Libro: Tres cuentos raros de artista (2020)
A Julio Donoso
Aquel grupo de jóvenes acostumbraba a reunirse todos los miércoles por la tarde en un café-librería muy próximo a la ciudad universitaria. Eran tres aspirantes a escritores de origen hispanoamericano que por circunstancias de la vida no tardaron en amistar gracias a esa afinidad particular que comparten los emigrados embargados de saudade. El primero de ellos frisaba los treinta, era de Perú y se llamaba Santiago, se trataba de un fervoroso vanguardista; el segundo se llamaba Adelardo, contaba con veintisiete años y era mejicano, preparaba una biografía de León Felipe en la que aseguraba iba a descubrir poemas inéditos hasta la fecha; mientras que Salvador era el más joven, nacido en Argentina, contaba con apenas veintitrés años y viajó a España para cursar la carrera de filología hispánica.
Cuando formaban su cenáculo semanal en torno a una taza de café, discutían a voz en grito sobre las artes pasadas y las que estaban por venir: ora ensalzaban la obra de Roberto Bolaño, ora despellejaban a Vargas Llosa, o recitaban poemas de César Vallejo: eran días de vino y rosas para una juventud no lacerada por el desencanto.
Con el tiempo, y ganada ya la confianza de los mozos del establecimiento, hicieron suyo un pequeño espacio donde abundaban los libros que se almacenaban en hermosos anaqueles de veteada y nudosa madera. Los tres amigos compartían ese carácter risueño y procaz que suele darse entre las gentes de latitudes meridionales. Cuando más alegres estaban, no escamoteaban comentarios atrevidos a alguna muchacha hermosa que cruzaba por su espacio en busca de un libro; también, cuando aparecía algún señorito de afectada pose intelectual, estos, refractarios a las frívolas moderneces, no escatimaban en dirigirle sus chanzas hasta que, sonrojado e incómodo, marchaba de allí como viento que lleva el diablo.
* * *
La primera vez que el extraño personaje atravesó la puerta llamó rápidamente la atención de los tres pícaros tertulianos: el aspecto destartalado en su vestir; su pelo flavo, crespo y considerablemente enmarañado; y los particulares andares fruto de una cojera mitigada por un extraño bastón lleno de símbolos incalificables, dotaban al recién llegado un aura selvático y casi irreal.
«Toc…, toc…, toc…», producía el sonido de la contera del bastón cuando caminaba el desconocido por la sala en dirección a la barra del café.
—Mirad, acaba de entrar el diablo cojuelo —dijo Santiago haciendo uso de su potestad de veterano.
—Yo diría que es Hefestos expulsado de su fragua —exclamó el mejicano.
Los tres artistas comenzaron a carcajear, mientras se divertían como adolescentes a costa del cliente desprevenido.
Ajeno a todo aquello el recién llegado continuó avanzando pausadamente, «toc…, toc…», sus movimientos lentos y medidos tenían algo de venerable. Al poco, se sentó junto a la barra del establecimiento y solicitó un té.
La pléyade de ingenio reía ufana, y como Salvador todavía no había hecho demostración de su ingenio añadió:
—¡Es un fauno! —y más bajo apostilló—: seguro que viene a beberse una poción de hierbas.
—«Ja, ja, ja» —prorrumpieron de nuevo los amigos.
Envalentonado por sus consocios, y quizá sin pensarlo demasiado, el joven argentino volvió a proferir en voz más alta:
—¡Es un fauno!
Pero cuando repitió por segunda vez aquellas palabras, el desconocido que hasta ese instante había permanecido indiferente a las bromas, como si hubiera despertado del letargo, se giró perezosamente y miró al bromista durante unos segundos. Salvador, que no se esperaba tal reacción observó cómo el rostro de aquel cliente no reflejaba ningún tipo de expresión: no había enojo, ni gracia, tan siquiera un gesto de displicencia. Le pareció un rostro frío, apagado, casi inverosímil; más bien el rostro de un ser de otro mundo incapaz de comprender las palabras que los humanos profieren a su alrededor.
Aquel inusual comportamiento no tardó en motivar comentarios entre los escritores.
—Qué pendejo más raro —manifestó Adelardo.
—Sí, extraña era su forma de mirarte Salvador —prosiguió Santiago.
Pero el argentino ante los comentarios de sus amigos tan solo asintió con la cabeza, aquella inusitada reacción le había dejado sombrío.
Poco después el enigmático cliente se marchó de allí tal como había entrado, lentamente, dando pasos medidos y apoyándose en su bastón, «toc…, toc…, toc», sin hacer ningún tipo de ademán por mirar a los jóvenes tertulianos.
Los escritores, tras su marcha, rieron y prosiguieron con sus cotidianas charlas al respecto del arte y otras menudencias semejantes.
* * *
2º miércoles
—La novela 2666 es la obra cumbre de Bolaño —defendía Santiago—, los lectores gazmoños la critican por la crudeza de algunas imágenes, a otros les causa hartazgo sus descripciones, pero es que Bolaño buscaba abrumar: despertar conciencias con la problemática de los cientos de mujeres que son liquidadas en el norte de México.
—Pero es una novela sin pulir—le rebatía Adelardo—. ¿Que no me dirá usted que Los detectives salvajes resulta mejor acabada?
—¡Bah!, no sean boludos —interrumpía Salvador—, Nocturno de Chile, o Estrella distante en conjunto son más perfectas, sumado a Amuleto hacen de esa trilogía una obra en sí misma dividida en partes…
Excitados discutían los tres críticos sobre Bolaño y cuál de sus obras merecía el lauro de oro, cuando se abrió repentinamente la puerta del café-librería y comenzaron a escucharse unos inusuales pasos:
«Clank, toc…, clank, toc…, clank, toc…»
Se trataba del mismo cliente anónimo que la semana anterior había sido objeto de las burlas zahirientes. Y semejante nueva entrada aún provocó mayor perplejidad al percatarse los tertulianos que el singular y estridente sonido de sus andares provenía de una herradura clavada en un inusual zapato.
—No me lo creo… ¿Ustedes ven lo que yo? —exclamó desconcertado el mayor de los tertulianos.
—¿Ese pie? ¿Pero qué carajo lleva el pendejo en el pie? —continuó estupefacto Adelardo.
Salvador no dijo nada, permaneció inmutable y silente ante semejante visión. El estridente sonido de los pasos y el aspecto de acusada dejadez, le parecieron sobrehumanos.
En aquel instante ninguno de ellos se atrevió a proferir nada más contra el cliente, la excentricidad de la estampa les tornó comedidos.
Se sentó el oscuro cliente en el mismo lugar que la vez anterior y volvió a solicitar un té con apenas un leve gesto. Durante el resto de la velada Salvador no hizo más que atalayarlo de reojo, no dejaba de inspeccionarle: sus pantalones parecían los de un viejo traje de vestir que hubiera asistido ya a demasiadas reuniones, estaban raídos y con manchas de barro; para protegerse del frío llevaba una especie de negro y antiguo gabán que asemejaba ser de tiempos demasiado pretéritos. El observado, tranquilo y sosegado, proseguía bebiendo su té ajeno a cuanto sucedía alrededor; y Salvador reflexionaba si no se trataría de alguna víctima de la crisis económica que azota el país, desahuciada ya de cualquier felicidad, ignorada por todos y que espera sin esperanzas la llegada de la nada. Entonces, dando la apariencia de haber leído sus pensamientos, esa ánima arrumbada giró su cabeza en dirección al argentino y, durante dos segundos, lo escudriñó fijamente. Salvador le rehuyó al instante, por alguna razón se sentía incómodo con su presencia y tan solo quería ya que se marchase.
«Clonk, toc…, clonk, toc…, clonk, toc…», el individuo del bastón se alejó indiferente ante el resto de la clientela que lo observaba con suma extrañeza.
—¿Oye, pero qué demonios era eso? —preguntó Adelardo.
—Quizá sufrió alguna lesión —contestó Santiago minimizando la sorpresa.
—¡Pero, qué dicen! Eso era una herradura clavada a una especie de pezuña artificial, ¡llevaba una herradura oxidada! —expuso el argentino con súbito enervamiento.
—A lo mejor el pendejo escuchó las bromas del otro día y ha querido burlarse de nosotros —ponderó el mejicano.
—Bah, no le den más vueltas compadritos —interrumpió Santiago— eso era un zapato ortopédico y nada más.
Y con tales palabras terminaron las opiniones al respecto de la asombrosa aparición. Pero Salvador, en su interior, continuó cavilando si aquella suerte de calzado no sería acaso una pezuña de fauno.
* * *
3er miércoles
La tarde se había mostrado intensamente húmeda y desapacible, llovía con suma fuerza y el viento chocaba desafiantemente contra los ventanales del establecimiento mientras silbaba una melodía de virulentos graves. Los amigos fueron llegando uno a uno empapados, ateridos de frío, y con ganas de tomar una reconfortante taza de café. El primero en llegar fue Salvador que se encontraba especialmente taciturno; mientras esperaba a sus consocios, se abstrajo de su alrededor calentando sus manos con la taza y aspirando el balsámico e intenso aroma del café recién hecho. Sus labios se hundían en el líquido que dejaba pequeños rastros en su comisura. Cavilaba sobre el desconocido del té, sobre su pie, y él mismo comenzó a reprocharse su cruel actitud la primera vez que lo vio aparecer; avergonzado caviló si aquel no estaría resentido con ellos debido a las burlas del primer día.
—¡Eh!, que te has quedado alelado —espetó el veterano contertulio cuando llegó.
Se excusó Salvador, y cuando al poco entró Adelardo, los tres tertulianos volvieron a prorrumpir en sus habituales y animadas disquisiciones durante largo tiempo.
* * *
«Clonk, toc…, clonk, toc…»
Tan concentrados se habían mostrado en la conversación que ningún miembro del cenáculo literario se enteró de la entrada del enigmático cliente.
«Clonk, toc…, clonk, toc…», el desconocido igual que las dos veces anteriores, avanzó flemático hacia la barra y requirió su té. Estos mientras tanto no tardaron en percatarse que el extraño llevaba ahora una venda cubriéndole parcialmente la cabeza, por lo que su efigie todavía se tornaba más singular.
—Nuestro compadre ha debido sufrir alguna caída —comentó Adelardo con media sonrisa forzada.
—Psch, —siseó el veterano— ni le miren, mejor pasemos, es un tipo muy raro.
Adelardo asintió con un bufido y enseguida dejaron de prestarle atención. La imagen deslavazada, y su inusual comportamiento ya no les producía gracia alguna, incluso su presencia comenzó a resultarles molesta y algo intimidante. El joven escritor, por el contrario, no tardó en escudriñarle de nuevo, esperaba que este volviera a fijarse en él, quizá con la intención de asustarle, pero esta vez estaba decidido a arreglar aquella situación.
Así que cuando Salvador consiguió atraer la mirada del desconocido asintió con la cabeza amistosamente esperando algún tipo de contestación, sin embargo, este no se inmutó, y lejos de ello lo miró igual que los días pasados, lo miró sin mirar: hierático, circunspecto, sin mover un solo músculo de sus facciones; y en ese instante de descortesía, el escritor descubrió que, bajo el vendaje, justo en la parte superior de la frente, parecían atisbarse dos bultos. No podía creérselo: «¿Se trata acaso de un sañudo bromista? —pensaba mientras el desconocido seguía indiferente bebiendo su té—. Solo alguien así podría realizar una arlequinada semejante». Y tras esta reflexión la conmiseración que había sentido se esfumó definitivamente.
Salvador esperó entonces a que aquel apurara el té y abandonase de nuevo el establecimiento; y tras cerrarse la puerta, y visiblemente conturbado, interrogó a sus compañeros:
—¿Os habéis fijado en los bultos de su cabeza?
—¿Qué bultos? —respondió el peruano.
—El tipo ese llevaba una especie de bultos a modo de cuernos.
—¡Qué dices güey!, estás desvariando, serán dos chichones —contestó altanero Adelardo.
—¿De verdad que no los habéis visto?
—Salvador, compadre —volvió a intervenir Santiago con intención de zanjar el asunto—, tranquilízate, ese tipo es un bicho raro y ya está. Mira, si quieres la semana que viene cuando vuelva nos acercamos a él y nos disculpamos por nuestros comentarios, a lo mejor hasta nos hacemos amigos.
Dándose cuenta de lo inútil de su insistencia Salvador calló resignado para no dar qué hablar; mas en su fuero interno estaba convencido de lo que había visto: fauno o no, tenía la sensación de que aquel desconocido les deparaba alguna desagradable sorpresa.
* * *
4º miércoles
Sosegados, sin apenas compartir conversación, los miembros de la tertulia dejaban escapar el tiempo sorbo a sorbo. Habían acordado dirigirse al desconocido para disculparse por su actitud e invitarlo a su mesa; sin embargo, ninguno de ellos deseaba realmente que apareciera, lo hacían por tranquilizar sus conciencias y por el recelo que comenzaban a sentir debido a sus anómalas maneras. Salvador era, de los tres, el que más ceñudo y meditativo se había mostrado en la tarde.
«Si no quiere aceptar las disculpas le quitaré su ridículo vendaje para descubrir sus protuberancias…, seguro que no son naturales, imposible. Quiere burlarse de nosotros, y esa mirada suya resulta aterradora, no me cabe duda: su comportamiento, su aspecto, su mirada… ¡Maldita la hora en que le llamé fauno!».
Esperaron hasta las nueve y media, pero el bebedor de té no apareció. Preguntaron entonces al encargado del café esperando hallar alguna respuesta:
—Lo conozco de cinco años atrás, aunque hace bastante tiempo que no se le veía el pelo. Viene aquí, se sienta y pide siempre el mismo té que paga con el dinero justo. Creo que es extranjero, tal vez de algún país del este: Grecia o Turquía, no sabría especificar. Más allá de esto lo único que os podría referir es una historia que me contó Edgardo Rivas, ese que organiza los eventos poéticos en la Cripta del Alegre, pero no sé si será verdad es un poco fantasioso.
—Adelante, no importa, nos gustan los cuentos ¿verdad amigos? —afirmó Salvador mientras el resto asentía con la cabeza.
—Está bien, el asunto es que, según Edgardo, la primera vez que hizo su aparición en público fue precisamente en la Cripta del Alegre, y en mitad de un recital. Surgió como salido de la nada e iba vestido de caqui con un enorme macuto a la espalda, el pelo desgreñado, sucio, con hojas y ramas prendidas, y al caminar dejaba manchas de barro, barro justo un día en que no había llovido ¡cosa rara! Pero más aún es lo que sucedió después: se acercó a Edgardo y le pidió permiso para salir a actuar, decía que tenía un poema escrito desde muy antiguo y podía gustar. Mi amigo, más por curiosidad que por confianza, le dejó subir al escenario en último lugar.
» Llegado su turno subió y se quedó mirando a los focos ignorando por completo al púbico, a continuación, sacó del bolsillo una pequeña flauta de madera y comenzó a tocarla interpretando una melodía desconocida. De súbito el ambiente tornó en absoluto silencio y la música envolvió la sala por completo, todos estaban embobados, absortos, y de repente detuvo la música y comenzó a recitar…; aquí llega lo sorprendente: nadie supo exactamente en qué idioma recitó, según me relató Edgardo la lengua que pronunciaba no era español, ni francés, ni inglés, totalmente desconocida, tal vez se la inventó, pero por alguna circunstancia o embrujo, todos en aquel momento creyeron comprenderla.
» Y en el poema se versaron escenas hermosas de amor y diversión en lugares paradisíacos; escenas protagonizadas por seres mitológicos y humanos, donde el vino brotaba de las fuentes y los ríos eran de mieles; pero algún tipo de fuerza oscura acabó con todo ello y, finalmente, el protagonista del poema tuvo que huir y refugiarse en lo más profundo de los bosques por cientos de siglos. Al cabo de recitar el público igual que si hubiera quedado encantado, permaneció paralizado y en absoluto silencio. Este mientras tanto bajo del escenario tranquilamente, agarró su macuto y se marchó sin mirar atrás; pero eso sí mientras marchaba volvió a tocar su flauta, y solo entonces el público, igual que liberado del sortilegio, prorrumpió en un estentóreo aplauso, incluido Edgardo.
» Desde aquella noche se le vio aquí y allá en algún que otro recital, nunca se relacionaba con nadie, ni tampoco volvió a subir a un escenario, y así hasta la fecha. Parece que va y viene por temporadas.
—Pero… ¿Entonces ese poeta que nos cuentas es la misma persona de quien estamos hablando ahora? —inquirió Salvador.
—Segurísimo. Si bien ahora está muy desmejorado, casi podría decirse que se trata realmente de alguno de esos seres mitológicos que aparecían en su poema, uno de esos genios de los bosques peludos y con cuernos que persiguen ninfas, ¿cómo se llaman…?
—¡Un Fauno! —apuntilló Salvador.
—¡Exacto, sí! Un bicho de esos. Pero vamos que como siga rayándome el suelo con la suela de metal aquí no entra más, os lo aseguro.
Los amigos se despidieron del encargado y abandonaron el local con una ligera sensación de alivio por no haberse tenido que disculpar ante un cliente de comportamiento semejante. Llegaron incluso a comentar que quizá no tuvieran que hacerlo si finalmente se le prohibía la entrada.
* * *
Salvador erraba cabizbajo y sumergido en sus pensamientos, había dejado ya a sus amigos y se dirigía a casa dando un rodeo por calles de esmaltada oscuridad. Las nubes derramadas de la noche apenas dejaban mostrar los destellos del plenilunio; vagaba sin preocuparse por el tiempo, esperando hallar respuesta a lo inverosímil:
«Huellas de herrumbre, pero ¿por qué llevar una herradura oxidada? Una herradura ya es extraño, pero llevar una herradura en ese estado…; a todos los sitios que se dirija manchará y rayará los suelos igualmente…; claro que si se trata de un auténtico fauno, entonces…, vivirá en un bosque lo que explicaría el barro, las hojas, las roturas de su ropa, el óxido… ¡Ja! Pero qué patochadas, ya estoy desvariando otra vez. Si no ha venido hoy será porque se habrá cansado de la broma, seguro que ya no vuelve».
Y entre tales divagaciones, ahondando ora en disparates alucinatorios, ora en reflexiones nebulosas y sombrías, prosiguió errando por las angosturas de la urbe hasta que en un momento dado su universo de hiperrealidad exaltada se interrumpió de súbito:
«Clonk, toc…, clonk, toc…, clonk, toc…»
«No puedes ser» musitó mientras una gélida y punzante sensación, producto del estupor, acariciaba su espina dorsal. Salvador se encontraba solo en la calle mal alumbrada y a su espalda escuchó cada vez más claro el desquiciante y perturbador sonido: «clonk, toc…, clonk, toc…».
Cuando los pasos enmudecieron toda la vía quedó sumida en un silencio sepulcral, el escritor quería gritar, pero se contuvo. ¿Qué justificaría tal acción? ¿Iba a demostrar temor ante aquel que sin duda lo había seguido? Entonces hizo acopio de fuerzas y se volvió decidido a hacer frente a su acechante, quería dar fin a esa situación de turbación que lo había angustiado los últimos días. Se giró, y ante sí la inesperada visión con la que se topó no pudo causarle mayor sorpresa: en frente estaba el selvático poeta de la historia, cargado con su macuto y ademán de querer ofrecerle un libro.
― ¡Hola, amigo! Me llamo Publio Doliente ―se presentó el acechante mientras le mostraba el libro―, toma, échale un vistazo; yo también escribo como vosotros.
Salvador, un tanto confundido, cogió el ejemplar instintivamente, y por primera vez pudo intercambiar unas palabras con él.
― ¡Ah! ―exhaló tras ojearlo unos breves segundos a la vez que pasaba sus hojas rápidamente―. Qué bueno, sí… Oye perdona por lo ocurrido estas semanas es que nos llamó la atención tu…
―Tranquilo, si también es culpa mía, soy bastante tímido como has podido comprobar. Con respecto a esto —Y tocándose la pierna con el bastón prosiguió—: hace años que arrastro la cojera, aunque no desisto en hallar un tratamiento para corregirla. Justo hará un mes cambié de ortopedista, me lo recomendó un conocido, pero sinceramente creo que desvaría. Cuando acudo a su consulta justifica sus métodos afirmando que es un adelantado, un visionario que pretende mejorar los andares de la especie, y así fue cómo me convenció para probar este novísimo tratamiento extremo de añadir herraduras al calzado. Pero son una lata, hacen ruido y se oxidan cuando llueve. La verdad que me produce cierta desconfianza y desazón, al final tendré que abandonarle. No te puedes imaginar lo mal que lo paso en público, voy camino de la alienación.
—Bah, no te preocupes ya encontrarás algo mejor, ¡seguro! —respondió en tono conciliador—.
Y percibiendo que tras aquella explicación de la herradura se sentía un tanto apurado, optó por cambiar de asunto:
Oye, pero entonces es cierto que eres poeta; justo hace un par de horas el dueño del café nos contó una fabulosa historia tuya, de un recital realizado hace cinco años, donde parece que hechizaste a la gente con una flauta… casi como un mago.
—¿Quién, Miguel, el camarero? Bueno, bueno, te voy a confesar una cosa: se trata de un primo mío, por eso acudo allí cuando ando apurado de fondos, no me cobra las tazas de té; y sobre aquella historia… lo cierto es que me lo ha contado todo por teléfono hace un rato, se dio cuenta de que os chanceabais de mí, y ha querido embromaros. Me dijo me llamabais fauno y no sé qué más, así que os tomó el pelo, aunque sí que es cierto que utilizo la flauta o la guitarra en mis recitaciones.
En ese momento Salvador pudo comprobar cómo aquella mirada que tiempo atrás lo había angustiado cobro vida: ya no era apagada y fría, sino viva y cálida. Y así prosiguieron hablando largo y tendido aquella noche, encontraron no pocas coincidencias y gustos literarios, y al finalizar su encuentro llegó a comprarle el libro que Publio le dedicó amistosamente. Una semana después, superadas las primeras reticencias de Santiago y Adelardo, aquel al que Salvador había tomado por un fabuloso fauno, acabó compartiendo mesa y destacando por su vivo ingenio.
Y sobre aquel vendaje y los supuestos cuernos Salvador nunca preguntaría, en su fuero interno albergaba todavía la ilusión de que entre sus amigos se contara con un genuino y selvático fauno.
Gracias 🫂 querido Pablo