Carmen Bandrés 

—Estela, ¿no has oído el despertador? ¡Vamos, vístete rápida, Violeta te está esperando! Ya sabes que, si tardas mucho, doña Cecilia se enfada.

Mi madre, como siempre, me había preparado en la cocina un tazón de leche con dos rebanadas de pan. También, como de costumbre, yo las desmenuzaba en migajas y bebía la leche poco a poco, tan despacio que provocaba nuevas reprimendas.

“No hagas esperar más a Violeta” insistía mi madre con voz airada. Jamás se refería a la posibilidad de que yo llegase tarde a clase, a que no me permitiesen la entrada al colegio o a cualquier otro contratiempo que el retraso pudiera ocasionarme. Su única preocupación eran las vecinas, doña Cecilia y su madre, doña Lucía. Desde que papá murió, y de eso hacía ya más de diez años, mi madre se ganaba el sustento cuidando a doña Lucía, la abuela de Violeta, inmovilizada por un error médico en una silla de ruedas, después de una operación de varices. Mi madre no sólo cuidaba de la abuelita; también se encargaba de hacerles la compra y de adecentarles su jardín; algunos días, además, preparaba el almuerzo, cuando a Cecilia, la madre de Violeta, le venía mal regresar a casa al mediodía.

El jardín era de ensueño, lleno de flores y plantas trepadoras que ascendían hasta las ventanas del piso superior. Mi madre instaló en un rinconcito próximo a los parterres un delicioso estanque; muy pequeño, pero dotado de un gran encanto. Dos patitos se sumergían una y otra vez en las aguas cristalinas y elevaban sus cuellos por encima de los nenúfares. Yo estaba muy orgullosa: toda aquella belleza que disfrutaban Violeta, su madre y doña Lucía, era obra de mi madre. “Las plantas son muy agradecidas” decía cuando alguien elogiaba su trabajo de jardinería.

Gracias a los apremios de mi madre, yo solía llegar a casa de Violeta con bastante antelación y tenía que disimular mi envidia observando a hurtadillas su apetitoso desayuno: al menos dos tipos diferentes de galletas y un bollo suizo; mantequilla, mermelada, chocolate… se me hacía la boca agua. “¿Te apetece una galleta, Estela? Yo me moría de ganas por decir que sí, pero rechazaba la invitación porque mi madre me prohibía aceptar nada: “Lo dicen por cumplir, porque son muy educadas; es un simple detalle de cortesía” Cuando había bizcocho, una vez por semana, las cosas eran muy diferentes: el bizcocho lo hacía mi madre y yo tenía tanto derecho a probarlo como ellas. A pesar de todo, nunca comentaba nada de esto con mamá, ni tampoco que, a veces, doña Cecilia se olvidaba de invitarme. Entonces, yo le daba un codazo a Violeta para que interviniese y ella decía, con aire inocente: “¿quieres un poco de torta? La ha hecho tu madre y está riquísima”

Llevaba de la mano a Violeta hasta el cole y entrábamos juntas a clase, como si fuera mi hermana pequeña; además, le chivaba siempre la respuesta a las preguntas que no se sabía. Nuestro colegio era sólo para chicas, aunque enfrente se levantaba el de los chicos, que siempre estaban mirándonos cuando salíamos al recreo. Nos hacían muecas y arrojaban pequeñas chinas contra los cristales de las ventanas de nuestra clase. A la salida, coincidíamos muchas veces con Nacho, Alfonso y Tomeu. Eran inseparables, aunque tan diferentes en todo, que nadie podía explicarse su amistad. Nacho era alto y rubio, de ojos verdes, deportista y fuerte; Alfonso estaba en las antípodas: pequeño, moreno y gracioso cuando, como por ensalmo, hacía un chiste; le apodábamos “el muy” porque todo en él era desmesurado, sobre todo la nariz. Tomeu “el medianillo” era el más normalito, ni feo, ni guapo; ni bajo, ni alto; ni flaco, ni gordo; la perfecta definición de un tipo que en nada destacaba.

Los tres amigos eran por dentro como por fuera. Nacho se lo creía un poco; le gustaba organizar las vidas ajenas, reía mucho y siempre se salía con la suya. Alfonso era un ratón de biblioteca: lo sabía todo, pero rara vez hablaba de nada; daba la impresión de ser algo torpe y retraído, aunque, cuando por fin rompía su silencio, sus comentarios eran siempre ingeniosos. Nacho fingía no escuchar sus palabras, pero un poco más tarde las repetía como si fueran suyas, atribuyéndose todo el mérito, mientras Tomeu le reía todas sus gracias y secundaba todas sus ocurrencias. Alfonso jamás se quejaba de Nacho, como mi madre tampoco lo hacía de doña Cecilia, ni yo de Violeta cuando copiaba mis exámenes y sacaba sobresalientes, mientras yo me tenía que conformar con aprobadillos justitos. Mi madre lo explicaba con naturalidad: “Doña Cecilia hace muy buenos regalos a las monjas por Navidad y ya se sabe que ellas son muy agradecidas”

Doña Cecilia afirmaba que yo era muy despierta, que parecía un par de años mayor que Violeta… que, por lo tanto, podía ayudarla con los deberes; porque estudiar, a Violeta le gustaba más bien poco. Así, a los diez años, en lugar de jugar con muñecas estropeadas que Violeta me regalaba, me pasaba a su jardín y le hacía las cuentas mientras ella me miraba trabajar. Violeta se cansaba enseguida de los números y se dedicaba a enredar con el pelo de las moñas; cuando se hartaba de ellas pretendía que yo fuera su conejillo de indias y, de vez en cuando, conseguía darme algún que otro tijeretazo traicionero. De nada me valía entonces protestar, llorando de rabia, al contemplar en el espejo los trasquilones: “los niños ricos tienen sus manías”, la disculpaba mi madre. Comencé a odiar la sumisión de mamá y terminé por aborrecerla a ella también, mientras contemplaba mi pelo corto y lo comparaba con la larga trenza de Violeta, que tanto llamaba la atención de Alfonso.

“¿Por qué no nos mudamos de casa, mamá?” le rogaba con un suspiro. “¿Dónde vamos a estar mejor que aquí, junto a la casa de doña Lucía? —sentenciaba ella, inmisericorde—. Mira, me han regalado un bote de mermelada” Yo ya había dejado de sentir aprecio por aquella familia; bueno, la abuelita me daba un poco de pena, con sus piernas tan inservibles como mi talento, también desperdiciado: todos afirmaban que era muy inteligente, pero sólo servía para que Violeta recibiera los premios que yo merecía.

De forma inexorable, fui prestando cada día menos atención a los estudios y, obviamente, también las calificaciones de Violeta empeoraron, lo que me valió severas reprimendas de mi madre. “No te moverás de aquí, ni para ir al baño. Y cuando lo sepas todo muy bien, te pasarás a explicárselo a Violeta”

¿Tendría ella dos madres y yo ninguna? Pensé más de una vez abandonar mi casa, pero… ¿dónde ir? Además, me gustaba mi pequeña ciudad y me gustaba Alfonso, que aunque nunca me hablaba, me miraba muchísimo. “Tienes un pelo precioso, Estela —se atrevió a decirme por fin, una tarde a la salida del cole—. ¿Por qué no te lo dejas largo, como Violeta?” Con los ojos arrasados en lágrimas, le relaté  en dos palabras los pormenores de mi vida. Nada contestó, pero me acarició con dulzura la nuca mientras su mano me provocaba un estremecimiento. Y se olvidó para siempre de la trenza de Violeta.

Pasaron tres años, pesados como tres enormes pedruscos colgados sobre mi espalda. Al final de aquel curso, cumplí trece años. Violeta ya no me esperaba para ir juntas al colegio y también en clase me hacía de menos; sólo se acordaba de mí durante los exámenes. Sus pechos crecieron hermosos y sus caderas se ensancharon antes que las mías. Doña Cecilia y doña Lucía elogiaban con frecuencia el desarrollo lozano de Violeta, comparándolo con el mío; en cierta ocasión, tras oír mencionar mi nombre, tuve ocasión de escuchar con gran desazón una plática que daría un giro a mi vida: “¡Qué diferencia entre nuestra niña y ese espárrago chupadillo! —decía doña Cecilia a la abuelita—. Tuvimos suerte de encontrar a su madre para que amamantase a Violeta, aunque bien caros nos costaron los biberones de Estela. La Aurora vive los vientos por esta casa. A veces pienso que si estuvieran en peligro Violeta y su hija, salvaría a la nuestra…” Desde aquel día cogí el feo vicio de ocultarme para escuchar conversaciones ajenas que se referían a mí. Conocí el sentido oculto de muchos incidentes en los que yo había sido la sufrida protagonista y que siempre acababan con la disculpa lacónica de mi madre: “No tiene importancia, doña Cecilia. Son cosas de niños…” Como aquella mañana, en la piscina, cuando Violeta casi consiguió ahogarme a golpe de aguadillas, o cuando, en las tardes de lluvia, ella acaparaba a empellones el paraguas de mi madre, mientras que yo terminaba calada al otro lado: “No tiene importancia, son cuatro gotas…” —repetía mamá. Y cuando, irritada, le espetaba una letanía de reproches, me replicaba con altivez: “Desde luego, hija, que rara te pones. Fíjate en Violeta, siempre contenta. Es que los hijos de los ricos tienen algo especial… nacen ya con una gracia singular, tan simpáticos como sus padres. Pero tú, chica… ¡siempre tan huraña! Hasta con estas señoras, que son tan buenísimas y que, incluso, te dejan bañarte en su piscina como si fueras una de ellas…”

“A ver si piensas que Violeta iba a ser siempre tu amiga… ¡Pero, en que mundo vives! Ella, tan elegante, tan esbelta, tan guapa…” Evitaba cualquier contacto con mi madre y eludía sus comentarios. Pasaba la vida en mi dormitorio, aun a riesgo de quedarme medio ciega estudiando a la luz tenue de una lamparita macilenta. Tras salir del colegio acudía a la biblioteca pública y solicitaba libros en préstamo que leía tendida encima de la cama. Era una forma de evadirme de la realidad ramplona y triste que me rodeaba y, poco a poco, me acostumbré a estudiar también en la biblioteca, donde, al menos, gozaba de una luz excelente. Al regresar, abría la puerta con el sigilo de un ladrón y cruzaba la casa de puntillas hasta mi cuarto para eludir sus frases lapidarias: “Eres una ingrata, sólo piensas en ti” Una tarde no la oí trajinar en la cocina; supuse que estaría en casa de doña Lucía, que ya no podía ni comer sola. Me refugie en mi dormitorio, como siempre, mi único rincón de intimidad, cuya frontera defendía a capa y espada. Me sumergí inmediatamente en la lectura de una nueva novela. Aquellos personajes de ficción eran mis mejores amigos. Formaban parte de mi vida. Como me había dicho la hermana Virginia, mi profesora de Literatura, nuestros sueños somos nosotros mismos, la ilusión es la mejor realidad. Samuel, Tito, Nelly, Lucita… ellos son mis compañeros, los amigos de verdad, y comparto todas sus aventuras, sus alegrías y sus tristezas, su valor y sus miedos. Pierdo la noción del tiempo, pero no puedo abandonarles, ahora que les envuelve la tragedia y Lucita ha desaparecido en el Jarama, ahogada en una tarde de verano. ¿Quién se lo dirá a sus padres, a unos padres de verdad, que preferirían morir ellos antes que asistir al entierro de su hija? Deciden hacerlo juntos y yo no les puedo fallar. Todos, juntos como una piña.

Suena el teléfono… “Su madre… sí… ha sido un infarto, se ha salvado por los pelos… la han llevado en una ambulancia al hospital. Suerte que su vecina la fue a llamar y se la encontró así”

Mi madre, en sueños, llama a Violeta. También los nombres de Cecilia y Lucía escapan de sus labios. Suelto su mano. Recostada en la incómoda silla, sigo leyendo. Ella pide agua, se la acerco a la boca y humedece la punta de la lengua. Con labios temblorosos balbucea: “No sé para que has venido. Te pasas el día leyendo novelas… cría cuervos… En cambio, doña Cecilia me ha salvado la vida y eso que apenas le sirvo ya para nada” Descansa con la respiración entrecortada; es preciso regular el paso del gotero sobre el que un frasco invertido deja caer, gota tras gota, la medicación salvadora. “Vigile el gotero” La enfermera ha sido muy explícita: “Hay que mantener el ritmo: si mengua, no sirve; en exceso, podría ser letal”

Me levanto. Abro por completo la espita del gotero. Mi madre dormita mientras yo abandono la estancia y sobre mi silla queda la novela abierta por una de las últimas páginas. Cierro la puerta de la habitación. ¡Qué nadie moleste, que nadie cambie el destino! Camino, pálida, por la acera de una gran avenida. Ha cesado la lluvia y el suelo brilla; en el aire un suave olor a tormenta, a tierra mojada. Pero esta vez, el ozono no trae hálitos de vida, de campos sedientos. Son miasmas moribundas, de expiración y expiación.

Camino sonámbula. Hay una cabina de teléfono frente a mí. Descuelgo y marco un número. “Violeta: mi madre se está muriendo, sola, en el hospital…” “¿Estás loca? Son las cinco de la mañana. Iros tú y tu madre a…”

El tiempo no se detiene. Jamás lo hace. Seguramente, mi madre se ha ido ya. Tampoco la vida fue generosa con ella, pero esta idea no me sirve de consuelo. Nadie puede aliviarme. Ni devolverme todo lo que la vida me ha hurtado. Quizá doña Cecilia y Violeta le lleven flores, algunas de esas hermosas flores de su jardín. Con este pensamiento en mi mente, cruzo decidida la calle, la vista al frente. Oigo chirriar los frenos de un automóvil. En el último instante, giro la cabeza, quiero ver la cara del conductor

Es negro; negros son también los ojos desorbitados al otro lado del volante. Desvío la mirada, pero no puedo apartar la espesa negrura de mi vida. Los espesos nubarrones que cercan mi soledad.


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