Por María Dolores Tolosa

Relato seleccionado en el IX Concurso de Relatos para Leer en  Tres Minutos “Luis del Val” convocado por el Ayuntamiento de Sallent de Gállego

Aeropuerto

 

A través de la cristalera de la cafetería se contempla la pista de despegue. Julia degusta su café y observa la ascensión lenta de un cuatrimotor que recorta su figura de pájaro gris contra el cielo púrpura del atardecer.  Sólo hace un par de días que Monsieur Leclaire puso en sus manos el billete para el vuelo 2390. Te necesitamos con nosotros allá, en Nueva York, le había dicho, tendremos más servicio, pero tú eres insustituible, formas parte de nuestra familia. Todo parecía perfecto. Por fin iba a dar carpetazo a una etapa de su vida y a empezar de nuevo. Tantos años sumida en angustiosos recuerdos, imágenes que la torturaban día tras día: la interminable caminata a través de los Pirineos, el terrible dolor en los pies, los toqueteos de los gendarmes en la frontera para comprobar que no portaba armas, la acogida en aquel barracón helado, el caldo de lentejas con gusanos, los vómitos, los niños que lloraban, las madres que los acunaban entre susurros, su hijita recién nacida… Dónde estará ahora. Cómo será. Aún resuenan en sus oídos aquellas palabras: no tienes futuro, solo eres una refugiada, la niña vivirá mejor con una familia, hazlo por ella, tendrá una vida normal, la que tú no podrías darle. Los argumentos de la monja eran razonables, pero el corazón se rebelaba. Su niña era todo lo que tenía en el mundo después de haber perdido a su esposo, fusilado, su casa en ruinas, sus padres y sus dos hermanos muertos. Su único consuelo fue ponerle nombre a la pequeña: Julia, el suyo, el único lazo de unión entre las dos. Luego todo sucedió como en un extraño y vertiginoso sueño. El día en que recibió el visado de residencia y el permiso de trabajo pareció que un nuevo horizonte se abría ante sus ojos. La casa de los señores Leclaire fue el bálsamo para sus heridas. Las tareas domésticas le ocupaban casi todo el día, el poco tiempo de asueto de que disponía lo dedicaba a dar largos paseos por el campo que rodeaba la mansión y, poco a poco, una especie de anestesia emocional fue instalándose en su espíritu. Aun así, muchas noches se despertaba sobresaltada escuchando el tableteo de las ametralladoras o la sirena que anunciaba el inminente bombardeo o los gritos aterrorizados de la gente que huía hacia los refugios.

Y, de nuevo, todo está a punto de cambiar, esta vez hacia un futuro esperanzador. En otro continente, lejos de su pesadilla. Madame Leclaire le ha prometido que podrá tomar clases de inglés, la elevará a la categoría de ama de llaves con mejor sueldo y más horas libres. Podrá hacer nuevas amistades o incluso encontrar el amor, eso le ha dicho, quién sabe. América es otro mundo.

 

Una pareja joven, sentada a la mesa contigua, trata de controlar a una niña de cabellos rubios y grandes ojos azules que sube y baja de la silla como si fuera un tiovivo.

—Julita, hija, deja de moverte tanto, me estás poniendo nerviosa—. Le dice su madre. El padre sale en su defensa:

—Déjala, mujer, bastante deberá permanecer quieta en el avión, que se mueva un poco ahora que puede.

Julia mira a la pequeña, que le sonríe mostrando un hueco entre los incisivos superiores. Se pregunta cuántos años tendrá. ¿Seis? ¿Siete, quizás? Su Julia tendrá ya veinte. Veinte años sin ella, sin verla crecer, sin abrazarla, sin sentir su risa, su llanto, sus caricias. La única información que quisieron darle en el consulado es que vive aquí, en París.

Anochece. El altavoz anuncia: Última llamada para los pasajeros del vuelo 2390 con destino a Nueva York. Diríjanse a la puerta de embarque número cinco.

A través de la cristalera de la cafetería, Julia observa como el boeing 2390 inicia su marcha hacia la pista de despegue, gira, va tomando velocidad, levanta el morro y se eleva, se eleva, se eleva…


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