Ana Alcolea

Ana Alcolea

Se tumba en la hamaca y piensa en Aschenbach, sentado en el Lido, mientras contempla a Tadzio que se baña en el mar. Ella no está en el Lido,  sino en un château de la Provenza. O quizás sea del Languedoc. No lo tiene claro. A ella les gusta siempre estar entre dos aguas, y este castillo está entre Provenza y Languedoc, así que le parece que está en el lugar apropiado, en un lugar que ni es una cosa ni es otra. Como ella, que en su casa casi siempre se siente extranjera, y le parece que su patria está en lugares intermedios, en los que nadie es de ninguna parte, y por tanto se puede ser de cualquiera. No le gusta pertenecer a ningún espacio y que ningún rincón le pertenezca más que otro. En cualquier caso, le gusta más la palabra Provenza que Languedoc porque le recuerda al aria de Giorgio Germont cuando pretende convencer a su hijo de que abandone a Violeta para volver a sus bellas y soleadas tierras de Provenza. ¿Puede una mujer que se llame Violeta ser una desgraciada? Ella piensa que es inmoral serlo, pero la protagonista de esa ópera que tanto le gusta se llama así y acaba fatal. Si te llamas Consolación, Amparo o Encarnación, ya llevas en tu nombre una cierta dosis, injusta e indeseable, de sufrimiento. Pero tal vez, después de todo, los nombres no sean tan importantes: aunque ella sigue pensando que ninguna mujer llamada Violeta debería sufrir ni por amor ni por nada de este mundo. En eso está pensando cuando una mariposa azul, casi violeta, se posa en el dedo gordo de su pie derecho. Hace un rato que se ha pintado las uñas de naranja y observa el contraste entre el aleteo azul y el color rotundo del dedo robusto por el que pasea su levedad lalepidóptera. No nota los pasos que caminan por las puntas de sus dedos: sus patas son tan minúsculas que no provocan cosquilleo alguno sobre su piel dura y áspera. Se queda dormida, arrullada por el canto de las cigarras que se esconden entre los árboles. La despiertan los pasos de Madame, la dueña del château, que da treinta vueltas alrededor de la piscina antes de meterse en ella. Su cuerpo es hermoso, magro, ligero a pesar de haber pasado ya de los setenta años. Su cabello dorado como una modelo de ManRay. Sus ojos saben mirar la Belleza y la verdadera Verdad del mundo. No la horrible, por la que Nietzsche protestaba, sino la verdadera, la que sabe salir de los ojos y de las manos de cada uno. Su cuerpo mueve el agua y la hace cantar: las ondulaciones de la superficie de la piscina se convierten en el telón de fondo orquestal que acompaña al canto de las cigarras, y a los pájaros que se acercan a contemplar a Madame. Ella también la contempla en silencio detrás de sus gafas de sol. A ella también le gustaría cantar como los pájaros y las cigarras para acompañar la melodía acuática que provoca la presencia de Madame en el agua. Lo hace con el silencio sonoro de su mirada. Nadie acudirá a su reclamo. Ella no quiere ser sirena ni atraer con su canto a cándidos adolescentes. Y sabe que jamás será como Madame. Sabe que sus movimientos en el agua nunca serán orquesta para coro de cigarras ni para pájaros solistas. Ella se conforma con contemplar la Belleza extrema de Madame y su verdadera Verdad, la que solo Madame es capaz de crear con su mirada, con sus manos y con sus cabellos rubios de modelo de ManRay. Vuelve a pensar en Aschenbach y en Tadzio en el Lido. Ella no está en el Lido. Está entre el Languedoc y la Provenza, y una mariposa azul pasea sin dejar huella por los dedos de sus pies.


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