Domingo Alberto Martínez
Ganador del III Premio de Literatura Miguel Artigas, convocado por el Ayuntamiento de Monreal del Campo y el Centro de Estudios del Jiloca.
El cras cras de repente sonó a despedida.
Cada día, la sirena de la excavación reverberaba en la cuenca. Árboles descortezados, sin hojas. En las ramas abrasadas por la helada, el viento erizaba las plumas de una bandada de cuervos, que intercambiaban graznidos y levantaban el vuelo, remontándose sobre un escenario de cielo gris sobre cieno. Los edificios de la compañía minera florecían apretados como níscalos, entre taludes amarillos de azufre y socavones: a un lado, los talleres del ferrocarril y los cargaderos; al otro, los cobertizos de chapa de los garajes para la maquinaria. Las extracciones de hierro a cielo abierto habían ido desgajando la tierra, surcándola de túneles, fenomenales trincheras, envejeciéndola poco a poco pero sin descanso durante años y años de trabajo continuado. Hangares y lagos artificiales, tolvas para verter el mineral, senderos que cortaban los montes en todas las direcciones, hacia la ermita y el molino de viento. Hacia el sur, la quinta de la gerencia y el barrio nuevo.
Obedientes a la llamada, los trabajadores salían de sus casas, este remetiéndose los faldones de la camisa por los pantalones, aquel otro mordisqueando un coscurro de pan con tocino, y se encaminaban hacia la mina Jacinta o la Santa Filomena, la que estuvieran excavando entonces, con los miembros entumecidos todavía. Voces roncas y gruñidos, fuertes bostezos, el crujido de las pisadas en el barro duro de escarcha. Había prisa por soltar el chiste más soez y la carcajada, por decirse la última, antes de que el runrún mecánico y el trabajo a destajo engulleran las conversaciones. El jadeo mecánico de los motores, el gruñido silbante del vapor. Tras el toque del ángelus, cuando el sol lucía ya sin fuerza y el cierzo se ofuscaba en sus remolinos de polvo, los mineros volvían a casa; con los rostros ocres de tierra y los puños metidos en los bolsillos, centelleante la dentadura de hambre, iban dejando a su paso olores de humo y sudor. La noche les esperaba con las sopas de ajo en la mesa y un porrón de vino tinto, una patata asada, una cuña de queso seco. Era irse a la cama buscando el abrazo de las mantas, el calor entre las piernas de su esposa. Doblar la esquina del sueño y asomar a la calle del sol blanco y una nueva jornada.
Al fondo del barrio, junto a la iglesia, estaba la casa del maquinista. En el interior, el viento era un gañido sin fuerza. Una vieja encorvada y pálida, con la cara entretejida de arrugas, sentada en una banqueta. Olía a puchero. La cocina caldeaba la estancia, el calor era tibio como el de una madriguera y, sin embargo, la vieja se frotaba las manos sin descanso. Hablaba entre dientes. Clavaba los ojillos húmedos en la puerta al menor ruido imprevisto. Luego de algunos segundos, suspiraba; y volvía la salmodia, aquel retorcer los sarmientos de los dedos como quien pasa un rosario de cuentas.
La luna, asomándose a los visillos, espiaba curiosa su angustia.
La vieja había pasado un mal día, con una comezón en el pecho que no la dejaba respirar. Ahora lo único que pedía es que no hubiera nada para lamentarse.
Casi antes de oír los nudillos ya se había incorporado. Corrió a abrir la puerta.
—Entra, vamos —le soltó al bulto que se recortaba en la oscuridad, haciéndose a un lado. En su tono había una nota de alivio—. Lávate con jabón, ¿eh?, pero bien, que pareces un negrito de esos del Dómund.
»Y no te me pongas a zascandilear ahora, ¿me oyes? —añadió—, que te se van a enfriar las borrajas.
El maquinista se encogió de hombros y se fue para adentro.
Después de tantos años, la vieja se había acostumbrado a las ausencias de su marido como el que tiene un dolor impertinente y sordo, hasta el punto de que ya formaban parte de ella: la soledad y la espera, el cavilar sobre el tiempo, si el viento arreciaría en los puertos o el preguntar en el economato si estaría para nevar, el tran-tran del corazón al escalar una rampa. Velaba a cada momento y no dejaba de pensar en él ni despierta ni dormida. Solo ella notaba el casi imperceptible olor a locomotora que envolvía al hombre, impregnando cada centímetro de su piel, incluso después de lavarse. Cuando estaba fuera sentía la distancia en el rebullo de ropas sucias y lo imaginaba trabajando.
Gregorio, en cambio, parecía ausente. Se lavó la cara y la nuca, el cuello, se frotó con un cepillo las uñas, escrupuloso como era, con la expresión de quien lo hace por última vez. Sus ojos del color del cobre viejo miraban la espuma negra perdiéndose por el desagüe. Al acabar, se secó a conciencia y se sentó en la mesa. Volvía de atardecida, tras el viaje hasta Puerto Escandón con quinientas toneladas de mineral a la espalda, tras batallar con las ventoleras de los páramos, que se huracanaban en lo alto de los viaductos, y manejar el convoy a la vuelta con más precaución si cabe, la veintena de tolvas vacías, refrenándolo lo necesario para que no se le apoderase cuando el terreno picaba hacia abajo, al tomar una curva cerrada o adentrarse en un túnel, uno de esos túneles largos como el de Almohaja, donde algún conductor confiado (pensó en el Calderetas, aunque se guardaría mucho de decirlo en voz alta) se sofocó con el humo de la chimenea y a punto estuvo de perder el control de la máquina. Pero no estaba cansado, incluso con la tensión acumulada y el esfuerzo; o al menos, no más que de costumbre. Había echado los dientes en el tren y un día, al mirarse las manos palpitantes de ampollas, manchadas de óxido y grasa, comprendió que los juegos de infancia eran un capricho únicamente al alcance de los señoritos de ciudad. Tampoco sentía el frío, tenía la piel áspera como papel de lija. Y el calor que le faltase en lo más crudo del invierno turolense, lo suplían con creces las vaharadas del carbón incandescente.
La vieja se sentó frente a él. Lo miraba comer y esperaba a que hablase. Seguía con el corazón en un puño, pero durante la cena no hubo más ruido que el de la vajilla y los cubiertos.
—¿Qué te pasa, Gregorio? —preguntó finalmente—, ¿qué es eso que andas rumiando? No habréis tenido un-una… alguna avería, ¿no? Mira que el tiempo es malo y la Trece no tira ya lo que antiguo.
El mecánico rebañaba el caldo. Se llevó el pan a la boca y lo masticó con calma, con el ceño fruncido, sin levantar la vista del plato, como si en el fondo pudiera ver los raíles y sobre ellos el arrastrarse cansino de la Trece al salir de Ojos Negros.
—Se le calienta el muñón —contestó.
—¿El muñón?
—La muñequilla…, en el cigüeñal.
—¿No me dijiste eso mismo el otro invierno?
Gregorio Singra se frotó el mostacho, pensativo. Sus manos tenían el tamaño de las palas cuadradas.
—Otra, no esa —puntualizó—. Fue otra, la del último invierno.
La vieja recogió el plato y trajo un tazón humeante de café con leche, en el que el maquinista solía untar los trozos del pan duro. Derramó un poco al dejarlo sobre la mesa. Sus ademanes eran expectantes y apresurados, de una torpeza inusual. Volvió a sentarse y observó a su marido: el pelo moreno, gris en las sienes, que empezaba a ralearle, peinado hacia atrás con las manos y el viento, los rasgos angulosos, como trabajados en granito por los elementos, las ventiscas que azotan de noviembre a febrero, el sol inmisericorde de la canícula, aquel rostro atezado, más sanguíneo que moreno, tan conocido y, en ocasiones como esta, cuando se obcecaba en el silencio, tan hermético y distante.
—Es la tercera rueda, la de la izquierda —continuó él, dándole vueltas a la cucharilla—. He batallado con el muñón todo el camino. Y menos mal que me he dado cuenta a tiempo, que si llego a forzar… Si no lo veo y el rodamiento cede, no quiero ni pensar lo que hubiera pasado si la leva se dobla con la máquina en marcha.
Su voz era opaca. A ratos se le rompía en una nota falsa, que rechinaba como una polea mal engrasada, hasta que un golpe de tos lo dejó sin aliento. Gregorio Singra tosió y volvió a toser, y se le hincharon las venas del cuello como una caldera que está a punto de reventar.
—Bébete el café, anda. Está caliente y te ayudará a pasar la tos. A ver si ahora encima te me vas a ahogar.
Él no intentó hablar.
—¿Y no puede ser que el aceite de la biela esté sucio? Tendrías que mandarle a tu ayudante que lo filtre, el aceite, o lo haces tú. Mañana te daré un trapo limpio, si es caso. Si se echa a perder la máquina, ¿qué pasaría?
—No permitiré un aceite en malas condiciones —replicó, mirándola fijamente, tosiendo aún entremedias—. ¿Qué romanceas tú, mujer?, ¿y por qué te metes en lo que no sabes? Antes de ponerle un aceite malo, me lo bebo yo. La Trece es una máquina con mucha guerra, con sus achaques como es de Dios, no lo niego. Pero el aceite que le pongo siempre es limpio y abundante, ¿por qué dices esas… t-tonterías?
—¡Porque se le calienta el muñón! —le reprochó su mujer, levantando también la voz—. Si lo dejas, seguirá calentándose, se romperá y, ¡adiós, muy buenas! ¿Qué pasará si se le salta una rueda, eh?
—Mientras esté vivo, Eulalia, mientras siga siendo mecánico, no se me romperá nada, ¡ni con la Trece en funcionamiento ni parada!, ¿me oyes?
La vieja no respondió. Con el silenció, volvió a oírse el viento que silbaba en las calles, que templaba con su cólera fría el ardor de las locomotoras, obstruyendo las válvulas, reventándolas de tanto correr como el caballo agotado que tropieza e intenta levantarse, pero no puede y renquea, los belfos pastosos de espuma (los ollares, dos hoyos negros) y es mejor sacrificarlo porque es incapaz de dar un solo paso.
—Termínatelo, anda —le sugirió, señalando el tazón con un gesto—, que luego se te templa y no te apetece.
El maquinista suspiró. Cogió un trozo de pan y lo reblandeció en el café con leche.
—Las ruedas no saltan. No brincan como los saltamontes, el que diga eso se equivoca de pe a pa. ¿Te acuerdas de Macario Monreal, que la gente decía que se le salió una rueda del eje? —Apuró el café de un trago—. Nada de eso. La gente dice muchas sandeces. Lo que le pasó a Macario Monreal es que se le aflojó una llanta con la locomotora en marcha. Y una llanta, Lali, no es una rueda…, una rueda móvil, se entiende. A Macario Monreal el comecome no le dejaba dormir y por eso se fue de Ojos Negros, pero él no tuvo la culpa. En la reparación general no le apretaron la llanta lo suficiente.
—¿Y a ti, Gregorio?, ¿a ti también te se habría soltado?
Gregorio se sorbió el mostacho, pensativo. Su mujer se llevó el tazón.
Le daba la espalda cuando contestó:
—A mí no, casi seguro que no. Me lo habría olido.
Gregorio Singra se encendió un cigarrillo.
—¿Está el brasero en la cama? No voy a dormirme, pero igual que tumbo un rato.
Fuera, el cierzo continuaba imperturbable, con su guardia de sereno; racheado y violento, sorprendía a los trasnochadores que asomaban del casino con paso inseguro, los abofeteaba sin contemplaciones al doblar una esquina y, cuando ya se escabullían, les hacía trastabillar de un chuzazo en la espalda o una patada en el culo. Las calles olían a frituras, a cebolla y ajo. Las casas con los muros blanqueados, las puertas y las persianas cerradas a cal y canto. La luna envolvía las carrascas y las ramblas con un sudario de polvo de yeso, los escoriales de roca en los cerros y los desmontes.
Se oyó un portazo. En el barrio minero todos dormían ya: las mujeres con sus maridos, los pequeños apretados como camadas animales, tapados hasta las orejas para rehuir los sabañones. Y desde el caserío hasta la mina, cuyo estertor nunca cesaba, también desde Setiles, Villar del Salz o Pozuel del Campo, los pueblos de las inmediaciones, podía adivinarse una lenta procesión de sombras, la marcha de los peones del turno de noche, los entibadores, los barreneros, los cargadores andaluces y murcianos, acostumbrados a otros climas, tiritando a la deriva en las ráfagas heladas. Hoscos y disgregados, con un balanceo de hombros característico, estorbándoles incluso los brazos, que acababan colgados todo a lo largo del cuerpo, y la cadencia del rebaño aturdido, atravesaban los montes mecánicamente, hacia las minas.
También el mecánico y su mujer acabaron por acostarse. La noche latía en el cuarto al compás del sueño. Las horas se entretejían con el tictac del cuco, colgado en la pared entre la repisa con una Virgen del Pilar de escayola pintada, a la que le faltaba un trozo de la aureola, y el retrato del matrimonio el día de su boda: ella riente, mostrando los incisivos de conejo que heredó del Fulgencio, su padre, el alguacil de Torrelacárcel, él más bajo, las cejas gruesas, sin bigote, con las orejas de soplillo. Más de cuarenta años habían pasado desde aquella fotografía y ahí seguían ambos, los cuerpos calientes y entreverados. Ella dormida, respirando intranquila. Él, hundiéndose en el sopor que es antesala del sueño, pensaba en la Trece, su silueta afilada con la cuña quitanieves, resoplando al coronar un repecho; con sus dos ejes libres y los cuatro acoplados, la Trece era capaz de desarrollar grandes esfuerzos tractores, pero con la modernización del ferrocarril y la llegada del diésel, el tiempo del vapor tocaba a su fin. Cada vez le costaba más ponerse en marcha. Remoloneaba, tenía achaques cada tantos kilómetros. El día menos pensado iba a provocar un accidente. Gregorio la mimaba como a la niña de sus ojos; entre los maquinistas de la compañía, era el que mejor la entendía. Conocía el itinerario al dedillo y con cada temblor, con cada run-tun-tún de la cabina, barruntaba lo que la locomotora quería decirle. Y con todo y eso, quizá no fuera suficiente.
Abrió los ojos de repente, con la primera claridad de la madrugada. El gallo repitió su quiquiriquí. El cierzo se había parado y el silencio era una telaraña invisible con los dedos largos. En algún lugar de la casa, en la leñera o puede que en el cobertizo, crujió la madera maniatada por la helada. Gregorio contuvo la respiración. Sin viento, el frío espesaría la escarcha y dificultaría la maniobrabilidad; eso por no hablar, chasqueó la lengua, de los bancos de niebla. Repasó las cuatro subidas largas de la vuelta. Lo mismo que por un cielo invernizo cruza un nubarrón cargado de malos presagios, así por la frente del mecánico se deslizó una nueva preocupación.
—Hay que mantener la tracción de la caldera para que, por más que avance, por mucho que tire, la presión del vapor no flaquee y el nivel del agua se mantenga constante —murmuró para sí.
Repasaba la lección como el bachiller la víspera de un examen. El maquinista tenía calor y sacó los brazos de la colcha. Al poco, le envolvía un pesado duermevela. Soñó que a la Trece se le doblaba el muñón, en la caldera se fundían las bielas y no quedaba arena en el cajón. Soñó que llevaba la ventilación al límite, que la vibración era tan fuerte que no se oía nada, ni siquiera el roce del muñón al doblarse. Soñó que el tren se sofocaba, se detenía en una subida y empezaba a alargarse hacia atrás por el tirón del peso…
Gregorio daba voces y braceaba como un molino en una tormenta. Fue su mujer la que lo despertó: de rodillas a su lado, lo sacudía suavemente.
—Despierta, viejo diablo —le reprendía—, ¿no ves que vas a poner en pie a medio barrio? Eres peor que la gripe, ¿se puede saber a santo de qué este alboroto? Con este zurrumburrún que te traes en la cabeza, ni has cenado a gusto. Mañana te preparo un plato ligero, para que luego no me patees por las noches. ¿O es que te piensas que soy un pelotón?
El mecánico respiró hondo y besó a su mujer en la mejilla, más pálida que de costumbre. Ella sonreía y se dejó hacer, pero tenía los ojos irritados, porque había llorado mientras dormía; como una arañita tejedora, se guardó la madeja de sus aflicciones en el pecho.
Ambos se santiguaron y volvieron a acostarse, y la vieja le perdonó todo al instante. Con el tacto blando de la almohada en la mejilla y el abrazo de las mantas, Gregorio Singra acabó por dormirse.