La calle es una amalgama de insolidaridad. El monóxido de carbono poluciona y sofoca difusas sombras de seres huidizos. Bajo las ruedas de los coches el asfalto se reblandece de calor. Los conductores bostezan entre un caos circulatorio que oprime los vehículos en aparatoso montón de chatarra. El olor es nausea­bundo. Oscurece. Las luces pierden su brillo antes de llegar a las cosas. Hay mujeres desnudas en la cartelera de un cine. En otra, un hombre, con el pecho ensangrentado, yace en el suelo. El ambiente rezuma vulgaridad.

Estoy tratando de arrancar de este paisaje obsceno una brizna de amenidad que calme mi tedio. Llevo años aburriéndo­me; me aburro en casa y me aburro fuera. Envidio a los que pueden pasarse las horas muertas viendo la basura televisiva que nada tiene que ofrecer. Tampoco soporto leer durante más de media hora diaria. Ningún libro reciente me agrada. Todos son calcos de la monotonía mundanal, unos trasuntos de otros, producidos por negros mal pagados, pura banalidad, episodios amorosos impúdicos, exacerbada violencia, pasiones envueltas por una total irraciona­lidad, literatura, al fin, corrompida y corrompedora, impropia de se­res humanos. A veces ojeo tratados científicos que no llego a entender; otras husmeo en volúmenes de química con fórmulas ininteligi­bles, o de medicina, que me asustan, escalofriantes, repletos de estampas que exponen con detalle la miseria de lo que somos por dentro, amasijos de nervios y tendones, arterias y venas, músculos y huesos, vísceras sanguinolentas, en conjunto, únicamente materia animal, similar a la de cualquier otra bestia. Tam­poco encuentro sa­tisfac­ción en releer las obras filosófi­cas, puesto que ninguna de ellas, desde las más antiguas a las actua­les, han servido para apaciguar mis inquietudes ni responder a mis preguntas, así que les concedo el escaso valor de ser meros indicadores de la historia del pensamiento del hombre, que tan poco ha progresado mentalmente en los últimos cuatro mil años. El arte actual a penas me satisface. Los presuntos artistas ocultan sus rostros bajo el antifaz de la abstracción. Todo sirve para ellos. Son los demás los que no entienden, dicen. Los críticos han inventado una jerga especial, igualmente vacía e incomprensible, que define, a su manera, las obras escultóricas consistentes en amalgamas de piedra, hierro o madera, sin pies ni cabeza, o los manchones y churretes de pintura que embadurnan arbitra­ria­mente la superficie de cualquier material de soporte.

Hace tiempo que no sigo a nadie por la calle. Solía entrete­nerme caminando detrás de algunas gentes cuidadosamente elegidas, con la pretensión de hallar en sus devenires un esparci­miento para mi desasosegado tedio. Pero, tras convencerme de la inutili­dad de este método, lo abandoné. Seguí a más de una hermosa dama, imaginando citas secretas con caballeros distingui­dos, infieles, capaces de protagonizar pasajes amorosos prohibi­dos, aunque con la gallardía y el estilo de los de noble cuna y alto coturno. Pero nada extraordinario vi. Algunas de esas mujeres resulta­ron ser vulgares amas de casa; otras meretri­ces que acababan condu­ciéndome por intrincados vericuetos, y eran engullidas por insalu­bres callejuelas creadas como marco de la más baja lascivia.

Busqué en la fantasía una válvula de escape para mi insatis­fecho espíritu. Imaginé como posibles aquellas ocurrencias conce­bidas tan solo por los autores de ficción. Cierta noche de luna llena, en estado de embriaguez mental, salí a la calle con el convencimiento de que iba a toparme con un hombre lobo. Una vez hallado le insultaría, lucharía con él, procuraría quitarle la vida con la daga que siempre llevo conmigo. Si lo conseguía, demostraría al mundo que en la fantasía se encuentra la más pura realidad. Si era yo el vencido, tendría el placer de morir devora­do por tan singular ser. Pero a nadie hallé. Todo estaba de­sierto. Entre las ramas de unos árboles podía ver la luna llena, estúpidamente redonda y blanca, como aparece siempre en esa fase, y comprendí que tan vulgar satélite, ahora hollado por el hombre, había perdido toda facultad de obrar prodigio alguno, e incluso carecía de cualquier romanticismo.

Aquel fracaso me decepcionó, pero como mi melancolía se agravaba y me estaba hundiendo por momentos en el más profundo de los hastíos, insistí en mi búsqueda.

Era la amanecida de un día invernal. Al doblar una esquina vi la figura de un hombre cubierto y embozado por una capa negra. Pensé que se trataba de algún loco al vestir de tal guisa, puesto que no era carnaval. Le seguí. El frío hacía que tal ser caminara a buen paso. Dejamos el centro de la ciudad. Las calles se halla­ban ahora absoluta­mente desiertas. El balanceo de aquella prenda en desuso arrancaba tétricas sombras de las fachadas de las casas. Comenzó a embargarme una extraña alucinación. Enseguida llegué al conven­cimiento de que no iba tras un hombre normal, sino de Drácula, aquel apasionado y fascinante conde, morador de más allá de los montes transilvanos. Era emocionan­te; me sentía dichoso. Después de tanto tiempo, la diversión entraba en mi vida y me alimentaba, de igual forma que a él le alimentaba la sangre humana.

No me sorprendí cuando llegamos al cemente­rio. Todo estaba resultando de la más absoluta lógica. Iba en busca de su morada para pasar el día, que ya comenzaba a despuntar. Saltó la tapia. Yo también. El cementerio estaba repleto de fabulosas tumbas ador­nadas con lajas de mármol y alabastro. ¿Cuál sería la suya? La más suntuosa, sin duda, como correspondía a su alta categoría. Me pareció algo extraño que se detuviera en una manzana nueva de nichos baratos. Yo le vigilaba desde detrás de un ciprés. Al meterse en uno de aquellos agujeros, pude distin­guir sus faccio­nes. Una ilimitada decep­ción me sacudió. Bajo la capa se cobijaba un hombre andrajoso de mediana edad. No era su cara el sereno semblante del Conde, ni su pelo el cabello negro y perfectamente estirado hacia atrás de Drácula, ni lucía los largos colmi­llos, puro marfil, que tanto placer daban a las jóvenes vírgenes cuando mordía sus níveos cuellos. Era un mendigo de deplora­ble aspecto que, tras gastarse las escasas dádivas obtenidas en vino, sin otro techo mejor bajo el que albergarse, acudía a aquel lugar para dormir un rato.

Ya no sigo a nadie. He hecho del aburrimiento una forma de vida. Mi estado habitual es el que corresponde a la más sórdida apatía. Odio a la gente ligera y divertida. Encuentro insufrible la anticultura de muchos programas televisivos, donde, desde las gradas, docenas de figurantes ramplones aplauden cualquier sandez espetada por el fatuo presentador de turno. Detesto en particular aquellos productores que, para obtener beneficios inmediatos, engañan a jóvenes participantes, y con el embeleco de la fama, los conducen por atroces senderos de falacia. Desapruebo las sonri­sas fingidas y me irritan las carcaja­das. No veo motivo alguno para la compla­cencia hacia de hilaridad.

Únicamente existen en mi vida algunos instantes dichosos, que, desgraciada­mente, no puedo controlar. Se trata de sueños. Sueños que toman posesión de mi mente atormentada y, bajo la apariencia de maravillosas realidades, amenizan los momentos en los que suceden. Entonces escucho voces y risas de antiguos amigos que, incomprensiblemente, ahora no me hablan. Quedo ensimis­mado por la música que ellos tocan para mí. Algunos recitan los poemas que tanto me complacían cuando era muchacho. Yo me uno a ellos, y formando un gran corro, río y canto también. Pronto comienza a caer sobre nuestras cabezas una lluvia tan fina que no llega a mojarnos. Luego miramos al cielo, y una gota mayor que las demás, como una lágrima brillante, dorada y pura, va descen­diendo lentamente. La veo bajar balanceándose. Mis amigos me coronan de laurel, conduciéndome al lugar preciso para que pueda caer sobre mi frente, lo cual, desgraciadamente, nunca sucede, porque entonces despierto. Presiento que si alguna vez llegara a alcanzarme sería un augurio positivo y algo cambiaría en mi vida. En los sueños sí creo, al no existir prueba alguna que demuestre su irrealidad. Los míos han sido diseñados exclusi­vamente para mí, con todas sus sensaciones intransferi­bles que a nadie más afectan, ni hieren, ni perjudi­can. Es el único derecho que reclamo: el de seguir soñando alguna vez.


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