Por  Jon Lauko

 

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1.- Que tú bordaste en rojo ayer [1]

 

 

A la primera zancada vi a Celadas que con las manos me hacía señas de que parara mientras miraba a su izquierda. A la segunda zancada vi el fuego de la bocacha del rifle que me apuntaba a la vez que las cinco flechas rojas bordadas sobre mi camisa azul ardían en mi corazón. La tercera zancada ya no la noté. Ya no oí, ya no vi, ya no sentí, sólo mis pensamientos rulaban en mi cabeza.

En aquel pajar con el techo medio hundido por el peso de la nevada, entre el río y las vías del ferrocarril, estaba el precioso botín: llené los bolsillos de nueces y el macuto de castañas. Miré la niebla a través del hueco donde había estado la puerta y vislumbré el borde de la trinchera. Asomé un ojo viendo los sacos terreros de nuestros cazadores ―atentas las puntas de sus fusiles―. Tomé carrera y me lancé fuera: sólo tres pasos me separaban del parapeto. Un salto y vi a Celadas que con las manos me hacía señas de que parara mientras miraba a su izquierda. Otro salto y el fuego de una bocacha ardió en mi corazón. Luego el silencio, la oscuridad, el vacío. Ya no sentía nada, sólo pensaba, una y otra vez la escena: una zancada, otra…, el silencio.

Éramos de la 61, los flechas de la 61. Ninguno pasaba de los veinte años y era nuestro bautismo de fuego y, sobre todo, de frío. Habíamos intentado a primera hora atacar la Muela, a la derecha de San Blas, perdiendo casi toda la unidad en el intento, a pesar del castigo de fuego que recibían arriba. Se defendían como fieras acorraladas y, al final de la tarde, tuvimos que maniobrar refugiándonos junto al río, cerca del puente del ferrocarril que quedaba en desenfilada de las ametralladoras del enemigo y arropados atrás por las brigadas de la 81 que cubrían nuestro avance y nuestra retirada.

Estábamos ateridos, teníamos los pies como barras de hielo aunque llevábamos buenas botas de cuero y las manos agarrotadas sosteniendo los fusiles; las orejas y la nariz eran témpanos dolorosos bajo nuestros pasamontañas y tapabocas. Al amanecer, cuando se dio orden de iniciar el ataque, nos habían dado doble ración de café y coñac, intentando todo el día rendir la Muela para, al fin, llegar ya de noche exhaustos, hambrientos y helados al refugio natural que se formaba entre la orilla del río y el terraplén que formaba el balastro de la vía del tren. Pronto supimos que unos metros más allá, resguardados en la última casa del barrio del Arrabal, junto al Turia, nos esperaban bien parapetados los rojos de la 68, recibiéndonos a tiros e invitándonos entre carcajadas a cenar.

Fue Celadas, el más veterano de la unidad, el que saltó primero al pajar y, al poco, volvió con el macuto lleno de nueces y castañas y dijo: No es hombre el que no se llene los bolsillos. Y así comenzó el juego. Cargábamos los fusiles, uno se preparaba y, a una seña de Celadas, saltaba en tres zancadas cubierto por los tiros; luego, de vuelta a la trinchera sin fuego de cobertura, eran ellos los que tiraban bien protegidos por el parapeto de sus sacos. Así, cuando me tocó a mí, salté alegre a la caseta con la música de los tiros de mis compañeros; llené los bolsillos de nueces y el macuto de castañas; eché un ojo al otro lado de las vías; miré a Celadas que estaba atento a la posición roja y salté: una zancada, dos y el ardiente dolor intenso en el corazón me sumergió en esta nada que no siento, que no veo, que no oigo y que no me dejará saber en qué acabará esta guerra. No sé si lo que cuento a mis pensamientos ocurrió hace un instante y mis amigos aún siguen pasando frío entre el río y el ferrocarril cerca del barrio del tío Jorgito, esperando la orden de entrada a la capital que ha de ser, sin duda, inminente; o si han pasado años y soy un espectro atrapado en esta niebla oscura de la nada sin saber a quién espero ni cuál es mi misión ni vislumbro a mis camaradas para formar guardia allá junto a los luceros.

El día que mataron a mi hermana María la guerra dejó de ser una noticia que oíamos por la radio. Este verano mi hermana María había ido a Cuenca a pasar unos días en casa del tío Baldomero y cuando llegaron los milicianos para detenerlo y darle el paseíllo, como no lo encontraron, se llevaron a María y a la prima Elvira y las mataron. Los tres hermanos nos alistamos y, con las camisas azules recién bordadas con las flechas en rojo junto al corazón, nos llevaron a los llanos de Caudé a recibir instrucción y prepararnos para la guerra. Después, cerca de la Navidad, llegó el ataque de la unidad de Líster que cortó la carretera y el ferrocarril como primer paso para la ocupación, casi por completo, de Teruel, precipitándose los acontecimientos y haciendo que, en estos días fríos del mes de diciembre de este año de 1937, se haya concentrado toda la maquinaria militar de los dos ejércitos de las dos Españas en estos páramos de los frentes de Teruel y que nuestra instrucción haya terminado bruscamente y nos hayamos visto metidos a toda prisa en medio de la batalla.

Hoy es el último día del año. Por la mañana, cercano el medio día, se nos dio la falsa noticia de que la Muela había caído y había que subir a reforzar las posiciones; pero, a mitad de ladera, empezamos a recibir las bombas de mano y los disparos de rifle y tuvimos que retroceder sufriendo muchas bajas por la mala información. Luego, después de escaramuzas, ataques, avances y retrocesos, hemos conseguido tomarles el terreno a las avanzadillas de una brigada roja de la 68 que estaban fuertemente parapetados a las afueras de la Capital.

Pero, si no recuerdo mal, esta misma tarde, después de la fatiga de cruzar barrancos con la nieve hasta la rodilla, después de todo el día de luchas intentando rendir la Muela, hambrientos y helados hasta los huesos del viento frío que viene silbando desde los llanos de Caudé, hemos llegado a esta trinchera improvisada que forma el balastro del ferrocarril, cerca del río, y nos hemos parapetado los pocos que quedábamos de la brigada cerca de un pajar con el techo medio hundido por la nieve. Y, si no recuerdo mal, ha sido Celadas quien, con la sorna habitual, ha dicho mirando el pajar que teníamos a pocos metros: Esta fonda la conozco bien. Ahora vengo que voy a encargar la cena, ¡fuego de cobertura, camaradas! Y, de vuelta, perseguido por los disparos del enemigo de la 68, riendo, jovial, nos ha enseñado su macuto lleno de nueces y castañas diciendo: No es hombre el que no se llene los bolsillos. Y así ha comenzado ese ir y venir al pajar, proteger nosotros y cazarnos ellos hasta que, al volver yo ―sólo son tres zancadas las que hay que librar―, miro a Celadas antes de lanzarme a la niebla con los bolsillos y el macuto llenos; y, a la primera zancada, veo que me hace señas de que pare; a la segunda zancada, vuelvo la vista a los rojos de la 68 y un escozor que ha salido de un fusil certero funde en mi corazón las cinco flechas rojas bordadas por mi hermana Trinidad sobre mi camisa azul.

Ahora, sin poder saber cómo acabará esta batalla, aguardo tranquilo el momento en que vengan mis camaradas caídos como yo y formemos la guardia que tengamos que formar junto a los luceros.
 

2.- Si me quieres escribir [2]

 

 

Si no es por el encabezonamiento de que tenía que cazar a uno, ahora estaría al otro lado de la Muela con mis compañeros que han salvado el pellejo obedeciendo la orden de salir. “¡Salir, salir, que os copan!” Y yo que atrás, delante con el cerrojo del mauser y tap, tap, … encabezonado con que tenía que cazar a uno. Si no es por eso, por mi mala cabeza, ahora no estaría aquí tendido sobre la nieve del Óvalo, a un paso de la Escalinata de los Amantes, desangrándome sobre la nieve del Óvalo desierto, entre la niebla oscurecida y mortecina de esta noche de San Silvestre que me hiela los huesos; tiñendo la blancura con mi sangre que mana a borbotones, yéndoseme la vida por la herida sobre la blancura de la nieve del Óvalo.

“¡Salir, salir, que os copan!”, gritaba el tambor Castillo repitiendo la orden que ellos habían recibido. Y yo, encabezonado con que tenía que cazar a uno; que atrás, delante con el cerrojo de mi mosquetón mauser, y tap, tap,… encabezonado en demostrar mi puntería, que tenía que cazar a uno. Luego, cuando ya no había salida, aprieto a correr sin fuerzas ni modo de brincar con tanta nieve acumulada sobre la cuesta que lleva al Óvalo, sin aliento, entre las balas que buscan mi caída de los que quieren vengar la muerte de su compañero, levantando el polvo de la nieve a un lado y otro de mi carrera, en una imposible huida, sabiendo que una de esas balas me va a alcanzar y me dejará tumbado sobre la nieve helada cuando estoy a punto de llegar a la Escalinata. Un dolor ardiente en mis riñones me ha tendido sobre la nieve del Óvalo, herido de muerte, yéndoseme la vida por el costado, por una bala certera que me ha reventado el hígado por donde se me va la vida a borbotones.

Este verano pasado, después que unos falangistas llegaran al pueblo y mataran al maestro y a cuatro más que tenían apuntados en una lista. Después que los fusilaran contra la tapia del pajar de casa, después de eso, me vine desde Escriche a la guerra voluntariamente. Me dije: “Si me voy voluntario, podré atender las avenas como hacen otros”. Y así fue. En la trinchera, en lo alto del Mansueto, era un aburrimiento. Todo el día cavando, comiendo, llenando los alrededores de latas de sardinas, cagando y meando que era una peste. Mirábamos al otro lado, más allá del ferrocarril, y parecía que no hubiera una guerra. Todo estaba en calma, no se oían tiros ni bombazos, podías decirle al sargento que tenías que atender las avenas y marcharte tranquilamente hasta el día siguiente, trayendo una tinaja de costillas en conserva, un queso, un jamón y una hogaza. Luego, a comer y a cantar aquella canción que nos sabíamos todos de memoria acompañando el tambor Castillo con el redoble guerrero: “Siii me quieres escribiiir, ya sabes mi paraderooo. Siii me quieres escribiiir, ya sabes mi paradero: en el frente de Teruel, primeraaa linea de fuegooo. ¡En el frente de Terueeel, priiimera línea de fuegooo!”. Y venga el tambor Castillo con su redoble guerrero que resonaba por aquellos montes. Él fue quien me dijo de venirnos a la guerra. Me dijo: “Avelino, ¿te vienes a la guerra a defender la República?” Y yo me dije: “Si me voy de voluntario, podré atender las avenas”. Y me fui así de tranquilo, sin despedirme de nadie porque sabía que iba a estar yendo y viniendo a Escriche saliendo de la peste de la trinchera.

Pero, tras la ofensiva que conquistamos Teruel para la República, vino la hecatombe con el aluvión de bombas que nos mandaban los fascistas de las que no había modo de guarecerse. Sólo podías abandonar la posición si no querías que te reventase la metralla. Apretar a correr y buscar cualquier regato donde meterte. Y retroceder, ceder, aguantar, vaciar los cargadores en la huida en desbandada para salvar el pellejo.

Esta mañana, el último día del año, han atacado desde Caudé con todo lo que tenían, intentando primero cogernos la Muela. Y venga ir y venir de una posición a otra, de una trinchera a otra, de una cota a otra cota, cambiándonos las trincheras, reventándonos las piernas de tanto ir y venir, de tanto subir y bajar cerros con la nieve hasta la rodilla, rompiendo el hielo del río al cruzarlo, helándose las piernas; hasta que, a eso de las dos de la tarde, hemos tenido que dejar la Muela a toda prisa porque se nos venía encima una división entera de fascistas y hemos aguantado aquí, en la última casa crcana al barrio del tío Jorgito, bien parapetados, esperando que vinieran. Y, a eso de las seis, ya oscuro, hemos visto a un pelotón de falangistas pasar delante de nosotros sin tiempo para tirarles por la sorpresa, que se resguardaban al otro lado de la vía, hasta que me dicen: “¡Mira!”, y veo a uno dando brincos, saliendo de su posición, y se mete en una caseta medio hundida. Luego, sale otra vez, y brinca al otro lado de la vía. Preparamos los fusiles y yo, pensando en la cara de miedo del maestro cuando lo fusilaron, me digo: ”Cazo a uno seguro”. Y venga el ir y venir a la caseta sin saber qué maquinan, nosotros tirar y ellos respondernos, hasta que oigo al tambor Castillo que desde atrás nos grita: “¡Salir, salir, que os copan!” Y yo encabezonado que tengo que cazar un conejo con camisa azul y que no me muevo hasta que lo cace. Y el tambor Castillo gritando: “¡Salir, salir, que os copan!” Y yo, atrás, delante con el cerrojo del mauser y tap, tap,… hasta que le doy a uno y cae fulminado.

Pero ya es tarde para salir. Cojo el fusil y aprieto a correr hasta que caigo aquí, en este Óvalo nevado, oscuro y frío en donde se me va la vida a borbotones.

Tengo sueño, el frío amorata mis piernas, mis entrañas y pienso que este verano se echarán a perder las avenas sin que nadie las coseche.

 

 

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[1]    Inspirado en el poema”Las Castañas del Seminario” de Giner de los Ríos

[2]   Inspirado en una canción popular

 

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