Carolina Millán

Salí huyendo, sin mirar atrás, tenía en mente hacer el viaje más largo de mi vida, encontrar el paisaje perfecto, el hogar deseado. Respiré profundamente, siempre me gustó la velocidad, tanto que el aroma a libertad me embriagó cuando pisé el acelerador con fuerza para deslizarme por la escarpada y sinuosa carretera que se abría ante mis ojos. Me volvía a sentir vivo después de mucho tiempo.

Saboreé en mi recorrido cada uno de los pliegues de esa senda que a veces parecía hecha solo para mí, inédita, sin explorar, cubierta de agrestes pastos verdes. La ansiedad me consumía por dentro cuando ya rebasados los 200 kilómetros hora descendí las cumbres de unos picos coronados de blanca caliza.

Y fue allí, en los cortes abruptos de ese acantilado, donde vislumbré el secreto mejor guardado de esa tierra que quise colonizar, la fuente que saciara mi sed, colmada de inagotables placeres a los que sucumbir. Recuerdo un sol cegador, el astro rey se ponía sobre los caudales que recorrían los surcos de sus sendas. Perdí el control, la velocidad era demasiado alta. Espasmos, tensión, gritos… desfallecí sobre la tierra soñada.

“Pi, pi, piiiiiiiiiiii”

-Lo sentimos. Causa de la muerte: Múltiples vueltas de campana bajo unas sábanas.


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