separadorPor Miguel Serrano Larraz

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Siempre que se acerca este momento del año recuerda la primera vez, cuando llegó a España, a mediados de diciembre de 1988. Tenía ocho años y se sintió apabullada por el frío y la gente, y creyó que Madrid y todo el país eran así, un torbellino helado de ruido y de luz. La primera noche en su nueva cama no pudo dormir, fueron unas horas alucinadas de estupor sin lágrimas en las que sintió cómo su cuerpo se expandía, rodeado de niños de otras edades que parecían tirar de él, de su cuerpo, pero a partir de la segunda noche se acostumbró algo a los gritos, aunque no por completo, porque la intensidad de todo, lejos de disminuir, siguió creciendo durante unas semanas hasta hacerse casi insoportable. Su familia, por otra parte, incluidos esos tíos y primos desconocidos que la asediaban con muecas y carantoñas, parecía no darse cuenta de nada, o despreciar esa alegría empalagosa que los perseguía por toda la ciudad, y un hombre mayor que no pertenecía a la familia, pero que vivía con ellos en el enorme piso de techos lejanos, y que los acompañaba en las expediciones por esas calles torcidas que le recordaban al lugar del que venía, la apartó con una sonrisa cuando trató de acercarse a los tres extraños personajes, sentados en tronos y rodeados de niños blanquísimos, que ocupaban la entrada de un aterrador centro comercial. Uno de los hombres, que tenía la cara pintada de un negro brillante, la miró con una expresión confundida, muy parecida al pánico o al aturdimiento.

Invierno2007-009-709596 Después, de repente, a mediados de enero, coincidiendo con la partida de sus padres (regresaban a su antiguo hogar, a buscar algunas cosas), todo se vino abajo, menos el frío, que se intensificó. Ella había dado por supuesto que las calles de España estaban siempre abarrotadas, que siempre brotaba música (voces de niños) de los altavoces, que la decoración luminosa de las calles era permanente, pero todo eso desapareció de un día para otro, sin que ningún miembro de su familia supiera explicarle los motivos. En la casa, todos los primos escuchaban canciones infantiles en español en un radiocasete y las repetían alentados por los gestos desmesurados de una tía descolorida. Poco a poco, las letras comenzaron a cobrar sentido. Después se mudaron, casi todos, a un pueblo de la provincia de Soria. Sus padres regresaron cargados de regalos. Ella lloró al ver a su padre. Después llegó el verano. Después comenzó el colegio, un mundo amenazador al que tardaría en acostumbrarse.

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Diez años después, todavía no acaba de comprender la tradición de la Navidad, ahora que se siente tan española como cualquiera y que apenas es capaz de mantener una conversación en su lengua materna. Ha preguntado a sus profesores, a sus amigos, ha leído algunas cosas, pero siempre tiene la sensación de que hay algo que no termina de comprender. Tal vez por culpa de su familia, que sigue actuando como si ese momento del año no existiera, reacia a todo ese circo (como lo llaman): siguen asegurándole que se trata de una fiesta religiosa, pero ella se dio cuenta, hace ya muchos años, de que no lo es. Ni siquiera celebran la Nochevieja, ese momento de transformación simbólica dispuesto por el azar y la historia (de hecho, es el único día del año en que sus padres se acuestan antes de las doce: a ella le da rabia, no es capaz de comprenderlos).

En su primer curso en la universidad, el primer de año que vive alejada de su familia, su madre le prohíbe que vaya a verlos aprovechando las vacaciones de Navidad. Ella no lo entiende, se queja, y recibe una respuesta arisca de una mujer habitualmente cariñosa: No hay nada que celebrar. No hay ningún motivo para que te tomes unas vacaciones. Tienes que estudiar. El primer curso es el más importante. Los primeros exámenes resultan decisivos.

Una compañera de clase la invita a pasar el día de Navidad con ella. Es su mejor amiga. Fueron compañeras en los dos primeros años del instituto, y decidieron juntas la carrera universitaria que las sacaría del pueblo. Pero la familia de la amiga se mudó antes, a una ciudad más grande. Se escribían cartas en las que mantenían las promesas infantiles, que por fin se cumplieron. Cuando vuelven a encontrarse tienen dieciocho años. Una de ellas sigue siendo extranjera, y lo será siempre.

Ya han hecho planes para la Nochevieja, juntas, seguramente se emborracharán como tantas otras veces, como millones de jóvenes, nada que se salga de lo normal, un cotillón, pero esto, una invitación para el día de Navidad, es otra cosa. La intimidad de una familia, años de hábitos, una comida con regalos y sobreentendidos, algo que no se parece a nada que conozca. Durante años ha fantaseado con imágenes de esas extrañas comidas familiares que intuye pero no conoce, condicionada por los prejuicios de sus padres y después por el cine, por el tedio de sus amigos, fantasías que han pasado de representar extraños rituales obscenos, borrosos y vacíos a la saturación de la farsa y la orgía. Imagina que en el fondo no será tan extraño, tan distinto, pero necesita comprobarlo. Toda la familia de su amiga está invitada, y ella no sabe cómo corresponder a tanta hospitalidad. Piensa en comprar un regalo a cada uno, pero no tiene tanto dinero, le han dicho que van a ser dieciséis, tal vez diecisiete personas. Si al menos supiera pintar, o tallar algo, crear regalos a partir de la nada o a partir de algún material humilde. Por otra parte, siente que la acogida de la familia de su amiga es colectiva y que por lo tanto el regalo debe ser común, un único regalo para todos, pero le resulta imposible, no se le ocurre nada, nada que sirva para todos a la vez, que incluya a todos y cada uno de esos desconocidos (sólo conoce a los padres de la amiga, mucho mayores que los suyos, a sus hermanos y a una prima que tiene más o menos su edad). Cuánto han pensado en ella en esa casa, con cuánta delicadeza. Siente que la han tenido en cuenta: su amiga le pidió que hiciera una lista de los alimentos que preferiría no encontrar en la mesa ese día, una lista en la que no importaba cuál fuera el origen (religioso o de mero rechazo personal) de los vetos, así que debe responder a todos esos cuidados con algo que esté a la altura, un regalo que abarque a toda la familia de su amiga pero también a ella misma, la invitada, un regalo que la incluya de algún modo. Si pudiese regalarse ella, regalar su cuerpo, o su futuro. Por fin tiene una idea, algo que es sólo suyo: un secreto. Eso es, repartirá un secreto, lo distribuirá entre los comensales, les ofrecerá un secreto que forma parte de su vida y que nunca más transmitirá a nadie, para que permanezca atado al ámbito de esa comida. Los secretos son un regalo envenenado, así que tiene que elegir muy bien qué contará, qué les entregará a cambio del calor familiar. De hecho, puede decirse que los secretos dan forma a las familias, así que su secreto hará que sean una familia de otro modo, con una ampliación, algo así como unas reformas para disponer de una habitación más. Las semanas que siguen las dedica a buscar entre sus recuerdos alguna anécdota exclusiva que merezca revelarse en una situación así. No puede ser una anécdota trivial la que construya su secreto, pero tampoco algo truculento ni desagradable, tiene que ser para todos los públicos, una especie de revelación, una epifanía que refleje la bondad del ser humano o la belleza del mundo, la luz que lo ilumina todo. Pero que no resulte demasiado cursi. Lo que más odia de la Navidad es la cursilería, las babas. Debe evitar eso a toda costa. Un secreto que no sea una maldición, pero que no recuerde tampoco a esos anuncios edulcorados de turrones y compañías telefónicas. Por fin, unos pocos días antes de que comiencen las vacaciones, una mañana, mientras regresa caminando de la universidad, se pone a pensar en su infancia y de pronto un recuerdo se instala en su cabeza y la coloniza, y se da cuenta de que es un recuerdo que jamás ha compartido con nadie, y por lo tanto puede decirse que se trata de un secreto, y decide que ése será el secreto que ofrecerá como regalo a la familia. Lo hará después de la comida, a la hora de los regalos. Se da cuenta de que es un recuerdo luminoso, como quería.

Llegan las vacaciones, y el día de Navidad, y a la una del mediodía se encuentra frente al portal de la casa cuya dirección lleva apuntada en una libreta, dentro del bolso. No está nerviosa, sabe que todo va a ir bien. Llama al timbre. Está preparada.

Al final son más de veinte las personas que ocupan la casa. Las mesas llenas de comida, los villancicos, los tíos que fuman en el balcón, los niños que corretean por la casa: siente que el misterio es trivial y magnífico al mismo tiempo, generoso y sádico, conocido y nuevo, tedioso y deslumbrante de recovecos, alegre y melancólico, un misterio de muertes que se suceden, de generaciones que se saludan y se solapan en los pasillos del tiempo que pasa, que sigue, que no se detiene nunca. Los regalos están encima del sofá, amontonados de cualquier forma, y no le sorprende encontrar uno que lleva su nombre escrito, con rotulador, sobre una etiqueta adhesiva. Es un objeto de cuarenta centímetros de alto, cuarenta centímetros de ancho y veinte centímetros de espesor, más o menos (lo mide mentalmente, con palmos imaginados), sin forma definida. No parece rígido, pero no se atreve a tocarlo para comprobar su consistencia.

Se sienta al lado de su amiga, en la mesa de los mayores, aunque justo al lado de la mesa de los niños. Cuesta congregar a todos, hay gritos y bromas. Por fin están todos sentados. Lo pasa bien. Come, bebe, escucha las historias y ríe con los chistes, se pone triste durante unos segundos pensando en sus padres, a los que aún tardará meses en volver a ver, pero se recupera, se conoce mejor. No queda más remedio que seguir avanzando.

Se acerca el momento. Repasa su historia, la paladea al mismo tiempo que el postre. Con el café, de pronto, todo se precipita. Tal vez no sea el olor del café lo que desata todo, sino el alcohol acumulado, el ruido, el cansancio, el pánico escénico que precede a su actuación. Le tiemblan las manos, tiene la boca seca. Entonces, uno de los tíos señala a la madre de su amiga, y después la señala a ella. Cuéntale a nuestra invitada, dice, la historia de la muñeca. Después de decir eso, el tío mira a la amiga y le guiña un ojo. Todos se callan de repente. No podemos olvidar de dónde venimos, asegura una voz a su espalda. La madre de su amiga agacha la cabeza, sonriendo. Mi infancia fue muy dura, dice mirándola a ella. Éramos muy pobres. Si alguien me hubiera dicho que mis hijos irían a la universidad, no lo habría creído. Hubiera pensado que me tomaban el pelo. Su marido, que está sentado junto a ella, le coge la mano. No olvidamos de dónde venimos, dice entonces el tío que ha hablado antes. Somos una creación de la miseria más absoluta, y de la dignidad más desesperada. Un silencio recorre la mesa. Entonces la madre de su amiga continúa con su historia. Pero no es una mujer que domine los ritmos narrativos, no es una mujer que sepa dosificar la información para crear un efecto predeterminado en quien la escucha, así que cuenta la historia en pocas palabras, se limita a transmitir una información, como le han pedido. Cuenta que, cuando era niña, su regalo de Navidad era siempre el mismo. En toda su infancia hubo un único regalo, repetido desde los dos años hasta los doce. Una muñeca, la misma muñeca una y otra vez. Sólo podía jugar con ella durante una noche. Después, su padre la recogía (“para devolvérsela a los Reyes Magos y que ellos se la lleven a otras niñas”) hasta el año siguiente. Ya está. No hay nada más, ningún detalle, ninguna recreación orgullosa, ningún reproche, ninguna vergüenza. Ésa es la historia, una única noche al año, una única muñeca. Nada más.

Y ahora, vamos con los regalos, dice el padre de su amiga.

Entonces ella se levanta y los mira a todos, y por fin su mirada se posa en la madre de su amiga. Yo no he traído nada, dice, disculpándose, con la lengua sólida en el centro de la boca. Estuve a punto de traer algo para todos, pero no ha podido ser.

No te preocupes, le dice su amiga, mientras le aproxima una forma envuelta en papel azul, el paquete blando que ella ha medido antes mentalmente, un regalo que es también una condena de repetición.

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