Angélica Morales
Escritora
“Y aunque no había niños jugando, ni palomas, ni tejados azules, sentí que el pueblo vivía”
Pedro Páramo
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Juan Rulfo
(Todos los personajes que aparecen en esta historia son fruto de mi imaginación)
PARAÍSO ALTO TERUEL (LA PLAZA DEL PUEBLO HABLA ANTE LA CÁMARA)
Ahora despierto y estoy sola. Tengo un pájaro intentando hacer nido dentro del corazón de las piedras. Me sonrío. Rompo los pedazos de lluvia que me quedan de la tormenta de anoche y me sonrío. Caray, que no falte eso, las ganas de comerse el mundo de afuera. Porque más allá del horizonte me supongo yo que habrá vida y aire saltando de una boca a otra y ruido de platos en la cocina o el caminar lento de la abuela, qué se yo, tantas cosas que ya no están aquí, encima de mi pecho. Con lo que yo he sido, con lo que me han bailao, la de manos que he visto volar hacia las blusas, el sudor del verano cerca del labio húmedo de una moza que ahora estará tan muerta como yo, rota en todos los balcones de su sombra. Y no sabría decirle cuánto tiempo hace de esta soledad, porque se me han dormido los ojos dentro del aburrimiento y ya no hay hombres con los que conversar, solo animales huérfanos o arañas. Pero los bichos van a la suya, ¿sabe usted? Tienen su propio ritmo dentro, otra suerte de mundo donde no caben las piedras ni los relojes, mucho menos un baúl repleto de recuerdos. Si me da un cigarrillo, le cuento lo que le pasó aquí mismo a la Genara.
Y qué pechos, ni se lo figura, más altos que la torre de un campanario, como si solo Dios pudiese tocarlos. Porque la Genara era una mujer recia, con un carácter de aúpa, que a pesar de la minifalda y los tacones, no se dejaba torear por cualquiera. La fueron a hacer política, a la Genara. Pero eso sucedió más tarde de ayer. La Genara que yo conocí era otra, era algo con mucha fuerza, que no se podía agarrar, ni siquiera en el baile se dejaba llevar por los mozos, fíjese. Menudo temperamento. Y fumaba como un general, echando la cabeza hacia un lado, como las malas de las películas, abriendo los labios apenas, que parecía que quería hablar y no decía ni mu, la jodia, solo miraba, con los ojos muy prietos, examinándolo todo y después, sin despedirse siquiera de las amigas, daba media vuelta y desaparecía calle abajo, tiesa como un palo, con el humo arriba de su cabeza.
La vinieron a plantar aquí mismo, donde usted se encuentra ahora. Tenía un novio de Madriz que se dedicaba a los negocios. Nadie en el pueblo quiso preguntar pero todos estaban con la canción. En los pueblos los secretos son cuchillos que se clavan de noche sobre la almohada y no le dejan a uno dormir hasta que no se entera de lo que se cuece fuera, al otro lado de la pared, entre los muros de la Antonia o el Vladimiro. La cuestión es conocer el polvo del pecado, estar todos a una en lo bueno y en lo malo, lo mismo para hundir las manos dentro de la sangre, que para peinar el ramo de una novia. Las cosas funcionan mejor así, cuando el sueño lo abraza a uno y no hay cuchillos bajo la almohada. ¿No le parece a usted?
(DOS MUJERES PASAN CERCA DEL MOLINO Y SE QUEDAN MIRANDO LA CÁMARA FOTOGRÁFICA DEL EXTRANJERO)
—¿Si me subo la falda me hace una fotografía?
—Calle, madre, no ponga al pobre hombre en una aprieto.
—Pero qué aprieto ni aprieto. Una fotografía es algo muy natural. Me hice una el día de mi boda, pero era un aparato más grande y salía una explosión y casi me caí al suelo del susto y hasta creo que me meé en las bragas. El mismo día de mi boda irme a orinar, qué barbaridad, con lo limpia que me había dejado mi madre, como recién traída al mundo por los ángeles. Pero todo se ensucia en Paraíso Alto, hasta en el mismísimo infierno, créame. A veces me da por pensar que es la misma cosa; el pecado, quiero decir o el hecho de venir al mundo muy blanco e ir ensuciándote muy despacio. Cuando eres una cría todo está bien. La tierra es solo tierra por la que andar, tierra sobre la que dar tus primeros saltos, tierra que arrojas a otra cría para jugar, tierra que se mete entre tus dedos y que lleva dentro una guerra de hormigas, tierra ingenua donde crecen los chopos y por donde pasa el río y las mujeres lavan, la tierra que nos da de comer y alimenta a las bestias. Al principio es eso, algo que está ahí desde siempre y no se te acaba en los ojos, un paraíso blando que de noche escapa porque ya no lo ves y la tierra se hace negra como los muertos o los hombres que salen desde los chopos y llevan niños malos atados a la espalda.
—Calle, madre, no hable de cuentos ahora.
—Pero después la tierra se revuelve y empieza a hacerse muy gorda y sirve para otras cosas que no se pueden nombrar porque te tumba y te hace mujer unas veces a la fuerza, otras por descuido. Entonces la tierra ya no es blanda ni trae hormigas, sino que esconde un puñal con muchos dientes bajo la espalda que la pisa y trae hijos que nadie busca, que aparecen de pronto, como si los escupiera la tormenta o el infierno y se ponen a crecer dentro de tu vientre sin que tú puedas hacer nada por evitarlo. Tu vientre, que después la lluvia vendrá a lamer y lo dejará detenido en la tristeza para siempre. Es la bendición del agua.
—Tiene usted razón, madre, aunque acuérdese de que también la lluvia se hace difícil entre las manos. A mi, por ejemplo, la lluvia me encoje el corazón. Por eso no salgo nunca cuando llueve, por eso el agua me da respeto. Porque un día me quedé allí dentro, en el vientre mismo del río, atrapada entre la sangre de las flores y el miedo. ¿Qué por qué he salido hoy ? Pues no sé. Porque lo hemos visto a usted hacerle fotografías al pueblo, porque es tiempo de fiesta y se acerca el baile. Y cuando hay baile, todos salen de la tierra y se dejan vivir, así caiga la de Dios o Dios mismo nos mande estarnos quietos. En este pueblo los que nos fuimos siempre estamos aquí.
—Algunos incluso vuelven estando muertos en otra tierra.
—Calle, madre, que esas cosas no se han de decir.
—Ya que estamos; Agustín Hernández, fallecido en 1967 en Zaragoza. Lo quisieron meter bajo la tierra de Torrero pero él dijo que no. Así que abandonó allí su traje de los domingos y regresó al pueblo como vino al mundo, desnudo y sordo. ¿Quiere usted hacerle una fotografía? Por ahí anda. O mejor aún, Ofelia, hija, enséñale a este señor la lluvia mansa de tus gusanos.
(LAS DOS MUJERES SE ECHAN A REÍR. DE LA NADA HA APARECIDO LA SOMBRA DE UN VIEJO MOLINO QUE DICE…)
—¡…Fuera de aquí las dos, arre de aquí, cago en tó lo que se menea! No les haga caso, señor, que son muy liantas. Acompáñeme, si me hace usted el favor.
(EL EXTRANJERO Y LA SOMBRA DEL VIEJO MOLINO HABLAN)
—De hombre a piedra, dígame usted a qué ha venido, qué tripa se le ha roto a los de ahí afuera. Hasta aquí se acercan muchos como usted, de la capital o del mundo o del otro lado del río. Y vienen a ver qué se cuece entre las ruinas, qué se le puede sacar aún al pellejo de las piedras. A veces uno se harta de salir tanto en las postales, rediós.
Ya deben de estar amarillas, las postales, digo. Porque los años pasan ahí afuera pero en Paraíso Alto no, aquí el tiempo se ha detenido en la belleza. Qué se me importa a mí que se me recuerde o no. El olvido aquí solo es una palabra. Yo antes era un Molino de categoría, venía gente para moler la cosecha. Yo daba pan, harina, le daba sudor al molinero y una mujer muy brava que tenía bigote y no sabía reír. Vaya usted a saber por qué. Después vinieron otros, claro está, distintos como el tiempo, que traían niños, canciones y tabaco de liar. Luego todo se fue torciendo y empecé a no ser útil porque había industria o pocas ganas de trabajar o alguien dijo: “Los Molinos ya no sirven. Hay que ir a otra cosa”. Puede que fuese una epidemia, una gripe fatal la que esquilmase a los habitantes del pueblo o el castigo de las máquinas, que sé yo. El caso es que el final nunca se anuncia en los telediarios, el final viene y san se acabó, a un día con gente le sigue otro medio vacío y así hasta que llega el invierno y la nieve nos cubre y al mirar alrededor te das cuenta de que solo tiembla el campo y que los pájaros no están. Cosas de la naturaleza. Porque a Dios no lo quiero meter en esto. Que entre usted y yo, a mí no me levantó Dios de la tierra, a me me hicieron las manos y el hambre.
(SUENA UN DISPARO. A LO LEJOS HAY OVEJAS PASTANDO Y UN JOVEN PASTOR ESCUCHANDO MÚSICA CON UNOS CASCOS. VUELVE A SONAR UN DISPARO Y COMO POR ARTE DE MAGIA, APARECE UN CURA CON SOTANA APUNTANDO CON UNA ESCOPETA)
—Cachis en la mar, si se moviesen un poco hacia la derecha en vez de estarse tan quietas… Pero qué le vamos a hacer. Es la naturaleza de los mansos, no mover ni una pestaña así estén ardiendo en el fuego del diablo. Venga bonitas, fuera de ahí que me espantáis la intención.
(AL PERCATARSE DE LA PRESENCIA DEL EXTRANJERO, EL CURA LEVANTA EL ROSTRO HACIA LA CÁMARA)
—¿Y a usted quién le ha dado vela en este entierro? ¿Es que no puede uno divertirse sin que le vengan a molestar? Hoy es domingo y estoy en mi tiempo libre. Hoy salgo a disparar a todo lo que se mueva. Hago pum y algo cae, una perdiz, un conejo, una vieja película de vaqueros. No me mire usted así, que no le voy a hacer nada. Además hoy he salido de la tierra sin munición, solo por salir y ver si todo sigue igual a como lo dejé. A mí me gusta cazar y por eso llevo esta escopeta, que era de mi padre y antes fue de mi abuelo. De las manos he tenido que arrancársela a mi pobre padre porque lo metieron en la caja así, aferrado a la escopeta, tal y como se quedó muerto aquí mismo, dónde usted pisa ahora. No me mire así, por Dios bendito, que soy un hombre de fe y en este pueblo se me tiene mucho respeto. ¿Ve usted a ese pastor? Pues no es un pastor, es un turista disfrazado de pastor que viene al pueblo a atormentarnos, a recordarnos que nosotros no tenemos pastores, ni ovejas ni un mal bicho al que poder hacen pum y después meter en la cazuela de la Juliana. ¡Ay la cazuela de la Juliana! Si viera usted la de domingos que me he chupado estos dedos. Su hijo Miguel si que era pastor, pastor del bueno, con su silencio y su tirachinas, con las ganas de no querer saber del mundo y sin embargo no hartarse de mirarlo, y requetemirarlo, como solo un pastor puede hacerlo, desde afuera del vicio, con esa pureza de no tener la sesera en ninguna parte más que en el vientre del campo y en el azul del cielo. El Miguel chasqueaba la lengua y lanzaba un silbido al perro, después buscaba cobijo del sol y se ponía a soñar mientras el viento soplaba y desordenaba los árboles. Ni que decir tiene que pensaba en una buena mujer y en una casa limpia, en hijos que orinaran después por donde él orinaba, en no intervenir en los planes de Dios ni cargar jamás la ira de una escopeta. Todos los pastores que yo he conocido en este pueblo han sido felices. Todas las madres que he conocido en este pueblo me han dejado meter mis balas en su cazuela y después nos hemos puesto a chupar la fe, despacio, mientras la lluvia caía o una vaca se ponía a parir o el rayo castigaba a la primera mujer que se puso una minifalda. Creo recordar que se llamaba Genara. Y ahora, en el nombre de Dios, hágase a un lado. Voy a disparar hacia la música de ese turista fantasma, voy a hacer pum y se acabó la fiesta.
¿Lleva usted hora? No, no diga nada. Ya parece que oigo las campanas : Bonifacia y Rufina, pequeñas pero matonas. ¡Pum! No se me asuste, por Dios. Ya le he dicho que la escopeta está descargada, que adentro de su boca no hay más que el aliento en calma de los ángeles.
Cachis en la mar, si se moviesen un poco más hacia la derecha en vez de estarse tan quietas…
(EL EXTRANJERO DISPARA SU CÁMARA HACIA EL FALSO PASTOR. DESPUÉS LLEGA A LA ERMITA, LA CONTEMPLA DURANTE LARGO RATO, SACA UN CUADERNO DE SU MOCHILA Y SE PONE A ESCRIBIR)
Mi primera impresión es de asombro. Luego pienso que la belleza ha sufrido aquí su maldición más apasionada. No creo en fantasmas ni en cuentos, pero me han pasado cosas difíciles de asimilar en Paraíso Alto. Es como si en vez de un pueblo abandonado, estuviese atravesando su herida, profunda y carnal.
Es otoño. Es domingo. Es una sensación de soledad amigable. Sé que te gustaría estar aquí, Teresa. Por eso hago fotografías. Por eso cargo a la espalda con tu ceniza. La verdad es que no he encontrado aún el lugar adecuado. Es todo tan hermosamente triste. Me recuerda a las melodías que tocabas al piano. Cierro los ojos y te veo deslizar los dedos sobre las notas de Satie. Satie es como paraíso Alto, una melancolía lenta, inacabable, donde siempre está lloviendo aunque sea mentira.
—Eh, señor, ¿tiene una moneda suelta para el cepillo?
Creo que la voz proviene del interior de la ermita. Todavía no he entrado, pero un niño vestido de traje está ahora a mi lado. Tira insistentemente de mi pantalón y vuelve a preguntar.
—Eh, señor, ¿tiene una moneda suelta para el cepillo?
Recuerdo ahora tu pelo largo, la forma en que tenías de amarrarlo arriba de la cabeza, como si fuese un templo chiquito. Este pueblo es eso, un nudo en el paisaje, algo que se eleva por encima de la razón. Salvaje y al mismo tiempo amaestrado, como un perro a los pies del amo. Son estas piedras, Teresa. La vida chocando una y otra vez contra la muerte.
El niño que hay a mi lado ha desaparecido, en su lugar, un gato se restriega contra mi pantorrilla. ¿A quién pertenecen los gatos?
No sé si ha sido una buena idea traerte hasta aquí, incluso he hecho una tortilla de patatas para rendirte un último homenaje. Nunca aprendiste a hacer tortilla de patatas, pero te gustaba que yo la preparara para comerla juntos. Es posible que no sea capaz de comer ahora. Tal vez más tarde, cuando esté lejos y las piedras no me busquen.
Qué grande es el dolor, Teresa, y cómo pesa este silencio.
Exelente