Adela RubioLa noche de Mencía

Mi querida Isabel,
mucho tiempo ha que no os envío noticias mías. Sabéis que me retiré al convento de Santa Isabel de los Reyes para encontrar alivio a mi dolor tras la muerte de mi amado esposo. Quise dejar atrás todo lo que me recordaba a él y descansar mi alma en la paz de aquellas paredes. Algún alivio encontré, mas no el suficiente. Nuestro matrimonio fue tan breve que ni el consuelo de un hijo me quedó. Recé tanto porque mi vientre hubiera fructificado. Pero ni Nuestro Señor ni su Bendita Madre escucharon mis plegarias.
Ahora, un nuevo motivo de aflicción viene a sumarse a mi ya largo y profundo sufrimiento: un nuevo matrimonio. Mi buen padre desea que vuelva a casarme, con don Lope de Sarmiento. Ignoro si le conocéis personalmente, aunque me sorprendería que, dada vuestra posición al lado de la reina doña Ana, no le hubierais visto en alguna recepción. En todo caso, su fama le precede. Bien recibido en la Corte, gentil, caballeroso, de familia noble e irreprochable, agradable a la vista y poseedor de una cuantiosa fortuna. Don Lope representa en estos momentos el pretendiente perfecto para cualquier mujer. ¿Por qué me ha escogido a mí? Me he hecho esta pregunta a lo largo de numerosas noches insomnes, pues nunca nos hemos visto. Mi padre y él sí se han visto y hablado, pero dudo mucho que mi padre me haya mencionado en presencia de un extraño, y con mayor motivo estando yo de duelo. No conozco la respuesta, a menos que ese caballero quiera unir la burla a su pecado y arrastrarme a mí con él al mal. No sabéis de qué hablo, ¿cierto? Os diré que durante los primeros meses de mi viudez, recluida en el convento, nadie me habló jamás de las circunstancias de la muerte de mi esposo. Era por mi bien, decían, para que yo no sufriera más de forma innecesaria. Mas aunque pregunté a todos no logré que me dijeran nada; incluso la buena abadesa doña María de Guzmán esquivó la cuestión. Al volver a mi casa, lo único que pude sonsacar a una de mis doncellas fue que mi esposo había muerto en un duelo. Imaginaos mi horror y mi incredulidad. Un duelo de honor provocado por un insolente que no respetaba ni lo más sagrado de un hombre, que es su honor. ¿Qué puedo deciros sobre el honor que no sepáis? Tanto vos como yo aprendimos desde nuestra infancia que es lo único que, de perderse, no se recupera. Mi doncella me ha insinuado que fui yo la causa del duelo. Mi esposo no podía tolerar que se me nombrara en vano y con frivolidad, pues una afrenta dirigida a mí iba dirigida directamente contra él. ¿Pero qué significa en realidad que me mencionara en vano? Acaso el caballero insolente y bribón se atrevió a alabar mi rostro y mi cuerpo con tanta ligereza, que mi esposo se sintió agraviado y le exigió excusas. El malvado le retó a un duelo. No lo comprendo. Vos me conocéis, Isabel, sabéis que jamás he puesto un pie sola fuera de mi casa, que pocos me conocen porque no me he prodigado en las fiestas y veladas. ¿Dónde pudo verme para osar hablar de mí? El resultado fue quedarme yo viuda y desamparada.
Pero hay más, y más horrible. Fue don Lope quien asesinó a mi esposo, por fin he conocido la verdad. Mi padre no lo cree. Le he suplicado de rodillas y bañada en lágrimas que me permita retirarme al convento para siempre; no para profesar y hacer los votos, puesto que no es tal mi inclinación, sino para vivir en paz lo que me reste de vida, entre lecturas piadosas y oraciones. Mi padre no ha accedido. Soy su única hija y desea un nieto que herede sus títulos y patrimonio, que honre su Casa. Y no ha encontrado mejor candidato que don Lope de Sarmiento.
Le dije a mi padre que estaba dispuesta a apelar al rey, que él sí me escuchará y hará justicia, pues es el guardián y defensor de viudas y desamparados; que hablaré con la reina pues esta Alta Señora, como mujer, me comprenderá e intercederá por mí. Pero no tengo testigos fidedignos, excepto el chismorreo de una sirvienta liada en lances amorosos ilícitos con el servidor de mi esposo. Este hombre sí estaba presente, pero confundió su testimonio cuando le mandé llamar para que me contara lo sucedido. El bueno de Fernando Pérez estaba tan asustado que no atinaba con las palabras. Su mujer, Teresa, le acompañaba para darle fuerzas y recordarle que no debía hablar más de lo necesario. Hice venir también a Inés, mi doncella, y fue horroroso. Sólo mi presenciaimpidió que Teresa se lanzara contra Inés y le arrancara la toca. Fue así como me enteré de que eran amantes. Me sentí tan avergonzada que despedí al matrimonio y eché de mi casa a Inés por conducta inmoral. Con esos testigos contaminados no puedo acudir ni al rey ni a la reina, imaginad el escándalo en la Corte.
Me arriesgué a convocar al mejor amigo de don Lope, don Luis de Medina. Le recibí envuelta en velos negros, el rostro oculto, y acompañada por mi nodriza y mi confesor. Don Luis me juró que no hubo tal ofensa, que el duelo se produjo por otras cuestiones que nada tenían que ver conmigo. Me aseguró el respeto infinito de don Lope hacia mi apellido y mi persona. De hecho, Su Majestad había sido informado de inmediato del desgraciado accidente. Todo fue causado por un mal entendido relacionado con la pureza de sangre de ambos. Mentía. Todos mentían. ¿Era yo la única capaz de verlo? Querida Isabel, vos conocíais tanto a mi esposo como sus orígenes: una familia de cristianos viejos emparentada con uno de los últimos reyes godos. ¿Se atrevió don Lope a cuestionar su nobleza? Porque no me creo que fuera mi esposo quien le ofendió sin motivo. Mentiras y calumnias por doquier, para confundir a mi buen padre y confundirme a mí.
Estoy desesperada, Isabel. Mucho me temo que si Nuestro Señor no me llama a su lado, pronto me convertiré en la esposa de un infame asesino. Quiero limpiar el nombre y fama de mi esposo, pero sólo soy una mujer y no me escucharán.
Don Lope ha dado la vuelta a la situación, convirtiendo a mi esposo en ofensor y a él en defensor de su honra. Por eso el rey no le ha retirado su favor ni castigado. ¿Qué puedo hacer? La imposición de este matrimonio rodea mi corazón con murallas tan fuertes como las que rodean Toledo. Subo a la terraza de mi casa y contemplo el río, al fondo. Recuerdo las noches cálidas de verano mirando la luna en compañía de mi esposo, sus palabras gentiles, su alegría. La luna sigue iluminando esta ciudad que amo tanto, que me ha visto nacer, amar y sufrir. ¿Qué puedo hacer con mi vida que no es mía, excepto cometer un pecado para salvarme de otro pecado? Imagino que habéis oído hablar de cierta religiosa, fundadora de conventos, que anda ahora por Toledo. Teresa de Ávila, o de Jesús, como se hace llamar. Está sufriendo persecuciones por sus escritos. Quise conocerla y pedí que me recibiera, lo que hizo muy atentamente. Me dio la impresión de que estaba enferma. Es una mujer extraordinaria aunque me pareció un poco exaltada en su fe. Le pedí consejo, pero lo único que me dijo fue que orara intensamente y confiara en la misericordia divina. Es lo que hago desde que supe las noticias sobre mi nueva boda. Lo que necesito es un milagro. Pero Teresa de Ávila me cogió cariñosamente las manos, sonrió, y aseguró que cada día es un milagro que debemos celebrar. Hermoso, y una gran verdad, pero no me ayudó. No sé qué esperaba de aquella entrevista. Antes de despedirme le pregunté si aceptaría un donativo para sus fundaciones, y lo aceptó con humildad y sencillez. Si va a la Corte, pues creo que el rey la apoya e incluso se cartea con él, no perdáis ocasión de verla.
Ayer vino a verme ese pintor griego de cuya fama sin duda tenéis noticia. Le enviaba don Lope con permiso de mi padre para hacerme un retrato. No quiero dejarme pintar, ni por el maestro Doménico ni por nadie. Y menos para alabar la vanidad del malvado. Mi retrato en su salón sería una afrenta más para mí y para la memoria de mi amado esposo. Mi padre me riñó en cuanto se fue el pintor y le ha pedido que vuelva y me haga el retrato. Que hagan lo que quieran, ya que no puedo impedirlo.
Isabel, no puedo más. Cuánto desearía no contemplar la nueva luz del día, que esta noche se volviera eterna y sólo despertara en el Más Allá al lado de mi esposo. Mi confesor dice que debe estar en el Purgatorio, que es donde vamos todos al morir a excepción de los santos que pasan directamente a contemplar la Gloria Divina. Estoy segura de que mis oraciones y mis lágrimas ya le habrán ayudado a salir de allí. ¿Cómo no se va a compadecer la Bendita María de las lágrimas de una viuda? Ella le habrá rogado a su Hijo que lo lleve al Paraíso. ¿Cuándo, cuándo le seguiré, Dios mío?
Han cantado los gallos. Pronto la casa comenzará a despertarse, y también las calles se llenarán del bullicio matinal.
El sol comienza a abrirse paso a través de las cortinas negras de mi aposento. Me duelen los ojos y el dedo pulgar de sostener el cálamo. He pasado toda la noche escribiendo esta carta a la luz del candelabro.
Mi querida Isabel, aconsejadme, os lo ruego. Decidme qué puedo hacer para librarme de esta boda maldita.
Siempre vuestra,

Mencía

Escrita en Toledo a 15 de agosto del año de Nuestro Señor de 1577.

Mencía apartó a un lado los útiles de escritura y apagó las velas. Se incorporó, sintiendo agarrotado todos sus músculos, y atisbó entre las cortinas. La ciudad comenzaba a cobrar vida, sonaban las campanas de las iglesias, comenzaban a pasar los carros camino del mercado. Un discreto toque en la puerta la distrajo, su nodriza y su nueva doncella entraron en el aposento y la ayudaron a realizar sus abluciones y vestirse. Una vez ajustadas sus tocas de viuda, les pidió que se ocuparan de que la misiva que había escrito llegara a su destino y que la dejaran sola, pues deseaba rezar en su oratorio privado. La nodriza se demoró un poco.
-Recuerda que hoy viene el maestro Doménico, y tu padre anunció que te acompañaría en el desayuno y durante la sesión de pintura, no tardará en llegar.
-¿Crees que estoy para frivolidades, ama? Sólo anhelo que un milagro me aparte de ese matrimonio maldito a los ojos de Dios. Desearía morir, o que muriera don Lope, antes de faltar a la bendita memoria de mi esposo desposando a su asesino.
La mujer se santiguó, escandalizada.
-No digas tamañas barbaridades, niña, son pecado. Y no hagas caso de rumores infundados. Tu padre sabe muy bien lo que hace, y tu bienestar es lo único que le preocupa. Preguntaste a los que no podían sino confundirte. Pero has hablado con don Luis, escuchaste su testimonio sincero. No mintió, nunca lo hubiera hecho delante de tu confesor.
-¿Y tú, ama?
-¿Yo qué, Mencía? ¿Acaso te he mentido alguna vez?
-Jamás. Por eso te pregunto ahora. ¿Qué sabes tú de ese infame duelo?
-No puedo hablar sin el permiso expreso de tu padre.
Mencía se acercó a la mujer y la miró desde arriba, intentando dominar su voluntad. La nodriza no se arredró. Mencía la abrazó y comenzó a llorar.
-¿Qué secreto terrible me ocultáis entre todos? Sea lo que sea, podré soportarlo mejor que esta inquietud y esta angustia.
-Niña, cuando tu padre lo autorice, recibirás a don Lope de Sarmiento y él mismo te explicará lo que ocurrió aquel día. ¿Me creerás si te digo que al desposarte con don Lope no cometerás ningún pecado contra tu difunto marido?
Mencía la rechazó, molesta, y se arrodilló ante su pequeño altar. Cerró los ojos y comenzó a pasar las cuentas de su rosario de perlas.
Desayunó con su padre, más por obediencia que por apetito, pues se le había cerrado el estómago, y apenas respondió a los intentos de conversación del anciano caballero. El pintor griego acudió puntualmente a la cita, pero apenas había instalado su caballete cuando apareció Luis de Medina y les anunció que había ocurrido una desgracia: don Lope de Sarmiento había muerto cuando viajaba desde la Corte a Toledo, a consecuencia de un terrible accidente. Los médicos no habían podido salvarle la vida. Él mismo viajaba con su amigo y fue testigo impotente de su agonía y muerte.
Mencía miró a Luis fijamente, con los ojos agrandados y brillantes como si tuviera fiebre. Doménico Teotocópuli recogió sus pinceles y se despidió, muy consternado. Luis de Medina lloraba sin recato.
-Antes de morir, don Lope me rogó que os entregara esta carta; pensaba enviárosla antes de pedir una entrevista con vos, señora. Su último pensamiento fue para vos, para manifestaros su respeto y su afecto. Tomad y leedla, doña Mencía. Lo entenderéis todo.
Mencía alargó la mano, pero apenas podía sostener el pliego. Comenzó a leer en silencio, y cayó desmayada. Los dos hombres y la nodriza la sentaron en un sillón, el padre le roció la cara con agua. Ella estalló en un llanto nervioso.
-No fue don Lope, padre. El culpable del duelo fue mi esposo, mi dulce y amado esposo no era tal y como yo le creí, era insolente y ofensivo. Fue Rodrigo, padre. Dios mío, Dios mío, ¿qué he hecho? Le he deseado la muerte a un inocente, y ahora su muerte cae sobre mí como un castigo eterno.
-Tú no has matado a don Lope, hija mía. Perdóname, yo lo supe desde el principio pero no quise empañar el recuerdo que tenías de Rodrigo, bastante estabas sufriendo ya. Ojalá hubiera tenido la valentía de contarte la verdad. Que dios me perdone a mí también- se volvió a Luis de Medina- Gracias por traernos las últimas palabras de don Lope de Sarmiento. Acudiré al funeral representando a mi Casa.
Luis de Medina hizo un saludo y se marchó secándose las lágrimas. Mencía, sin decir nada, se puso en pie y subió a su aposento, donde se cerró por dentro. Pasó todo el día y toda la noche sin comer ni beber ni hablar con nadie. A la mañana siguiente, muy temprano, manifestó su deseo de ingresar en el convento donde había vivido su duelo y vivir allí el resto de su existencia, sin profesar pero dedicada a la oración y la penitencia.


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