Gloria Mateo Grima

Las bragas en la memoria        

 

Un colegio de huérfanas recogió su pequeña vida desde los 7 a los 8 años.

Salió de allí porque su madre se enamoró de una escopeta cargada de odio e imbecilidad y se casó, aunque siempre dijo que lo hizo por recogerla a ella.

 

La mala suerte hizo que el que iba a ser su padre falleciera  los 25 años, cuando hacía un mes que la habían concebido y todavía no se hubieran casado, aunque ya el cura había clamado en la iglesia la segunda amonestación de aquel futuro matrimonio. Así que fue hija de madre soltera. Aunque eran malos tiempos para aquello, sus abuelos no la dejaron sola. Es verdad que esta se iba a casar y ya estaban en la segunda amonestación. Pero el que iba a ser su marido, murió a la edad de 25 años. ¡Así de puñetera es la vida!

 

Infancia alegre: pendientes de cerezas en sus orejas que le colgaba su abuelo  paterno, porque sabía que era coqueta; una caña con una lata atada en el borde, le preparó su otro abuelo para poder coger las brevas de la higuera. Dos abuelas que la querían y una de ellas adelantada a su tiempo. Tíos y tías a su alrededor. Sueños de una vida a la que se aferraba con fuerza para vivirla.

Primera de la clase de párvulos. Primera del grado siguiente. Señora del pueblo que aconseja que se puede hacer carrera de la niña y hay que llevarla a la ciudad, ya que en el pueblo no se debe quedar. Quizá con buena voluntad la embarcaron en un viaje: viaje hacia la nada…

 

Tocas de alas almidonadas, palomas más de guerra que de paz. Hábitos negros y ruidosos. Sonidos de rosarios que colgaban de las cinturas. Caras como la cera; pieles cuidadas por la propia naturaleza del poco trabajo. El lugar era la catapulta a caminos abiertos hacia la sabiduría -decían- de un CI alto. Sin embargo, ese CI, perdido y desorientado, se diluyó.

 

Primer oficio que le asignaron en aquel “proyecto de universidad”, entre hábitos de aspecto impoluto: dar de comer a los cerdos. Acompañaba al señor Tomás,  removiendo la pastura en grandes capazos de un material parecido al que se usa para confeccionar la suela de los zapatos, que comerían los animales. Brazos pequeños: molinillos que trataban de espantar el tiempo.

 

Segundo oficio, ya de más categoría: limpiar el wáter de las externas. También huérfanas, pero con más recursos de los de sin recursos como era ella. Esta vez acompañada por otra interna un poco más mayor.

 

Tercer oficio como premio: limpieza de la escalera principal: mármol blanco, alfombra roja. Pasarela de obispos y curas. Bola de metal dorado. Siempre reluciente. Allí, curaría su sarampión.

 

Entre los tres oficios: preparaba el Monumento en Semana Santa: cristal molido que la acribillaba de sarpullidos. Tenía que ser el más bonito entre todas las iglesias de la ciudad. Lavadero de sábanas y hábitos de monjas en los bajos fondos del edificio. Internas afanadas en dejar todo como la patena. Tenía sus manos agrietadas y sangrando (siempre se negó a no pintarse las uñas una vez que salió de allí,  y en cuanto le dejaron por la edad); sabañones hasta en los piojos del pelo. Una cuida (interna un poco más mayor que ella), la peinaba. El fregar el dormitorio colectivo de las más pequeñas tuvo como recompensa una herida en la rodilla que le dejó el hueso al descubierto. No importaba. Se curó con trapos.

 

Allí comulgó. Imagen del Sagrado Corazón, en vos confío, porque de éstas no me fío. Con flores a María, iba a una iglesia y le recitaba en mayo poemas,  pidiendo un poco de clemencia porque Madre nuestra era. La gente miraba. La gente aplaudía…

 

Mañanas de simulacro de estudio. Tardes de encaje de bolillos y bordados. ¡Premio! ¡Ya había terminado de confeccionar en el “mundillo” un pañuelo de seda! Se lo daría a la monja y bajarían con él a la madre superiora para que ella, a su vez, lo regalara a alguna de las benefactoras del colegio

 

La abadesa, le pondría en la palma de la mano unos limones y naranjas de caramelo. Bordaba su futuro también entre hilos y lanas.

 

La llamaron para leerles a las monjas mientras comían. Presidía la mesa, el capellán y la superiora. Les leía sentada sobre un taburete, tras los biombos. No la podían ver ni ella verlas totalmente. No había que perturbar la sabrosa comida que divisaba a través de las rendijas: pollo con arroz, no apto para las internas.

 

Un respiro: siempre la cogían para hacer obras de teatro, cantar y recitar.  Momento magnífico para subirse, trepando y burlando a la hermana que se hacía cargo del teatro, a la pila de sacos de leche en polvo. Puñados de hambre satisfechos pero que se quedaban en la garganta faltos de líquido y, atascados, casi la ahogaban. No importaba. Era el momento. Disfrutaba y se alimentaba.

 

Después comería, igual que el resto de sus compañeras, el menú del día que se mecía en algo que parecía agua y que había preparado la monja cocinera ayudada con la colaboración de alguna madre que conseguía así el tener a su hija externa. Meriendas de queso amarillo de los americanos, sardinas rancias y pan, aceite de hígado de bacalao. Arguellada de cuerpo, llanto en el alma.

 

Una madrugada amaneció con orines hasta la cabeza. No pudo contenerse. Una de las “palomas mensajeras” la reprendió. Luego, cogiendo las bragas chipiadas todavía, quizá por el miedo de las noches, el ave de la paz se las puso en la cabeza y se la llevó de la mano a pasear por la clase de los chicos internos. Éstos la miraban; sonreían, murmuraban. Todo solapadamente: tampoco tenían libertad de exteriorizar la risa. Ella lloraba, bajaba la cabeza. Su gorro improvisado olía a sus entrañas y le perfumaba el pelo con una nueva marca de colonia que no se vendía envasada ni a granel. Un paseo por la pasarela. Otro y otro…Fue mostrada como algo sucio y que no podía volver a ocurrir, porque…ya veía cuál era la recompensa. Más tarde, permitían tiempo para encaminar a todas las internas hacia la supuesta universidad de la vida y ella, ya sin las bragas de capirote pero con el dolor de la penitencia tenía que tener el pupitre lleno de estampas benditas de benditos santos: San Tarsicio, San Antonio (después no apareció ningún novio en condiciones en el horizonte de su vida)…Uniforme de color azul, cuello rígido y sujeto con garrucha, que ahogaba sus suspiros…

 

Desesperada de tanto aprendizaje de “libros”, escribió una carta a su familia; la metió en un calcetín entre la ropa sucia que mandaba a casa una vez al mes en un saquete hecho de tela: “si no me venís a buscar me tiro por la ventana”, y fueron, pero de momento continuó arañando los sacos de leche en polvo del salón de actos. Eso sí, perdió el miedo escénico.  Tenía que dar gracias por ello.

 

Un día, le avisó su “cuida”: su madre venía a recogerla para llevársela. ¡Malo, malo, malo! Ella la había visto besándose con uno en una plaza cuando las sacaban a la iglesia. Habría boda. Negros presagios de otro destino al que no podría burlar: el comienzo de una vida con un padrastro que le tiraría platos de postre de arroz con leche contra la pared o le pegaría patadas a una estufa de petróleo a cuya luz de la llama estudiaba ella estudiaba, porque la otra, la eléctrica, no consentía que la utilizara de noche. Era demasiado cara. No soportaba verla estudiar. Nunca le gustó. Como pudo, siguió adelante. Pero ya se quedaría para siempre sin su CI alto o sus buenas aptitudes para el estudio. A los 14 años, porque el hijo de su padrastro no terminó la reválida y quiso ponerse a trabajar, ella también tuvo que hacerlo y sin ningún tipo de conocimiento administrativo, comenzó de aspirante en una oficina. ¡Menos mal que en esos tiempos había trabajo!

 

Sin embargo, las bragas de aquella noche serían el primer título que consiguió por méritos propios. La memoria de los orines quedó grabada a fuego sobre su cabeza.

 

Todavía, de vez en cuando, se ve a sí misma por aquella pasarela con un modelo demasiado original que anunciaban por megafonía: La Srta. “X”, nos presenta: “Las bragas en la Memoria”.

 

Gloria Mateo Grima


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