Marcial era un bardo, un aedo que todavía tañía su cítara cantando a los héroes antiguos, como Teseo o Eneas, en una época de decadencia, donde la vieja religión de Rómulo parecía estar abocada a la extinción por el avance del culto cristiano y el estrepitoso fracaso del helenismo ―religión sincrética creada por Juliano para combatirlo―. Primero fueron los pueblos orientales del Imperio; después gran parte de la plebe urbana de occidente y, con ellos, no pocos estratos de las mismas élites de Roma; hasta las tribus salvajes de peliflavos bárbaros, que no ha mucho tiempo arrasaron a sangre y fuego los próvidos campos de la Galia y Tracia, no dudaron en abrazar la cruz de un rabí de Galilea para afianzar su poder en el Orbe imperial. Tres siglos atrás había surgido un nuevo mensaje moral de intransigente monoteísmo que propugnaba la creencia en un único dios, Iahvé, y la palabra de su hijo en la tierra: Jesucristo. El poder de Roma, cada vez más debilitado, poco hacía por mantener y proteger los altares de los dioses olímpicos mientras las ofrendas votivas mermaban de año en año; se contaban por centenares los templos consagrados a Júpiter, Juno e incluso a la indescriptible Venus, que habían sido asaltados y profanados en alguna ocasión. El emperador Graciano, que gobernaba el Occidente, había renunciado recientemente a su título de Pontifex Maximus, desvinculándose así de la religión de los pasados Augustos, y hecho retirar, después, el altar en honor a la Victoria que lucía en el senado desde tiempos de Octavio. Para Marcial, que había visto y escuchado a los apologetas defender la virtud de la superstición cristiana y menospreciar los ritos de sus ancestros, aquella nueva época resultaba el fin del mundo. Criticado y acosado en el ágora de Caesaraugusta al continuar ensalzando a los dioses olímpicos y propalando versos de Homero y Virgilio, optó, finalmente, por retirarse a las tranquilas riberas del Íber y continuar así con sus cánticos, oraciones y viejas epopeyas sin ser perturbado.
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En las riberas, mientras Febo vertía su placentera luz antes de que su hermana se presentara como pátera bruñida sobre la mesa constelada del firmamento, gustaba cantar laxamente. Tenía por costumbre vagar entre las caricias de los cañizos, recogido por esa balsámica suavidad de la soledad que no es propensa a traicionar a los que saben abandonarse a ella. Cantaba el bardo sintiendo vibrar su sangre por la emoción de los sagrados himnos, bajo la esperanza de ser escuchado por alguna de las divinidades salvajes, tal vez por las ninfas del río, o quizás por el viejo fauno Pan, por el cual sentía una ferviente predilección hasta el punto de que la fíbula que sujetaba su clámide mostraba, labrada en plata, la cabeza del dios campestre. Dicha fíbula, regalo de un patricio llegado de Roma años atrás, tras amenizar una orgiástica celebración con himnos a Baco y a su cortejo, causó admiración y envidia entre muchos ciudadanos y sembró los recelos de algunos cristianos que la veían como una insolente ostentación de paganismo.
En Caesaraugusta, aquellos que sabían de su afición no hacían más que proferirle que sus dioses habían muerto, que mejor haría consagrando su hermosa voz a Cristo, pues hasta el nuevo pretor de la provincia profesaba ya la nueva fe monoteísta. Aquellas sugerencias, consejos, con el tiempo se tornaron en advertencias y poco después en sañudas amenazas. Pero a Marcial poco le importaban los consejos, apologías o amenazas de los cristianos; para él, los seguidores de la doctrina cristiana no eran más que pobres incapaces de discernir el significado de la revelación primordial de los olímpicos, infelices incapaces de interpretar ya los cultos antiguos en los templos, o de comprender que la personificación de sus deidades no era sino la forma por la cual estos elevaban a los humanos a lo Divino y así poder hablarles.
Pero, bajo la protección de los crepúsculos vespertinos, el aedo proseguía recitando con la sola compañía de su cítara. Recitaba ora versos de Hesíodo y Ovidio, ora himnos a su predilecto Pan: «Acércate saltarín ligero, luz de los astros en primavera entronizado; Pan dionisíaco, cornúpeta, cuyos pies de carnero son. Proceden de tu poder las inspiraciones selváticas; de interminables melodías e interminables danzas». Y así, entre cantares semejantes, recorría el paraje despreocupado, sin prestar más atención que a la rebosante naturaleza que lo rodeaba.
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Aquel atardecer se ciñó una corona de flores que había ido recogiendo por el camino, y la luz, proyectada por el último resquicio del sol, provocaba que su fíbula destellara en igníferos colores. En un momento, cuando más absorto y entregado se hallaba a la música, mientras el viento parecía animado y extendía, casi mágicamente, sus notas por todo el curso del río, descubrió entre los juncos una hermosa siringa. Se acercó con curiosidad y observó que se encontraba dañada: el encintado que aseguraba las cañas unidas por cera se hallaba suelto, y uno de los tubos presentaba pequeñas fracturas. Cuando recogió el instrumento observó también que tales cintas eran de un púrpura inusitado con estampaciones de oro: lucían las cabezas de faunos. «¿Podría ser la siringa de Pan?», musitó el poeta; entonces recordó la vieja leyenda que lo hacía muerto tres siglos atrás, en tiempos del emperador Tiberio. Recordó la sorprendente historia de boca de un viejo rapsoda de Iliria. Este contó cómo una extraña y fantástica voz proveniente de la isla de Paxos anunció a unos marineros que circunnavegaban por ella la mala nueva sobre el dios de la Arcadia: «¡El Gran Pan ha muerto! ―tronaba la voz que provenía de todos lados y de ninguno―. ¡Dad a conocer la noticia!». Y así, cuando la nave arribó en el siguiente puerto y su capitán, llamado Tamus, reveló el suceso a los habitantes de la ciudad, las montañas y bosques tronaron inopinadamente dando la apariencia de un telúrico estertor. «Tal vez sea la siringa abandonada que yace muda desde entonces… ―volvió a cavilar―, pero ¿y si aquello fuera mentira? Nunca he llegado a creerme del todo tal historia. ¿Pan muerto? En el bosque muchas veces percibo murmullos y rumores, voces incomprensibles que atribuiría sin dudarlo al hijo de Hermes. Pan no puede estar muerto…, ¡eso tan solo son habladurías de los cristianos!».
Aseguró el encintado y con barro y hojas secas tapó las fracturas de la caña dañada, después, cuando creyó que estaba lista principió a soplar con curiosidad, obteniendo tan solo unas débiles notas. Aunque inicialmente se sintió defraudado por el sonido provocado, como si al intentar hacerla sonar un encanto lo hubiera hechizado, decidió abandonar su cítara y proseguir con la siringa interpretando sus melodías. Paseó sobre la ondulante agua de la orilla del río que daba frescor a sus tobillos, desentendido de todo lo demás, igual que un febril artista cuyo oído solo atendiera a la naturaleza, buscando su música hermanarse a las notas antiguas de la vegetación. Marcial albergaba la ferviente esperanza de arrancar al instrumento las notas correctas, hallar esa melodía armoniosa con el entorno, la cual, siendo escuchada por las divinidades se acabarían presentando ante él. Estaba realmente convencido de que aquella era la siringa del dios Pan.
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El aedo ya no volvería a ser visto en Caesaraugusta. Tras su desaparición y una breve búsqueda por los alrededores de la ribera, encontraron la vieja cítara, rota, junto a su clámide maltratada y sucia, y sin el característico alfiler que todos conocían en la ciudad. La versión oficial arguyó que se había vuelto loco e internado en los bosques para continuar con sus extraños rituales ante el temor de que el nuevo pretor lo detuviera; otros difundieron por el ágora que un grupo de celosos cristianos, tras seguirlo, lo habían cercado allí mismo y asesinado, para después arrojar su cuerpo al río; pero el rumor más extraño fue aquel que corrió de boca en boca entre los pocos y acosados ciudadanos que osaban mantener, aún viva, la llama de los viejos altares. Según contaron estos, en sus últimos sacrificios las entrañas de los animales revelaron cómo el bardo había encontrado la siringa de Pan y, tras interpretar con ella himnos toda la noche, y atraída por el sonido mágico, la propia divinidad encarnada quiso recompensarlo por su trabajo con una clámide semejante a la de los dioses: una clámide mágica que permitiría a todo aquel que la vistiera traspasar los umbrales del sagrado Elíseo, lugar donde ya se habían refugiado los demás Olímpicos y genios menores, para no mostrase nunca más ante el terrenal mundo agonizante.