La linea del ecuadorLa línea del Ecuador

Fernando Martín Pescador

Recuerdo perfectamente dónde estaba el 24 de noviembre de 1977. Me encontraba, junto a mis padres y mis dos hermanas, en un avión en dirección a Bogotá. Dejábamos así cinco años de estadía en Buenos Aires, donde mi papá había completado su especialidad en Pediatría. Aunque han transcurrido cuarenta y dos años, sé con certeza que era un 24 de noviembre porque ese día es mi cumpleaños y, en ese avión, todos los pasajeros decidieron corearme la celebérrima canción de felicitación una vez que el capitán hubo anunciado por la megafonía del avión que Joaquín Fernández, un servidor, cumplía catorce años. Mientras todos cantaban, una de las azafatas se acercó a mí con un pequeño pastel coronado por una vela encendida que apagué de un fuerte soplido. Supongo que otras cuantas personas habrán celebrado su cumpleaños en un avión, pero dudo que hoy en día pueda hacerse con una vela encendida.
Volvíamos a Santa Cruz de Lorica, Córdoba, mi ciudad natal, y, delante de mí, se presentaban dos meses de vacaciones antes de comenzar mi siguiente curso escolar. Y volvíamos a Lorica para quedarnos. Allí abriría mi papá su consulta y yo podría volver a la escuela en compañía de mis amigos de la infancia.En el avión, mi impaciencia era latente. Quería reunirme con mis amigos cuanto antes y, tras preguntar a mis padres por enésima vez cuánto quedaba para llegar, mi papá me dijo que, en esos momentos, debíamos de estar sobrevolando la línea del Ecuador. Instintivamente, miré por la ventanilla y no vi nada diferente. Mi papá sonrió y abrió la revista del avión que teníamos en el bolsillo del asiento delante de nosotros. En las dos últimas páginas se desplegaba un mapa del mundo que mi papá me mostró, señalándome con su dedo índice una serie de líneas imaginarias que dividían el mundo en pequeños cuadrantes. «Por aquí», y mi papá recorrió con el dedo la parte central del mapa, «pasaría la línea del Ecuador». Luego me mostró por dónde atravesaba aproximadamente la línea del Trópico de Capricornio. Y arriba, en la parte superior del mapa, me señaló el Círculo Polar Ártico. Atravesar esas líneas imaginarias, me decía, suponía un cambio de hora, de estación, un cambio de clima o de paisaje.
Unos días más tarde, el primer sábado después de nuestra llegada a Lorica, mi mamá preparó una fiesta para celebrar mi cumpleaños, esta vez con mis amigos. Aunque se suponía que iba a ser una sorpresa, de sobra sabía que el regalo estrella sería una escopeta. Hasta había sorprendido a mis padres en una conversación en la que mi mamá mostraba sus reticencias y se inclinaba por que el regalo fuera una guitarra. Desde mi cuarto, oía a mi papá tranquilizando a mamá y diciéndole que todos mis amigos tenían una escopeta.
Efectivamente, ese mismo lunes tras mi fiesta de cumpleaños, salí con la escopeta por primera vez. Salíamos temprano, nada más desayunar, para evitar el calor del día, o poco antes del atardecer. A veces salíamos dos o tres amigos, pero en ocasiones, las más, llegamos a juntarnos hasta catorce niños. En la actualidad, eso nunca habría sido posible. Habrían enviado varios helicópteros desde la base de La Palma, cercana a Lorica, y, tal vez, nos habrían neutralizado pensando que formábamos parte de un grupo de la guerrilla perdido a cientos de kilómetros de su campamento base. Pero en 1977, nuestros padres, nuestros abuelos, la comunidad entera, todavía pensaban que el diablo, el peligro y el mal se escondían tras la naturaleza y no tras las personas. Antes de salir de casa, todas las preocupaciones venían por los pozos donde nadábamos (desobedeciendo a nuestros padres) para refrescarnos del calor; o nos decían que tuviéramos cuidado con el río Sinú, que bordea Lorica caudaloso, salvaje, lleno de remolinos peligrosos.
Nuestro objetivo final era siempre cazar algún animal que nos saliera en el monte, pero la emoción comenzaba desde el momento en que sabíamos que ese día saldríamos con nuestra escopeta. Nos la colgábamos al hombro, pasábamos a buscar a los amigos que vivían más cerca, el grupo se hacía cada vez más grande hasta que la partida de caza salía desde el final de la ciudad, donde comenzaban los campos. Allí, nos separábamos unos metros los unos de los otros y batíamos el campo, caminando todos en paralelo y a la misma velocidad. Estoy seguro de que, entonces, a todos nos latía el corazón con la misma fuerza, bombeando la sangre violentamente hacia las zonas más alejadas de todas y cada una de nuestras extremidades.
Éramos conscientes, relativamente, de que, en nuestras filas, contábamos con los hijos de los prohombres de la ciudad: mi papá era doctor, había hijos de abogados, de altos cargos militares e, incluso, de un par de senadores. De alguna manera, intuíamos que un día no muy lejano nosotros mismos seríamos los próceres de Santa Cruz de Lorica.
Muchas tardes acababan y no habíamos cazado nada. Eso no rebajaba la excitación en un ápice. Otros días, terminábamos con uno o dos conejos que alguno de los sirvientes asaban para nosotros en alguna de las fincas cercanas. Llegamos a cazar, y a comer, algún oso hormiguero y la idea era disparar a todo lo que se cruzara en nuestro camino. Una voz se hizo característica en el grupo inmediatamente después de cada disparo. «¡Joepú!» gritaba el que había disparado si la presa lograba escapar. Y «¡joepú!» exclamábamos al unísono y con admiración varios de nosotros si veíamos que nuestro amigo había dado en el blanco.
Pero hay que recordar que, siendo tan jóvenes, andábamos justos de plata y, por lo tanto, siempre escasos de municiones. Llegamos a aprender a recargar los cartuchos, ya usados, nosotros mismos. Un viejito del mercado nos vendía pólvora, fósforo y las bolitas con las que rellenábamos y prensábamos los cartuchos viejos. Pronto aprendimos, también, a no separarnos mucho los unos de los otros, pues un día, uno de nosotros, Juan Carlos, se alejó demasiado, se despistó dándole una vuelta a una loma y acabó disparando sobre nosotros por accidente. Tras el susto, siguieron muchas bromas, pero, sobre todo, una lección aprendida.
Una tarde, ya con la última luz del día, fueron varias piezas las que cayeron en menos de tres minutos. Primero salió un conejo por la izquierda y Pachitico y yo disparamos a una, cobrándonos la primera pieza. Más tarde, discutiríamos quién de los dos le había dado. «¡Joepú!», gritaron varios. Al instante, asustados por los disparos, salieron dos conejos más en dirección contraria a nuestra marcha. De ellos se encargaron Juan Carlos y Miguel. «¡Joepú!», se oyó de nuevo seguido de unas risas llenas de emoción y nerviosismo. Y, finalmente, lo que todos creímos que era otro conejo saltó por la derecha y Rafael le atinó a la primera. «¡Joepú!»
Todos nos quedamos quietos y expectantes, a la espera de algún otro conejo que estuviera agazapado tras un matorral. Cuando vimos que ya no se movía nada más, fuimos a por nuestras piezas. Rafael nos gritó para que fuéramos cuanto antes. Lo suyo no era un conejo. Era un cerdo pequeño, procedente, con seguridad, de alguna de las fincas cercanas. Se habría despistado. Nos miramos excitados y preocupados a la vez. Al final, decidimos que los más acertado era llevárnoslo y asarlo junto a los conejos. Comérnoslo sería la mejor forma de eliminar todo tipo de evidencia. Durante el banquete, se nos olvidaron todas las preocupaciones. Reímos y recordamos, felices, todo lo que nos había sucedido esa tarde.
Transcurrió poco más de una semana y, todavía inmaduros, jamás se nos pasó por la cabeza que alguien podía estar echando de menos ese lechón que habíamos disparado. Todo lo contrario. Una mañana, mientras Jorge, Juan Carlos y yo saltábamos y jugábamos en uno de los pozos, hablamos de la posibilidad de repetir la acción. No sería tan difícil ayudar a un cerdo pequeño a despistarse y alejarse de su finca para que nosotros, más tarde, ya en el monte pudiéramos darle caza. Luego, podríamos compartir, con los demás, nuestra travesura y un nuevo manjar.
Decidimos llevar a cabo nuestro plan al día siguiente. Conocíamos bien los alrededores de la ciudad y pronto encontramos una piara de cerdos un poco más alejada de lo normal. Juan Carlos se acercó a ellos, agarró uno y se alejó a toda prisa del lugar. Lo seguimos de cerca y, enseguida, nos encontramos escondidos fuera de la finca, más allá de los árboles y con Juan Carlos abrazando un cerdo que apenas oponía resistencia.
Creo que pocas veces más en mi vida he experimentado tantas sensaciones y tantos sentimientos a la vez. Nos mirábamos a la cara y se nos escapaban pequeñas risotadas que no podíamos contener por los nervios, el miedo, la excitación. Esperamos unos minutos para ver si alguien nos seguía. Nadie. No venía nadie. Más relajados, comenzamos a caminar, alejándonos, cada vez más, de la finca.
Cuando nos sentimos seguros, soltamos el cerdo y dejamos que él mismo decidiera su rumbo. Dejamos que alcanzara cierta distancia y nos pusimos de acuerdo para que ninguno de nosotros disparara antes que los demás. Una vez estuvimos listos los tres, procedimos a disparar desordenados. Fue Jorge quien mostró mejor puntería. Nos acercamos al gorrino muerto, Jorge lo cogió en brazos y tomamos el camino de la finca de los papás de Juan Carlos.
No llevábamos andados trescientos metros cuando vimos acercarse el coche de la policía. Nos quedamos parados del sobresalto. En ese momento, el dueño del cerdo, que nos había estado siguiendo en la distancia, nos sorprendió por detrás y agarró a Jorge por el cuello. Aquí, ahorraré en detalles: el dueño nos había visto robar el cerdo, había mandado llamar a la policía y nos había estado siguiendo. Acto seguido llamaron a nuestros padres y, entre todos, arreglaron el bololo. En aquel momento, un cerdo de ese tamaño costaba cinco mil pesos. El dueño recibió el triple de esa cantidad, que nuestros padres dividieron a partes iguales sin mediar palabra. Para compensar las molestias ocasionadas, también se acordó que, esa noche, en la comisaría de policía, se asaría, en forma de banquete, el cuerpo del delito. Así quedaban zanjados todos los temas.
Desde ese día, las escopetas no salieron de la casa. No hizo falta siquiera discutirlo. De alguna forma, comprendimos que habíamos atravesado una línea y ya nada sería igual. Una línea invisible como la del Ecuador o la del Trópico de Cáncer. Una línea imaginaria que, cuando la cruzas, cambia la estación, o el clima, o el paisaje. Y lo hace para siempre.

Fernando Martín Pescador
(Zaragoza, mayo del sesenta y ocho). Ha dedicado gran parte de su carrera profesional a trabajar por y para la educación bilingüe en España y en Estados Unidos. Colaboró como redactor con el programa cultural La Mandrágora de RTVE y como cronista y colaborador literario con el periódico Heraldo de Aragón. Dirigió y presentó el programa cultural de radio 100 años de cultura pop en COPE Madrid Sur (2014-2016). En 2004 publicó su primera novela, Hamburguesas (Editorial Xordica), una novela vivencial sobre la educación en un ghetto de los Estados Unidos. En 2012 publicó su segunda novela, Carabinieri (Editorial Xordica), un disparatado relato sobre el concepto de la “seguridad” en los inicios del siglo XXI. En 2013, se convirtió en colaborador oficial de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. En 2018, publicó un libro de entrevistas titulado Valdemoreños (Yagruma Ediciones).

Fotografía de la portada exterior de Julián Villar


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