Quintín García Muñoz

La tregua

En un restaurante londinense

La muerte astral de William Black había sido impactante en los círculos de contacto de los Señores de la Oscuridad, pero solo una anécdota  curiosa y que se había sucedido como algo accidental, a la par que un roce curioso con la Jerar­quía Blanca. Probablemente tardaría en repetirse varios cientos de años.

El mundo felizmente caminaba por el sendero programado. La informática había aumentado el número de adictos a la pornografía y al juego, así que las fi­las de los sedientos habían crecido.

Y aunque al principio Red Stone sintió cierto desasosiego pensando que qui­zás el próximo en ser devorado por el fuego de los altos lugares podía ser él, pronto desechó la idea y comenzó a disfrutar de su nueva posición de poder.

Sentía una gran aversión y odio por el maldito Khul, y todavía más por la traidora Lilith, pero gracias a ellos había ascendido en el escalafón de magos ne­gros.

Y era lo que soterradamente estaba celebrando con su camarada Deep Brown, a quien él mismo también había elevado de rango. Junto a ellos, dos mu­jeres elegantemente ataviadas, mostrando sobre sus pechos agraciados y genero­sos sendas cadenas de oro y esmeraldas. Rubias y de ojos azules, tal vez rusas o de algún país de más allá del antiguo Telón de Acero.  Sus acciones eran muy comedidas, pero ni por un segundo dejaban de atender el más mínimo gesto de reclamo por parte de los hombres.

No eran ni excesivamente frías ni superlativamente solícitas. A veces, ellos miraban en ocasiones sus canalillos y ellas les contestaban con una mirada pro­metedora de placeres insospechados envueltos con ciertos rasgos de amor mater­nal.

Era una de las ventajas de los hombres maduros e inmensamente ricos. El falso amor tenía la apariencia de verdad, incluso las mismas otorgantes pensarían que sí lo era.

Las diferencias entre un mago intensamente egoísta y otro de corazón sincero eran tan imperceptibles a la vista de un observador circunstancial que no las des­cubriría.

Cuanto más alto ascendían en la interminable escalera de los Señores de la Oscuridad, menos necesidad tenían de mostrar su verdadera intención. Un simple gesto suyo, apenas sin esfuerzo, podía desencadenar estragos conforme las órde­nes descendían de nivel, hasta llegar a los oscuros lugares donde los más bajos instintos, tan bajos que eran casi imposibles de ser comprendidos por las perso­nas de buen corazón, desencadenaban terribles consecuencias expresadas en el color cárdeno y marrón oscuro que asolaban los mugrientos y bajos fondos de las grandes ciudades.

–Es un gran honor su presencia –saludó solícito el maître.

–Hola, Liam –saludó sonriente Red Stone.

–¿Tiene algo pensado el señor?

–A las chicas les gustaría algo de cocina moderna, bien regado de Cristal Rosé. A Deep y a mí nos apetece algo tradicional y, de momento, un botella de  Eagle.

–Entiendo, señor.

–Ha sido fuerte lo de William –comentó Deep.

–Es algo que apenas ocurre. Casi parece mala suerte.

–¿Y la zorra de Lilith?

–La dé por muerta –contestó Red Stone, mientras las mujeres aparentaban hablar de sus cosas.

–Pero sobrevivió.

–Sí, pero no escapará a lo que le hizo William.

–Ya, entiendo.

–¿Trastoca el tema nuestros planes?

–En absoluto. Nuestros seis supremos rectores lo consideran como un pe­queño y aislado incidente.  Quizás piensan que el de Sirio no debería haber inter­venido tan directamente. Nuestros superiores piensan que estuvo a punto de in­fringirse su regla de no intervención.

–Entonces… ¿no se va a repetir?

–Si no intervinieron directamente en el desarrollo de la segunda guerra mun­dial, no creo que lo hagan por un pequeño y humilde peón, y menos por una puta traidora como Lilith.

–¿Cuánto le queda?

–No creo que llegue a dos años.

–Tal vez el maldito Khul pueda hacer algo al respecto…

–Mucho tendrá que trabajar para salvarla. Se la tenemos jurada… y el de Si­rio no va a estar a todas horas defendiéndole.

 

La comida transcurría entre sonrisas, halagos y gracias, unas veces de buen gusto y en ocasiones un tanto escabrosas. Las mujeres reían y esporádicamente dejaban una mano sobre la pierna de los hombres. Parecían hacerlo como sin querer, apenas un simple roce, el suficiente tiempo para que a ellos les hirviese un poco más la sangre.

Aquel era un día para disfrutar. Apartados y olvidados  quedaban los duros trabajos en los que ambos se sumían a fin de conseguir unos excelentes y elásti­cos cuerpos con los que efectuar sus secretas operaciones de alta y oscura magia.

Como operadores con el fuego de la materia, siempre debían mantener una extrema precaución, so pena de verse consumidos por la electricidad de los ele­mentales.

¡Era tan extraordinaria la sensación de poder manejar a su antojo a aquellos seres de la materia, ciegos pero atentos a sus sonidos de embrujo!

Todo iba maravillosamente, hasta que bruscamente Red Stone comenzó a perder el control de sí mismo, justamente desde el momento en que se presentó delante de ellos una extraña mesilla con ruedas que les habló con voz metálica.

–Aquí tienen el postre los señores.

Red Stone se volvió hacia el extraño robot. Estuvo mirándole unos segundos. Y algo extraordinario pasó por su mente. Algo que tenía que ver con el futuro. Algo aterrador para un señor de la oscuridad.

–Fuck you –gritó mientras se levantaba y le pegaba tal puntapié a la parlanchina mesilla  que recorrió todo el pasillo hasta el office y se estampó con­tra un aparador.

Aquel pequeño incidente con el camarero mecánico, abrió de par en par su tercer ojo.

La inteligencia artificial, las insensibles máquinas estaban inmunizadas ante cualquier sentimiento y sensación.

Contempló cómo se alzarían con el poder total en la Tierra, cómo ni siquiera se salvarían los humanos, los animales… ni siquiera las plantas.

Los robots solo necesitaban elementos minerales para su supervivencia, y poco a poco irían depredando cada uno de los nichos de vida actual.

Tanto ellos, los Señores de la Oscuridad, como sus enemigos acérrimos, la Jerarquía Blanca serían expulsados del planeta. Solo quedarían  simples máquinas lógicas y razonadoras.

Los sentimientos, los vicios y las virtudes no podrían ser estimulados por unos o por otros.

Y una posibilidad, que le repugnaba sobremanera, como era la colaboración entre magos negros y magos blancos, era la única forma posible de destruir a la inci­piente inteligencia artificial, insensible, mecánica y, por lo tanto, inmanejable desde los mundos ocultos de la sensibilidad y del sentimiento.

La eterna lucha entre el Mal y el Bien debería concederse una tregua hasta quedar destruida totalmente la inteligencia artificial, y salvar de ese modo el reino vegetal, el reino animal, el reino humano, y, por supuesto, salvarse ellos mismos.

 

Quintín García Muñoz

 


GRACIAS POR ACEPTAR nuestras cookies, son simplemente para las estadísticas de visitas en Google.

Ver política de cookies
 
ACEPTAR

Aviso de cookies
Ir al contenido