excesivo número, caen al suelo húmedo del bosque y quedan condenadas. Las que permanecen aferradas no podrán abandonar su improvisado lecho hasta que el sol caliente y la temperatura del aire alcance dieciséis grados centígrados.
Tenía demasiado miedo para sentir miedo. Ni siquiera el abrazo helado del agua llegaba a su conciencia. No podía dejar el menor resquicio para la duda; la más pequeña excusa no debía retenerle a este lado del mundo o se arrepentiría toda la vida. Se había despojado de sus deportivas, las había atado por sus cordones colocándolas alrededor de su cuello; esperaba que no se le enredaran en la garganta durante la travesía. Sus pies sintieron el seco contacto de la tierra de Méjico antes de ser engullido por el río; la próxima vez que tocaran suelo sería el suelo de otros, hijos de emigrantes como él, pero de eso hacía tanto tiempo que ya no se acordaban.
Una pequeña mochila a la espalda era el ajuar con el que comenzaría una nueva vida; dentro, algo de ropa, unas fotos, unos dólares y el reloj que heredó de su padre, envuelto todo en unos plásticos para preservarlo del agua. En la memoria, la dirección y el número de teléfono de su hermano Miguel (¿”Maicol”?) en San Antonio y el recuerdo de la futura madre de sus hijos “americanos”.
La noche cerrada daba sentido al nombre de aquel lugar, Piedras Negras, y teñía de negrura también a los hombres que se atrevían a desafiar la muerte: almas negras, miedo negro, esperanza negra. Se habían alineado como soldados delante del imponente cauce haciendo acopio de valor cuando la furgoneta del traficante había abierto las puertas y soltado su carga en un camino pedregoso. Ni siquiera había acompañado su despedida con las luces de los faros iluminándoles el trayecto. Un gajo de luna era la única claridad que tenían para guiarse. Emiliano, con el agua a las rodillas, veía mojarse la espalda de un compañero que avanzaba unos pasos por delante. Por detrás gemidos, sollozos, el llanto de Rubén golpeando con los puños el agua: “No sé nadar” creyó oír, pero no se volvió.
La corriente lo llevaba río abajo. Luchaba por nadar en sentido transversal pero su cuerpo ancho y macizo no estaba hecho para cortar el agua sino para caminar interminablemente bajo la mirada abrumadora del sol. Algún remolino hundía su cabeza y apretaba el lazo de los cordones de su calzado, como un cordón umbilical enredándose en su cuello, mientras flotaba en un líquido amniótico que debía abandonar si quería nacer a una nueva vida. Sintió la angustia de venir al mundo. El peso del pequeño fardo que transportaba se le hizo insoportable y tuvo que deshacerse de él. Libre ya de todo, con la esperanza como única carga, sus brazos fibrosos consiguieron alcanzar la otra orilla. Se arrastró unos metros y se echó a llorar. Estaba solo, tenía hambre y frío. Tendido sobre su espalda mojada miraba la noche a su alrededor; le parecía tan negra e inhóspita como la de su tierra.
Debía seguir caminando si no quería sufrir de hipotermia. Miraba a un lado y otro para descubrir algún indicio de los otros hombres, sin hacer ruido para no ser descubierto. Súbitamente se hizo de día y una luz cegadora le hizo cerrar con fuerza los ojos llevándose las manos a la cara. Estallaron colores y comenzó a bailar su danza guerrera haciendo sonar las ajorcas alrededor de sus tobillos, mientras sartales de caracolas y turquesas subían y bajaban orgullosas al compás de su pecho. Sus pies obedecían al ritmo del timbal y sus pulmones se llenaban de los aromas de las resinas quemadas que endulzaban el aire con sus volutas rizadas. Era un príncipe azteca, un amo del mundo.
Un dolor insoportable en su flanco derecho lo sacó de la inconsciencia. Se levantó la camiseta húmeda y un círculo violáceo apareció en el lugar donde había impactado la bala de goma. Una coraza sanguinolenta, como una red de collares de coral y amatista cubría su costado. Apretó el brazo contra su pecho y se acurrucó en el suelo, rodeado de flores anaranjadas, bajo un abismo tan azul que parecía desconocer las tormentas.
Se quedó largo tiempo mirando hacia arriba, hasta que una lluvia de confeti comenzó a caer sobre él. Las mariposas monarcas descendían de las alturas para libar el néctar de las asclepias antes de continuar rumbo al norte. Emiliano reconoció aquellos insectos que vivían en cálidos refugios al sur de su tierra hasta que la conciencia sacudía sus alas y las empujaba a dejar sus bosques de oyameles. Las miró revolotear nerviosas e insoportablemente frágiles, entregadas confiadamente a los caminos de viento que las llevarían a su nuevo hogar hasta que, como un solo ser, levantaron el vuelo. Emiliano se puso en pie penosamente, conteniendo el dolor de la herida con una mano mientras con la otra intentaba agarrarse a las alas de las mariposas. Alucinado por la fiebre se sintió una de ellas y le pareció volar. El miedo se disipó y se rindió a su destino. Creyó que unas manos invisibles lo sujetaban y lo conducían. Aún no había acabado el viaje para ninguno de ellos, pero la frontera quedaba detrás. Muchos de esos seres de papel conseguirían alcanzar la meta; tal vez él fuera uno de ellos. Como único equipaje llevaba en la memoria las señas de su hermano y el amor de una mujer.
Al atardecer divisó lo que debía de ser una granja.
—Could you help me, please? —preguntó en un improvisado inglés de supervivencia.
Los ojos irlandeses del granjero se clavaron en Emiliano.
—¿Wet back?
— Yes.
— Come in.