Ella le había dicho que hacía mucho tiempo que no lloraba.

 

Pero esa noche lloró.

 

Lloró porque le habían regalado un billete de tren. Un billete que ella había imaginado de un vagón de primera clase del “Orient Express”, con el aroma de almizcle, té y mandarina que tienen los trenes en los sueños.

 

Ella esperaba en la estación. Acariciaba su billete con sus dedos gentiles.

 

Pero cuando parecía que el tren estaba a punto de parar, pasó de largo. Despacio, muy despacio, a su lado, pero sin detenerse.

 

Ella sintió el viento del tren que movía sus cabellos. El olor del humo penetraba en su piel mientras el tren se alejaba de ella.

 

El billete seguía en su mano y ella no sabía qué hacer con él.

 

Si guardarlo en su bolsillo, por si el tren paraba a su lado un día. En otra estación, tal vez.

 

 

O si romperlo en mil pedazos que volaran lejos, muy lejos de sus manos, al lugar en el que todo se convierte en humo.

 

 

Sí, ella le había dicho que hacía mucho tiempo que no lloraba. Pero esa noche lloró.

 

Lloró lágrimas de humo que no llegaron a ninguna parte.


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