Elena Laseca

La ilusión de Mª Eugenia siempre fue tener el armario lleno de ropa cara, zapatos de tacón alto —de los de doscientos euros— un par de pulseras de oro y un collar de perlas, las joyas le llaman menos la atención que la ropa.
Para su desgracia, Mª Eugenia nació en el seno de una familia que apenas llega a fin de mes. Una hermana mayor, tres hermanos pequeños, un padre enfermo de bronquitis asmática y una madre que se deja la vida limpiando casas por la mañana y oficinas por la tarde. Cuando llega a casa, de noche, agotada, se encuentra a los pequeños destrozando las paredes del pasillo con un balón y a las mayores discutiendo por el mando de la tele. Si su hombre ha conseguido un trabajo temporal y mal pagado, vuelve sin hambre y sin resuello. La mujer trata de poner paz y de hacer una cena rápida. No ve llegar la hora de acostarse, de que se haga el silencio. Y cuando por fin consigue que todos y cada una estén en la cama, comienza la tos de su esposo. Otra noche sin descanso. Y así, un día tras otro. La vida no les da tregua, pero ella se ha empeñado en sacar a sus hijos adelante y no parará hasta que lo consiga. Después se morirá tranquila. De momento ha conseguido que su hija mayor termine la formación profesional de peluquería. Ha convencido a la peluquera de su barrio para que la tenga en prácticas. «Anda cógeme a la Lauri, por las propinas nada más. Verás que la chica vale». A los chicos los tiene en la escuela, parecen despiertos. Mª Eugenia es otra cosa. Esa extraña belleza que no sabe de dónde ha salido y su afán por volar más pronto que tarde, le quitan el sueño.
—La pena negra —se queja Mª Eugenia a su amiga Eloísa—. No sabes las ganas que tengo de irme de esa casa en la que no se oyen más que las toses de mi padre y los gritos y balonazos de mis hermanos.
—¿Y cuándo piensas irte?
—En cuanto cumpla los dieciséis me buscaré un trabajo y me marcharé. En un par de meses seré libre.
Eloísa la mira con envidia. Mª Eugenia es una chica esbelta, con un par de ojos verde esmeralda que impresionan; unas piernas largas, perfectas; el pelo de color caoba, que cambia de tono al ritmo del sol. Mª Eugenia es lo que se dice una preciosa muchacha «a la que no le faltarán pretendientes», opinan las vecinas.
Y su madre tiembla.
El cumpleaños feliz se les atraganta. Mª Eugenia espera a que terminen de cantarlo —desafinando y a voz en grito— para anunciar que deja el instituto y se pone a trabajar.
—¿Pero es que no vas a terminar ni la ESO? —a la madre se le atasca la croqueta en la garganta.
—Ya tengo dieciséis y puedo trabajar.
—¿Dónde? —al padre apenas le sale la voz.
—Ya veré. De momento voy a buscar en tiendas o donde sea. Me gustaría trabajar en algo de moda.
El resto de la tarde, los padres de Mª Eugenia lo pasan tratando de convencerla de que sin preparación no podrá trabajar en moda ni en nada. Que acabe el curso y medio que le falta y que haga como su hermana, una formación profesional. Que sin estudios y sin oficio nadie la contratará. Que no se precipite. Que tiene toda la vida por delante. Que dos o tres años no son nada en una vida. Que se va a arrepentir.
No la convencen. «Cuando vea que no encuentra nada, entrará en razón».
Y desisten.
La hermana, la Lauri, la mira en silencio, sospecha algo. La ha pillado más de un día haciéndose fotos que cuelga en las redes. Fotos con la ropa prestada de una tienda del barrio que se lleva para probársela y luego devuelve. De las fotos pasa a los videos. El hermano mayor de Eloísa le está enseñando cómo hacerlos. Mª Eugenia aprende rápido. En poco tiempo ha conseguido grabar videos maquillándose, poniéndose ropa diferente, quitándosela, con arte, sacando partido a su espectacular belleza y simpatía. Y comienza a tener seguidores, muchos seguidores, más de los que esperaba. Le llega algún dinerillo que invierte en ropa y maquillajes. Ha abandonado el Instituto en tercero de la ESO. Sin despedirse. A mitad de curso.
—¿Y ya buscas trabajo? —la madre se inquieta.
—Tú tranquila, mamá, que los tiempos han cambiado. Ahora puedo trabajar desde casa.
No da más explicaciones, pero la madre la ve tan segura e incluso feliz, que no insiste. Está demasiado ocupada. Su esposo ha empeorado, entra y sale del hospital a cada momento. Decide confiar en la hija.
Han transcurrido dos años y Mª Eugenia no ha conseguido el suficiente dinero como para independizarse. Comienza a agarrarle la desazón. El número de seguidores se atasca, no avanza. Y, de pronto, un golpe de suerte: da con una agencia en la que solicitan chicas escort. Ya es mayor de edad, no necesita la autorización de sus padres para nada. Cada día está más guapa. Se sabe arreglar mejor, combinar su ropa con gusto. Y su hermana le saca partido a cualquier peinado. «Con este pelo y esta melena, hija, cualquiera es buena peluquera».
—¿Y eso de escort qué es exactamente? —a su amiga Eloísa no le da buena espina.
—Consiste en hacer de pareja de un hombre para ir a fiestas, cenas de negocios e incluso viajes.
—¿Y no te tienes que acostar con ellos?
—No, si no quieres.
—Y tú no quieres, ¿no?
Mª Eugenia no contesta. Le han dicho que, si el cliente solicita sexo, y siempre que ella quiera, puede cobrar el doble o el triple.
Una mañana de primavera, se arregla con mimo, pide prestada ropa, compra unos zapatos de tacón de aguja con intención de devolverlos y se presenta en la agencia. La contratan. No devuelve los zapatos.
El sueño de Mª Eugenia se cumple. En pocos meses, alquila un apartamento, llena su armario de ropa cara, bolsos y zapatos de marca. El collar de perlas y las pulseras podrán esperar. El temor de los primeros tiempos ha desaparecido. Entra en el vestíbulo del hotel de turno segura sobre sus tacones y la cabeza muy alta, arrogante. No le hace ascos a tener sexo. La diferencia de dinero lo compensa con creces.
Pasan los años. Fallece su padre y su madre no sospecha siquiera a lo que se dedica la hija. Le ha contado que trabaja en una agencia de publicidad. No tiene motivos, ni ánimos, ni fuerzas para recelar. Mª Eugenia acude a comer algunos domingos con su familia teniendo la precaución de ir con la cara lavada, vaqueros baratos y deportivas, las más gastadas.
Tiene tan buena disposición que cada vez la requieren más clientes. Y cada vez son más exigentes. Y más crueles. Y más sádicos. Y cada vez le da más asco hacer según qué cosas. Y más miedo. Y lo que al principio era una rayita para aguantar las náuseas y la noche, se convierte en una adicción. Ya no hay vuelta atrás. Se enreda en una madeja de la que no podrá salir jamás: necesita la droga para trabajar y el trabajo para comprar la droga.
Alguna mañana de resaca imposible piensa en dejarlo, pero no sabe hacer otra cosa. Limpiar casas no le da para lo que necesita meterse. Matarse poco a poco le posibilita seguir viviendo. O, no.
El día que la Lauri la encuentra en su apartamento, con los signos evidentes de una sobredosis —su hermana es la única que sabe algo y se ha cansado de llamarla—, rasga con rabia desatada todos los vestidos del nutrido armario. Llora desconsolada, impotente y piensa en su madre.
La ilusión de Mª Eugenia yace desparramada en el suelo.
Rota.


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