En homenaje a Franz Kafka
Su caparazón, nigérrimo y tornasolado, recorrió viscoso la superficie de baldosas. Bajo el corpachón de la bestia, media docena de patas, largas y espinosas, avanzaban lentamente. No tenía prisa. Las dos poderosas antenas emergían tratando de olfatear algo que llevarse a las mandíbulas. El calor estival aumentaba, deliciosamente, el tufo de los alimentos ya pútridos y la semioscuridad le era propicia.
Su abdomen aplanado se pegó al fregadero, allí había restos de algún tipo de pitanza de indescriptible procedencia y que encantó a Diospyros. Se acercó a degustarlo. Sin embargo, no comió demasiado. Desde la noche anterior no se encontraba demasiado bien; no se sentía enfermo sino extraño. Tal vez tuviera algo que ver su cena: sangre de un humano que yacía de bruces con una aguja hipodérmica clavada en la vena. No le disgustó el bouquet, pero lo notó cargado de alucinógenos. Un cóctel demasiado fuerte para él.
Frotó una y otra vez las inservibles alas, fue entonces cuando descubrió que una de sus patas se había transformado. Se acercó a un pedazo de cristal y vio que parte de su cabeza tenía aspecto humanoide y avanzaba, imparable, en su metamorfosis. Sin duda, aquel, sería un verano distinto.
Jordi Siracusa