Isabel Esteban Martín

Abogada y poeta

 

 

 

 

 

 

La Tierra

 

Le gustaba leer el periódico, aunque cada vez le costaba más entender el mundo y sus vaivenes, pero hoy en el Heraldo hablaban de su pueblo. 50 años ya. Sin embargo, lo recordaba como si acabara de ocurrir. La memoria es extraña. Apenas si  podía mantener ya en la cabeza algunos sucesos y nombres actuales, sin embargo, era capaz de evocar hasta los más nimios detalles de cuando correteaba por las empedradas calles que la vieron crecer, con aquel vestido rosa lleno de encajes que le hizo su madre para el último Domingo de Ramos, el lugar donde su marido le dijo que sería la madre de sus hijos o el huerto donde tantas veces viera a su abuelo arrancando las malas hierbas. 50 años ya…

Sus nietos entraron con gran bullicio y se abalanzaron sobre ella para besarla y abrazarla. Les sonrió con cierta tristeza. Ellos no pudieron conocer la tierra de la que procedían.

—¿Abu, en qué piensas? Pareces triste. ¿Te pasa algo? —le dijo su nieto.

—No, hijo. Una noticia del periódico que me ha hecho recordar cuando tenía tu edad —contestó la anciana.

—Pues no debes ponerte triste. Eras la más guapa entonces y sigues siéndolo ahora. Por cierto, hemos pensado llevarte de excursión mañana. Hace mucho que no salimos juntos y en verano Huesca se llena de turistas. Podríamos subir al Pirineo a darnos un paseo y que nos cuentes de esos novios que tenías por todo el valle —le dijo su nieta sonriendo con picardía.

—Me parece bien. Pero no es cierto eso de los novios. Entonces no era como ahora —replicó la anciana sonriendo al recordar algunos de aquellos pretendientes.

— Decidido, pues. Mañana pasaremos a buscarte a las 8:00 de la mañana. Ponte calzado cómodo y coge una chaqueta por si se nos hace un poco tarde y refresca —le comentó su nieta mientras le daba un beso—. Abu, nos tenemos que ir. Hoy no te quedes leyendo hasta tarde que tienes que estar descansada. ¿De acuerdo? —terminó de decirle mientras le guiñaba un ojo y abría la puerta para marcharse.

Aquella noche tardó en dormirse. Volvía a ser la niña hambrienta de aventuras que escondía tesoros bajo las piedras y se subía al campanario a escondidas para ver todo el valle. Apenas quedaba ya nadie de aquella época y, de los pocos que no se habían ido, casi ninguno era capaz ya de mantener una conversación con cierta lucidez. El tiempo se le había echado encima sin darse cuenta y los ojos se le embargaron de lluvia pensando en su marido, sus hermanos, sus padres y su niña que no debió marcharse antes que ella. La soledad le pesaba cada día más.

Sin dormir apenas, aquella mañana se sintió más liviana, una luz diferente en su mirada daba paso a un rostro más tranquilo y risueño que de costumbre. Salir con sus nietos por el Pirineo siempre era un regalo entre tanta aceptación de los tristes sucesos de la vida.

Sin embargo, una sombra empañó sus ojos al comprobar que sería su nieto el que se sentaba en el asiento del conductor mientras su hermana ponía la L en el cristal trasero del coche, pero no dijo nada.

Durante el trayecto su nieta no paraba de preguntarle acerca de todo lo que iban viendo, los pueblos por los que pasaban, el paisaje que se iba transformando, los lugares que habían ido cambiando desde la última vez que ella los viera. Quería saberlo todo. Dónde había estado, si allí había conocido a alguien importante en su vida, si podía contarle alguna anécdota sobre ese sitio… y a ella se le iban amontonando tantos recuerdos de toda una vida que se le estaban saliendo del corazón a través de los ojos.

—Hace muchos años y ya no me acuerdo —le dijo emocionada, tratando de evitar las nubes que se estaban cerniendo en su cabeza—. Para no abrazar la locura había tenido que exiliar a sus muertos y maquillar sus heridas, y ya de nada iba a servir invitar a su mesa a los unos y a las otras.

Mientras pensaba en eso se dio cuenta de donde estaba. Abrió los ojos con el mismo asombro con el que un día dejara aquel mismo lugar hace 50 años. El coche se detuvo y sus nietos la miraron con temor.

—Abu, hemos pensado que 50 años es tiempo suficiente para volver y que, quizá, querrías ver cómo estaban las cosas por aquí —dijo su nieta mientras le cogía la mano y se la acariciaba con mucha ternura.

Ella no dijo nada. Únicamente se soltó de la mano y salió del coche como hipnotizada. No podía dejar de mirar aquella vasta extensión de agua que nunca debió estar allí, la torre del campanario de la iglesia donde se bautizó y se casó, las ruinas del que fuera su hogar. La sequía le permitía admirar gran parte de su universo conocido, algunas de las calles más altas de su pueblo, como el Cabezuelo, donde ella vivió, primero con sus padres, y, más tarde, con su esposo y su hija. Sus nietos la cogieron de ambos brazos sosteniéndola en una realidad que apenas si ya existía para ella mientras avanzaban por la tierra expuesta debido a la escasez de lluvia. El silencio les acompañaba, aunque ella podía escuchar el tañido alegre de las campanas convocando a misa los días de fiesta y su triste lamento informando de una despedida.

Cuando llegaron a lo que un día era la iglesia de su pueblo se pararon. Ella se soltó de los brazos de sus nietos y les dijo que la dejaran un momento a solas. Caminó hasta lo que un día fuera una puerta con un arco de medio punto. A un lado había unas piedras y comenzó a limpiar afanosamente con las manos una de las que estaban en el lateral derecho buscando una marca. Cuando encontró la forma de un corazón supo que había llegado. Era mediodía. Se sentó en el banco de piedras como había hecho tantas veces en su juventud. Miró el valle inundado de agua y, sentado a su lado, estaba él, que había venido a buscarla al mismo lugar donde hace más de 50 años la abandonara con su bebé. Seguía igual de guapo como lo recordaba y le pidió perdón por haberse ido tan pronto, pero le dio las gracias por haber cuidado tan bien de su niña y de sus nietos. Se levantó y le dio la mano. Ella le miró con el mismo amor que siempre le tuvo.

Nunca más se supo de ella.

 

Isabel Esteban


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