En sus pasos cautelosos se adivinaba decisión por acometer el estirado sendero que la llevaba a colgar su mochila en el cuerno de la Luna. Bajo su mirada derretida no fluía un cauce de lágrimas, pues había dado por agotado el tiempo de las lluvias. Detrás de sus ojos escondía siete cajones pintados con los colores del arco iris, donde guardaba celosamente sus propósitos: el amor, que va siempre de rojo como la sangre; la dignidad, con su vestido largo anaranjado; la ilusión, de amarillo limón, limonero; la paz, aplastando la guerra con sus zapatitos verdes; la humildad, de azul como un mar en calma; la armonía, añil cual la tormenta que espera; y la libertad, como un inmenso campo de violetas rodeado por un corro de mujeres alegres como cascabillos. La mano del pintor que la trazó nunca logró, ni quiso, desdibujar su sonrisa, un regalo sin envoltorio ni celofán que no tenía precio. Sus manos huesudas, dedos de sarmiento, bailaban sobre el marfil del viejo piano y Chopin, contento, hacía oído desde su tumba. Ahora, nadando entre las notas medidas y luminosas del nocturno se sentía felizmente atrapada por la luz de los ojos de su perro guía.


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